Crónica

“Señor presidente, nosotros también existimos”

En los márgenes de la quebrada Anauco se levanta un caserío. Hace más de dos décadas llegaron sus fundadores, gestionando una solución improvisada a la falta de techo. Ahora, a pesar de la retórica triunfalista de la Misión Vivienda, siguen viviendo bajo un puente. Una familia completa ha crecido entre aquellas precarias paredes. La pobreza los expone tanto como las crecidas del agua

FOTOGRAFÍA: DANIEL HERNÁNDEZ
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Rosinel Suárez tiene 25 años y vive bajo un puente. Lo hace desde que estaba pequeña. Tenía 10 años cuando abandonó el hogar de su abuela, en el sector Pinto Salinas de Caracas, donde una muchachera de más de nueve niños dependía de que ella hiciera las labores domésticas. Se hartó y corrió. Calle abajo, se instaló en una casa hogar de la que no tiene muchos recuerdos, más que el de los nombres del maestro Gabriel y la cocinera Belkys. De ellos también se escabulló a las pocas semanas para retomar la ruta que la condujo a donde vivía su padre, en la ribera de la quebrada Anauco. Desde entonces está allí, con el asfalto sobre la cabeza.

En 2013 su papá Reyes Vicente Lugo murió, dejándole la casa que se levanta a duras penas en aquel recoveco de Caracas, donde la luz es poca y los olores abundan. Y la familia crece. Rosinel tiene cinco hijos, dos con su primera pareja y tres con su actual concubino, Joel. Pero solo vive con cuatro de ellos.

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BajoElPuente-cita4Su primer embarazo le llegó de urgencia a los 13 años, sin siquiera alcanzar los nueve meses de gestación. A Roniely (13) le siguió Brayan (8). Luis se llamaba su pareja, con quien la distanciaban 14 años de edad. “Fue el primerito que tuve”, admite. Con el segundo vástago vino la separación, y un legado: el niño nació con la misma tuberculosis que inadvertidamente moraba en el cuerpo del progenitor. “Yo no lo sabía, me enteré fue después. Cuando Brayan nació lo veíamos muy flaquito y lloraba mucho”.

El pequeño no vive allí. Su afección es costosa de tratar. “No lo tengo conmigo porque no tengo cómo mantenerlo aquí en el puente. Mi tía que vive en Barlovento me ayuda a tenerlo, yo lo visito o ella me lo trae para verlo”.

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El padre de Brayan no está en esta historia, pues desde que decidió marcharse los dejó atrás. A Joel lo conoció en esa quebrada hace una década, cuando llegó con su mama Yasmín a vivir también bajo el puente. Entonces comenzó su idilio, del que nacieron Luis (9), Joelys (6) y Joel (4). Es él quien se rebusca revendiendo cartón o bajando a la quebrada para buscar oro. Si él no se zambulle, ella lo hace sin dudarlo. Con lo que ganen, en un día con suerte, compran comida.

“Nos conocimos, nos gustamos y nos empatamos”, cuenta Rosinel mientras camina puente adentro para cruzar la fina viga que se debe sortear para cruzar hasta su casa sin caer al riachuelo. La recibe el más pequeño de sus hijos, y luego la mayor. Los otros dos están viendo televisión tras la sábana que sirve de pared.

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Yasmín llegó con su hijo Joel al puente después de tener que abandonar dos casas. La primera quedaba en Charallave y decidió venderla. Con la segunda, en Nueva Tacagua, en la parroquia Sucre de Caracas, vivió un derrumbe en 1998 que la forzó a irse. Los terrenos atravesados por la falla geológica Tacagua-Ávila no aguantaron, cumpliendo las advertencias tantas veces hechas, como ignoradas. En 2006, un estudio de la Gerencia de Riesgos de la Alcaldía de Libertador precisó que entre 1970 y 2006 ocurrieron 213 deslizamientos de terreno allí.

Ella fue a parar a un refugio dispuesto por el gobierno en Ciudad Tablita, en Catia. “Tenía a mis dos hijos, aquí está Joel y el otro ya se fue y soy hasta abuela. Era más fácil conseguir algo para ellos en la calle que en ese refugio, uno ve cosas muy feas ahí”. Sin enseres, perdidos en los derrumbes, dependía de donaciones, pero “quienes comandaban el refugio se agarraban las mejores cosas, la mejor comida y a uno le daban lo otro, lo que quedaba”.

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BajoElPuente-cita3Sin tener cómo continuar sus labores de costura, cocina o peluquería, debía buscarse la vida «desde cero». Entonces conoció a Julio César Suárez, el hombre con quien vive ahora y le llama «esposa», aunque no haya papel alguno. Él es el mandamás de la comunidad que vive bajo el puente, la que fundó junto a su hermano, el padre de Rosinel, buscando alejarse de la violencia urbana.

Su llegada a la quebrada ocurrió cuando su casa se cayó en Casalta. Estuvo siete meses en un refugio ubicado en el gimnasio Libertador de la parroquia 23 de Enero. Una experiencia también amarga. “Ahí el que no la sepa vivir, no puede vivir. A veces se olvidan de la gente en los refugios, cuando nos daban casas funcionaba así: habían dos, una fea y otra bonita. Te daban la fea y le tomaban fotos a la bonita. Yo me quedaba loco porque esa no era la casa que habíamos elegido”.

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En 2011, el entonces presidente Hugo Chávez pedía «atender hasta el más pequeño caso, mejorando los problemas” dentro de los refugios del país. Nicolás Maduro, su sucesor, llamó a la Misión Vivienda un «milagro». Yasmín y Julio César no pueden aplaudir.

