Crónica

Sentir la crueldad en carne viva

Los tratos crueles e inhumanos son la certeza de toda detención arbitraria en Venezuela. Los más de cien días de protesta que iniciaron en abril de 2017 sirven como escenario para violentas arremetidas y agresiones personales. Hasta la ONU los registra y los denuncia. Los morados pasan, pero el horror queda 

Portada: Sebastián Guido (Tomada en Nueva Esparta) | Fotografías dentro del texto: Agencias y cortesía
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“Ninguna persona puede ser sometida a penas, torturas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. Así comienza el artículo 46 de la aún vigente Constitución Nacional. La legislatura venezolana visibiliza toda arbitrariedad física y mental que se cometa con intención de hacer mal, sometida o no a privación de libertad. Una delgada línea las separa en su tipología, pero la aberración las hermana. Incluso las penaliza: un funcionario público puede pasar entre 15 y 28 años en prisión por cometer torturas, y entre 13 y 23 años por tratos crueles, de acuerdo con la Ley Especial para Prevenir y Sancionar la Tortura y otros Tratos Crueles, Inhumanos y Degradantes (2013).
Del dicho al hecho, hay cientos de fotos, videos y denuncias que evidencian el incumplimiento flagrante de la normativa. Son perpetrados por funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), la Policía Nacional Bolivariana (PNB), incluso los cuerpos de seguridad estadales. Todos tienen su cuota de violaciones a la Carta Magna y acuerdos internacionales. Fue más que evidente, por ejemplo, cuando una horda de militares se abalanzó contra Paúl Trujillo en Lecherías, Anzoátegui, y lo golpearon en cayapa hasta llevárselo detenido al Comando Zonal N° 52, conocido como Core 7. O cuando un grupo de guardias se bajó de sus motos para golpear a Gianni Scovino, indefenso y confundido, quien caminaba por los alrededores del Centro Comercial Plaza Mayor, también en Lecherías. “Está estable, pero en observación absoluta. La recuperación va a demorar. Tiene daño renal, daños en el funcionamiento del páncreas, golpeas en la cabeza, cara, ojo. Sufrió una hemorragia bastante fuerte”, indica su abogada Alejandra Olivares.

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La Organización de las Naciones Unidas denunció el martes  8 de agosto el “uso generalizado y sistemático de fuerza excesiva y detenciones arbitrarias”, así como “malos tratos y torturas” en la respuesta a las protestas anti gobierno en Venezuela. Además, acusó a las fuerzas de seguridad y a las milicias progubernamentales de ser responsables de la muerte de al menos 73 manifestantes. La información surgió luego de que un equipo de especialistas de  la ONU realizara unas 135 entrevistas a distancia a víctimas y familiares, así como a testigos, periodistas, abogados, médicos y a un funcionario de la oficina de la Fiscal General, habiéndoles sido negada la entrada al país. “Hasta el 31 de julio, la Oficina de la Fiscal General había investigado 124 muertes en el contexto de las manifestaciones. Según el análisis del equipo de derechos humanos de la ONU, las fuerzas de seguridad son responsables de al menos 46 de esas muertes, mientras que los grupos armados progubernamentales, denominados ‘colectivos armados’, serían responsables de otros 27 fallecimientos”, precisa el comunicado firmado por el Alto Comisionado para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad al Hussein.
Entre los métodos usados por el gobierno para agredir con crueldad a los encarcelados, se cuentan “choques eléctricos, prácticas de colgar a los reos de las muñecas durante periodos prolongados, asfixiarlos con gases y amenazarlos con la muerte –y en algunos casos con la violencia sexual- a ellos y a sus familiares”, según el informe de las Naciones Unidas.
A decir de la fiscal general Luisa Ortega Díaz, destituida por la Asamblea Constituyente e impedida de ingresar a su despacho, la nueva línea del Ministerio Público en manos de «los que asaltaron la institución» con Tarek William Saab al mando es «silenciar y ocultar la violacion de derechos humanos». Pero no todas las víctimas están dispuestas a callar. Es raro que un detenido no sufra alguna lesión antes, durante o después de su reclusión. Algunos se guardan sus vivencias, presas del miedo. Otros tragan grueso y cuentan lo vivido.
Samir Rojas, en el lugar y momento equivocados
La avenida Libertador de Barquisimeto es una de las zonas predilectas de la “resistencia”. Allí unos lanzan bombas lacrimógenas y otros responden con molotov. También era la pista favorita de Samir Rojas. El guaro de 47 años corrió por calles y avenidas de la capital del estado Lara hasta perder casi 40 kilos. Desde entonces, el comerciante se llama a sí mismo deportista. Fiel a su rutina de al menos 10 kilómetros diarios, Samir trotó de vuelta a su casa por la Libertador, la noche del 9 de mayo. Faltaban 15 minutos para las 10, cuando se topó con un enfrentamiento entre la Guardia Nacional y los opositores.
