Opinión

Si sobrevivo la revolución, ¿igual voy al Purgatorio?

Las mieles del paraíso se disfrutan cuando la cola para presentarse ante San Pedro se supera con éxito. Ante el tribunal celestial, donde se evalúan los pecados y los castigos, se podrá argumentar haber vivido en Venezuela. Capaz eso le abre el corazón a los Serafines

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Me gusta pensar que el Cielo existe. La ciencia dice que eso es puro cuento, pero estoy en paz con la idea de despacharme de este planeta y montarme en esas escaleras mecánicas. Claro, espero que eso sea en una fecha remota tipo cuando regrese el Cometa Halley o cuando inventen un lenguaje de comunicación con los mosquitos para que logremos un armisticio. Si quisiera irme al Cielo en este momento, mi psiquiatra seguramente lo anotaría en su cuaderno como: “Alerta. Suicida potencial”. Ese no es mi caso.

No me quiero morir, siento que todavía me falta mucho para graduarme de esta vida. Pero no le temo al Cielo. La gente se imagina que el Cielo debe ser una eternidad pacifica rodeado de seres queridos. Yo a mis seres queridos los veré en Navidad. Cuando el Más Allá implica conciertos gratis de Frank Sinatra, teatro de Shakespeare con Shakespeare y carreras en motocicletas Triumph con Steve McQueen por las nubes, adiós mi familia. Mi abuela que me siga por Heavenstagram.

Esa idea de Cielo se adapta a lo que yo creo son condiciones óptimas para un viaje eterno. Claro, es probable que la cosa sea más comedida que cómo la pinto. De repente haya reglas o condiciones o listas de espera para pasear en moto con Steve McQueen. O capaz Steve McQueen está en una zona VIP donde no me dejan entrar, tipo cuando uno tiene entradas para asientos plateados en un concierto y otros tienen entradas doble diamante platino esmeralda. Nadie se ha regresado para contarlo, pero capaz los arcángeles son clasistas.

Lo que sí no pienso tolerar con mi arribo al Paraíso es la posibilidad de llegar a las puertas y que San Pedro me conteste en el intercomunicador: “¿Quiéeen?” Eso es un insulto. Si ya estoy muerto y ésta no es la dirección correcta, me jodí. También es posible que haya lista de seguridad, tipo fiesta de quince años. Como mi apellido empieza por “A”, San Pedro no tendrá que pasar tantas hojas para encontrarme. ¿Pero y si no me encuentra? Peor aún, ¿y si se le ocurre mandarme al cuartico como los agentes de inmigración de los Estados Unidos? ¡Eso sería el colmo!

Ya me imagino, sentado ahí ¿muerto? de los nervios bajo una luz mística con efectos de hielo seco creados por un querubín para recrear el salón de interrogatorio de la película Sospechosos Habituales. O que descienda un serafín con mi historial de confesiones terrenales y me pregunte con voz angelical pero desinteresada: “¿Usted en verdad mostró arrepentimiento pleno de todos sus pecados en la tierra?” Capaz a un sacerdote le pude disfrazar mis pecadillos para que no fueran tan malos, pero a un angelito me parece como de mala educación.

-¿Qué si estoy arrepentido de todo? –le preguntaré al serafín inquisidor- ¿De todo, todito?

-¡De todo! –me contestará el serafín mientras se lima una uña con su arpa.

Tendré que ser honesto. “La verdad es que no me arrepiento de haberle dicho a la mamá de un amigo que se divorciara de su marido para así casarme con ella porque me parecía la mujer más bella del mundo”.

El serafín se pondrá unos bifocales –porque me imagino que la Óptica Berl aún no ha montado agencia en el Cielo- y me dirá: “¿Y todavía no se arrepiente? Recuerde que es pecado desear a la mujer de su prójimo.

Yo no tendré más remedio que contestarle: “¿Y acaso es mi culpa que el prójimo tenga mejor gusto que yo y se me haya adelantado en la conquista?”

-¡Al Purgatorio!

Claramente iré al Purgatorio, donde seguro tendré que sentarme en una sala de espera peor que la de un médico que atiende por orden de llegadas a ligar que uno de mis amigos ateos se le ocurra en un momento de borrachera levantar un trago por mí y decir: “¡Por ese buen amigo! Carajo, ¡cómo se te extraña!” Esa es mi única salvación. Esperar que mi abuela rece por mí es caso perdido, cuando ya sabe que la dejaría por irme de carreras con Steve McQueen.

Pero yo sé que no pasaré mucho tiempo en el Purgatorio. Porque el día que un Licenciado Serafín me envíe a esperar mi turno por los siglos de los siglos, tendré que usar la influencia de una tarjeta que sacaré de mi cartera. Oh sí, yo al Cielo me voy con cartera porque de repente piden cédula. Claro, esa tarjeta no será como la del juego Monopolio que te liberaba de la cárcel; tampoco será la Visa porque esto es el Cielo y yo no soy bolichico. Esta tarjeta dirá simplemente: “Sobreviviente de la Revolución Bolivariana”.

En cinco minutos estaré sentado en un bar con Steve McQueen y con mi abuela que seguro se coleó porque esa no se iba a aguantar de verme.
Mi conclusión es inevitable. Porque si esa tarjeta no le indica a los serafines, querubines, tronos, virtudes y esos dos angelitos de la obra Madonna Sixtina de Rafael que han sido reproducidos hasta en imanes de nevera que yo, junto a 30 millones de personas, podríamos sufrir las 10 plagas de Egipto y no serían nada en comparación con la tragedia que ha implicado vivir bajo los designios de esta tiranía, pues entonces espero que en el Purgatorio al menos haya comida.

Porque aquí en la Revolución Bolivariana pecados abundan, mentiras mucho más, pero comida sí que no hay mucha. Y esto sí lo digo sin temor de pecar.

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