La autogestión les salió «mejor». Ahora ambos comparten morada en aquella ribera del Anauco vibrador, siendo las cabezas de un sistema que funciona cual condominio, con normas de estricto cumplimiento. Solo así se mantiene la paz y la convivencia en un lugar donde ahora hay seis casas que albergan a 16 personas de una misma familia.

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Julio César dice que esa es su casa, así, con orgullo. El mismo con el que mira a los dos perros y un gato que los acompañan y se mueven con libertad por el lugar, y que llegaron como solución a un problema: espantar a alimañas. Ratas llegaron a morder a Joel cuando estaba pequeño, y alacranes picaron a Reyes Vicente Lugo.

Pionero de la comunidad, Suárez limpia la quebrada, va recopilando aluminio, oro y hasta cartones. También está dispuesto cuando policías bajan y le piden que limpie las calles, corte la grama o levante cemento. Él acude. Trabajo es trabajo, y todo ingreso es bueno. Así es su cotidianidad, una a la que no quiere renunciar a menos de que le den un lugar en donde vivir en San Bernardino, zona que su familia ya conoce de memoria y sabrían cómo “rebuscarse” si algo sale mal.

“Aquí tengo calma. A mí se me quedan viendo cuando yo digo eso, que vivo bajo un puente pero siento tranquilidad porque me crie en barrios y uno lleva golpes. Aquí me siento bien, los vecinos colaboran, vivimos bien. Queremos que nos ayuden con material para construir más las casas”, dice. Habla por él, pero también por sus vecinos, todos de su mismo clan familiar excepto uno, a quien le vendió una de las bienhechurías.

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–Mamita, ¿cómo hace uno para mandarle un mensaje al Presidente?

Rosinel se aventura y lanza la pregunta al aire. Ella sí quiere salir de las bases del puente, mejorar su situación de vivienda y, especialmente, la económica. Portadora del carnet de la patria, se ayudaba con los bonos asignados por el Ejecutivo nacional, que se esfumaron en septiembre. “Le queda la carga familiar, eso deberían pagárnoslo pronto”, dice Yasmín, su suegra y a la vez tía política.

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La mujer señala a la hija mayor de Rosinel. “Imagínate, ella quiere estudiar pero no podemos mandarla. Ya ella terminó la escuela y le toca bachillerato, pero no podemos pagarle los útiles, los uniformes ni la inscripción. Lo poquito que tenemos es para comer”, explica.

Dentro de la vivienda no hay menaje. Una sola hornilla sirve para cocinas con la única olla con la que cuentan. En el dormitorio, si se le puede llamar así, apenas hay un colchón en el que se acomoda Joel, Rosinel y los cinco chamos.

“Que nos den casa pero por aquí, no que nos saquen o nos manden a un refugio”. La aspiración de la muchacha es específica. Su tío Julio la ratifica: “Este es un sector bueno para vivir porque aquí se mantiene mucho respeto. Conocemos a la gente del sector San Bernardino”.

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A la naturaleza también la conocen. Por eso saben que cuando llueve en Caracas, todos deben salir de las casas, subir a la calle y rezar para el aguacero no haga que la quebrada supere sus márgenes y arrase con los enseres de los Suárez. Sería empezar de cero, una vez más. Julio César en vez de orar está pendiente de las aguas pues por la Anauco más de uno ha sido arrastrado.

“Mi tío ha salvado a más de cinco personas aquí”, dice Rosinel. “Yo me zumbo, me agarro de algo y busco agarrar a la persona. El problema es que aquí no hay mucha agarradera y uno tiene que pedir que nos lancen cosas”, completa raudo el improvisado salvavidas.

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Así ocurrió el lunes 22 de octubre de 2018 cuando Arabel Pernía intentaba cruzar la calle para ir a su casa en el sector Los Erasos en San Bernardino. Llovía muy duro, y ella resbaló. Nadie supo de la dama hasta el día siguiente cuando su cuerpo fue encontrado sin vida. Había caído por un hueco en la quebrada Anauco, justo debajo de la casa de los Suárez. Julio la vio arrastrada por el torrente, pero ya estaba muerta. “No había nada que hacer”.

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Cuando no llueve, bajo el puente se vive tranquilo. En pobreza, eso sí. “Aquí el que viva tiene que portarse bien. La cosa está dura pero no es necesario buscar problemas”, dice al mandamás del precario condominio. Hace 25 años, cuando Julio llegó al puente, se comprometió con mantener el orden. Desde entonces, afirma con orgullo, no hay mujeres “de la mala vida” en los alrededores, ni ladrones al acecho.

No todo está controlado, claro. Por ejemplo, han ocurrido persecuciones de policías a delincuentes, con tiros que se cuelan hasta las casas. Los que huyen, relata Suárez, bajan a la quebrada sin saber que allí vive gente. En octubre volvió a pasar. “Un tipo había venido corriendo para acá por robarse un teléfono y ellos –los policías– querían que saliéramos toditos”, recuerda Rosinel.

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Por eso y más se saben expuestos y continúan pidiendo ayuda, por ejemplo, enviando mensajes al gobierno nacional y a Nicolás Maduro: “Que se acuerde de nosotros, también existimos, estamos aquí bajo el puente pero quisiéramos vivir mejor. Si no puede darnos una casa, que nos dé materiales, algo”. Al mandatario le agradecen la bolsa CLAP de alimentos, el kit escolar que permite que los infantes acudan a la Unidad Educativa Nacional Vicente Landaeta, y los bonos, que aspiran vuelvan a llegar. Hay esperanza y, cuando adelgaza, llega la encomienda divina: “Voy un rato pa’ la quebrada, con el nombre de Dios”, lanza Julio antes de salir del inmueble. Hoy quizá no llueva.

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