Varios muchachos le pasaron corriendo por al lado. Se apartó y siguió por su acera, agachado. Proyectiles transparentes se quebraban en pedacitos contra la pared que bordeaba. “Eso no era perdigón. Sabes que los muchachos hablan de que le meten metras a los cartuchos. Eso tiene que haber sido, porque sonaba como vidrio”, relata. En cuestión de segundos, Samir tenía 10 motos de la GNB, cada una con parrillero, bloqueándole la vía. Uno de ellos se bajó y le dio con la culata de su escopeta en la cabeza, sin mediar palabra alguna. La sangre le corrió por la cara ipso facto, y cayó sobre el cemento.
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Samir pasó de ser deportista a convertirse en un saco de boxeo, listo para la saña. Recibió golpes y patadas en las costillas, el abdomen, las gónadas, las piernas. Solo podía protegerse la cabeza mientras resistía en posición fetal, con la franela teñida de rojo. Recuerda que se la quitaron, lo montaron en una de las motos y lo llevaron hasta un camión verde, donde había cerca de 20 guardias más. Allí, le amarraron las manos y le pusieron varios escudos de plástico encima. Uno tras otro se lanzaba sobre Samir, cuerpo tras cuerpo sobre su espalda desnuda. “De repente me decían cosas, como que yo era un guarimbero, pero yo ni escuchaba. Era de noche, tampoco veía nada. Ni les vi la cara”. La golpiza le duró unos 20 minutos.
La voz se le acelera cuando revive su estadía en el Destacamento 121 de la Guardia Nacional Bolivariana, donde estuvo detenido antes de ser trasladado al Destacamento 120, un centro de reclusión vía Guata, donde pasó 50 días preso. Fueron cinco noches de agonía, de arbitrariedad. Recuerda que le ataron las muñecas a un tubo de aluminio que recorría el techo de uno de los pasillos del sitio. Sus pies apenas rozaban el suelo, no podía mantenerse parado. “Te vamos a mandar al cielo 10 minutos”, dijo un sargento antes de echarle dos bombas lacrimógenas entre las piernas. El picor lo invadió, también la indignación. Su cuerpo le latía del dolor.
Estuvo guindado hasta las 5 de la mañana sin conciliar el sueño. Nunca lo logró por completo. Menos cuando lo amarraron a una de las columnas del pasillo. Permaneció parado por cuatro días. Dormía de pie una, dos horas como máximo, con la cabeza contra la pintura, ya gastada de tanto roce. Siempre había un guardia que lo vigilaba, sentado. Rara vez le daban a beber un líquido, nunca agua. “Ni me llevaban pal baño a hacer mis necesidades. Había un guardia que estaba de 12 de la noche a 6 de la mañana que se apiadó de mí. Cuando no había nadie me llevaba a orinar rapidito. También me dejó acostarme un ratico, mientras estaba de turno”. Al tercer día, cuando ya su caso había sido presentado en tribunales, su familia pudo llevarle agua y jugos.


Cada efectivo que pasaba por el corredor de tres metros de ancho le golpeaba la cabeza con su casco. Hacían mella en su herida craneal. Contó más de 80 cascazos en los cinco días que permaneció retenido. “Había un solo guardia que agarraba el polvito de la lacrimógena y me lo tiraba en la cara. Después me echaba agua. Sé que siempre era el mismo aunque no le pude ver la cara. Andaba con la máscara antigas. El nombre tampoco, porque tenía chaleco antibalas”, rememora.
“Te vamos a mandar a Uribana por terrorista. A un calabozo con delincuentes para que te violen”, fue una de las tantas amenazas que los perpetradores profirieron. “Qué no me decían”, se lamenta, y continúa: “Me iban a poner a declarar para que dijera que (Luis) Florido –diputado de Voluntad Popular- me pagó mil dólares para que estuviera en la Libertador. ‘¿Cómo vas a estar metido ahí de gratis?’, me decían. Me querían obligar, pero yo no les iba a decir nada de eso porque era mentira. Entonces me pegaban más duro”.
Libre bajo presentación, Samir ya no trota por la Libertador. “¿Cómo paso por esa calle?”, se cuestiona. Su familia le pide que se mantenga en resguardo. Apenas pensar en cruzarse con un uniforme verde oliva le agua el guarapo. Genera que la conversación se entrecorte por las lágrimas. “Naguará, qué le puedo decir. No sé si es rabia, si es impotencia. No sé cómo explicarle. Pero bueno, uno tiene que tener fuerza. Poco a poco”.
Paula Colmenárez, en la mira
Paula Colmenárez habla rápido para la prensa. Casi repetitiva. Está hastiada, es evidente, pero dispuesta. Quiere que su agresión se visibilice. El 10 de julio, una manada de la Guardia Nacional la arrestó en Altamira, en Caracas. Se convirtió en noticia sin buscarlo.
Ese mañana salió a la plaza Francia como un día de marcha más, “con la convicción de estar del lado correcto de la historia”. Se llevó su bandera de Venezuela y sus zapatos de goma con los que acostumbra patear la calle. Cuando vio que algunos manifestantes bajaron a la autopista Francisco Fajardo con el fin de trancar la vía, se unió. Una detonación se escuchó al rato. Un artefacto casero echó un humo negro y luego explotó justo cuando un grupo de GNB andaba en moto por Altamira Sur. Al menos 7 funcionarios presentaron lesiones. “Me imagino que quedaron sumamente molestos por eso y se quedaron por estos lados”, elucubra Paula, estudiante de derecho de 17 años.

Ya había sucedido que la guardia desestimara arremeter contra la barricada que la “resistencia” alza a veces en las inmediaciones del distribuidor Altamira. Ese día, no lo cuestionaron. Subieron por la rampa, por donde huía Paula, sola, ya alejada de sus compañeros de marcha. “En ese momento no estaba pensando en absolutamente nada. Solo en que tenía que correr”, recuerda. Al menos 15 motos de la GNB, con respectivos parrilleros, la perseguían.
Ella corría, con su bandera atada al cuello, una capa que no le permitió volar. Volteó, los tenía prácticamente encima. “Aquí fue”, se dijo. Una bota militar le cortó el paso y cayó contra el asfalto. Su mano derecha aterrizó sobre pedazos de vidrio, buscando proteger su cara del golpe. Otra bota, no determina si la misma, le aplastó la espalda y la dejó inerte. En cuestión de segundos, la jalaron, la montaron en una moto y la trasladaron detenida a la Base Aérea La Carlota. En el trayecto de minutos que le parecieron horas, la indignación la invadió: “Creo que es primera vez que lo digo. En el camino me tocaron por encima de la ropa. Me tocó el pecho el que iba atrás de mí en la moto. Simplemente estaba demasiado indefensa. No había nada que pudiera hacer”.
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Paula aún recuerda el tono cínico con que le ordenaban que se quitara su bolso y le preguntaban qué marca de celular tenía. Ese se lo quitaron. “Róbale, róbale todo a esa maldita”, gritó un uniformado mientras otro guardia revisaba su morral a profundidad. Lo dejó tirado en la entrada de La Carlota, donde yacían ella, su cédula y otro detenido justo al lado del portón. “Me decían que me quitara rápido el bolso, que si no me lanzaban al Guaire. Que, total, yo era una vergüenza para mi familia, que nadie me iba a buscar, que nadie se iba a dar cuenta de dónde yo estaba”.
Ingresó a la base militar, esposada con tirráp, y dejó de sentir sus manos. Se le tiñeron de rojo. No se había percatado que el corte sufrido en el distribuidor Altamira goteaba desde hacía rato y le había manchado la bandera que aún portaba. Estaba acostada junto a tres personas más en un cuarto al que la arrastraron halada del pelo y con la cara tapada. El plástico que le unía las muñecas propulsaba la salida de la sangre. “Le dije a uno de los funcionarios que si por favor me podía cortar el tirraje. Con una llave me lo cortó como pudo, porque vieron la herida me imagino. Antes de quitármelo, otro le dijo: ‘Por lo menos si le vas a cortar eso, vamos a echarle un poquito de gas pimienta ahí para que se ahogue’.  Eso fue por toda la cara. A los otros muchachos también les llegó el olor”.
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En las seis horas de apresamiento, los efectivos amenazaron a Paula con violarla y con “caerle a coñazos” si no alegaba que había tarifado su ida a la marcha ese 10 de julio de 2017. Se negó. Recibió patadas en las costillas por no decir lo que pedían. “Un general de la Aviación, así se identificó, supongo que por la presión de las redes sociales se acercó a donde estábamos. Me preguntó mi nombre, edad. Tenía un uniforme distinto y todo. Me pidió que me llevaran a un CDI para que me limpiaran la herida. Ya era de noche, muy, muy tarde. Tuve que identificarme para que me dejaran pasar y decir que estaba herida, mostrando la bandera. Llegamos y me suturaron la mano”. Siete puntos le surcan la palma derecha. Su recuerdo del horror.
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La cabeza dura de Jennifer Aldazoro
La munición de Jennifer Aldazoro es el agua con bicarbonato. “Tú sabes que eso ayuda cuando están los gases lacrimógenos, te lo pones en la cara y te alivia”, explica la muchacha de 25 años. Su labor en la llamada “resistencia” del estado Anzoátegui es socorrer a escuderos, artilleros, quien lo necesite, realmente. Las inmediaciones de la sede del Seniat de Lecherías se convirtieron en su campo de batalla desde que iniciaron las protestas en abril. Allí, en la calle Arismendi, está la “Zona Cero” –la dura represión que la seguridad estatal imparte le dio el apodo popular. Ese 20 de mayo, fue mucho peor.
Cerca de las 3 de la tarde, Jennifer por poco se desmaya. Una nube blanca que inundaba la “Zona Cero” asfixió a la estudiante de Comunicación Social. “Pero volví. Yo soy así de terca”, arguye. Era una de las treinta personas que resistían a los ataques, primero de la guardia, y dos horas más tarde de la Policía de Anzoátegui. El humo picaba mientras bombas caseras explotaban cerca de los funcionarios. Jennifer estaba cerca de los escuderos, lista para asistirlos con su paliativo. Pasadas las 5 de la tarde, se quedaron sin municiones. Retrocedieron hasta donde estaba su barricada, pocos metros más atrás, para apertrecharse. Jennifer también lo hizo, confiada. Por lo general, los uniformados no llegaban a las trincheras.
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Esa vez avanzaron sin reparo. Una estampida de la “resistencia” pasó entre Jennifer. Ella, estupefacta, la siguió de forma instintiva. Intentó huir por un camino angosto de tierra que colindaba con un canal de aguas negras. Muchos cayeron en el trayecto. Quedó atrapada entre la multitud que buscaba su cauce en una entrada abarrotada de tubos que conducía a la avenida Daniel Camejo Octavio. Pero no fue tan esquiva. Escopetas negras los apuntaron, “de esas que disparan los perdigones. No tenían armas de fuego para aquel entonces. Los vi como encima de mí, diría que nos perseguían como 100. Eran muchísimos. Ahí dije ‘me van a llevar presa’”.
No tuvo más remedio que cubrirse la cabeza con las manos y lanzarse al piso. Su cuerpo cubría a uno de sus compañeros, su cara daba de frente a la tierra. Sus previsiones no bastaron para resistir la embestida. Los efectivos se ensañaron con su testa. La golpearon con sus cascos una y otra vez. Una bota se plantó en su espalda y la dejó inmóvil, indefensa, ante la agresión personalísima. A su lado, veía cómo los funcionarios, que deberían defenderla como ciudadana, repartían puños en las caras y cuerpos de los muchachos. No recuerda cuántos la asaltaron, ni cuántos «coñazos» recibió, pero sí una frase que la heló: “Te vamos a matar”. Su pantalón se humedeció en ese momento. “Del susto me hice pipí. No podía. Hasta ahí había llegado. ‘Sí, me mataron’, pensé”.
Hilos rojos bajaban por sus mejillas, frente, nariz, labios. Le manchaban su pelo amarillo. La sangre corría a cántaros y encharcaba su alrededor. Jennifer calcula que el episodio duró un minuto, “súper rápido. La golpiza paró cuando llegó un policía y dijo ‘¡Suéltenla! ¿Se volvieron locos? ¡La van a matar!’. Me imagino que era un superior. Me agarró de la camisa, me paró y me dijo ‘¡Vete de aquí, corre!’”. Cuando emprendió su huida, el horizonte se le hizo difuso, lo perdió, las piernas le fallaron. “Creo que perdí la noción de dónde estaba. Vi a un policía que estaba cerca y le agarré la mano, pidiéndole que me ayudara. ‘¿Ahora sí, coño e’ tu madre?’, me dijo y me dio con una piedra en la cabeza. Era grandísima, inmensa. Ya la tenía en la otra mano”.
El golpe la dejó de rodillas, pero igual se arrastró hacia su huida. Con los ojos abiertos, las pupilas se le escondieron y el mundo se le oscureció. Los baches mentales los llena con comentarios, videos, recuerdos breves. Terminó con dos heridas laterales –izquierda y derecha- en el cráneo, raspones en la espalda y las piernas, los brazos cubiertos de hematomas. Le tomaron 15 puntos, incluso algunos internos. “En la cara no me pasó nada. Todavía no me lo explico”.
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Mientras estuvo en recuperación, Jennifer no dejó de colaborar con la “resistencia” desde casa. Lo llevó poco a poco. Cocinaba pasta, arroz con pollo, hacía sánduches, todo con donaciones de colaboradores. Ella aportaba los aliños, la mano de obra y la disposición. Pasó un mes para que pudiera poner pie donde alguna vez sangró. “Sentía que la barriga tenia mil animales caminando, corriendo, todo. La gente de la ‘resistencia’ no me dejaba pasar hasta adelante. Yo les armaba mi agua con bicarbonato. Un día no les paré, les dije que ya, y me fui otra vez hasta donde estaba antes. Claro, ahora más precavida”.
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