Viajes

Viaje sublime a las aguas del bajo Orinoco y de los indios warao

Ese abanico en el extremo derecho del mapa de Venezuela, en la desembocadura del río Orinoco, guarda un paisaje alucinante de selva y agua desconocido para la mayoría de los venezolanosEl estado Delta Amacuro es uno de esos lugares donde se combinan una belleza abrumadora, abundantes recursos naturales y una pobreza inexplicable entre los pueblos que habitan esos horizontes desde mucho antes de que este país existiera.

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Territorio adentro, es un mundo donde no hay calles, carreteras, ni caminos, tampoco casas como las que conocemos. No están los ruidos que nos irritan en la cotidianidad urbana, sino los de los animales de roncas voces y agudos graznidos. Tampoco hay señales de teléfonos celulares, no llega la TV abierta y ―hasta nuevo aviso― nada parecido al reggaetón  o a Romeo «Llantos».

Las pupilas se embriagan del verde intenso, los oídos se acostumbran a otros silencios y a otros sonidos. Animales olvidados en nuestros libros o en los bestiarios de cronistas de indias  se materializan en un paisaje que parece escapar del destino escrito por el “progreso”. Por la noche, cielos lejos del alcance de las luces citadinas permiten ver los confines de las nebulosas, y la brisa fresca repone del calor unánime del día.

Comunidades de bondadosas familias waraos, abundantes en niños medio vestidos y de sonrisas tímidas, viven en sus palafitos de techo de palma temiche, más o menos igual que cuando llegaron los españoles y criollos por este laberinto de ciénagas y caños. Les basta con algunos cultivos de ocumo, topocho y plátano, con la despensa de la selva: el palmito, el moriche, los abundantes peces del río, las presas del arte de cazar sin el arco y la flecha de sus antepasados.

Medio día dura el viaje hasta la posada Oropéndola, atendida por su dueño ―el muy oriental Cheo Giborí y sus hermanos― en caño Bujana, uno de los brazos del caño Mánamo, que es como se llama ese desvío del Río Orinoco que corre hacia el noreste.

El río es una perpetua despedida hasta el Atlántico, en el Golfo de Paria, donde se vierten siglos de agua y sedimentos arrastrados desde las montañas y planicies de Colombia y Venezuela.

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A cambio: la sublime experiencia de estar en uno de esos lugares donde vale la pena ir antes de que se acaben; cargarse de energía en un mundo aparte; el enriquecedor contacto directo con comunidades de personas como los waraos, «gente de las riberas» , que están en los sótanos de las prioridades del gobierno y de la sociedad venezolana desde que llegaron por esas bocas de agua las carabelas de Colón en 1498.

De Caracas a Puerto Ordáz son 50 minutos de vuelo. Después, unas dos horas en carretera hasta Tucupita y otras dos horas en bote peñero hasta Bujana, donde espera la posada de madera rústica, cálidos afectos y sabrosa comida criolla. Allí es posible saltar desde un zaguán para bañarse en aguas oscuras y tranquilas, que a unas horas fluyen de izquierda a derecha y a otras de derecha a izquierda, según el reloj de las mareas. Son caños flanqueados por una cortina de “rábanos de agua”, plantas de hojas anchas, erguidas como cortinas, que están en la primera línea de una selva impenetrable, donde basta poner un pie para extraviarse de tanto verde.

Para pernoctar, hamacas cubiertas por mosquiteros que engañan a los temibles “puri puris” ―un tipo de jején repotenciado― y a zancudos como libélulas. Pero vale la pena cambiar cornetas por la sinfonía de cantos de pájaros; los gritos de gente por los ronquidos de monos araguatos madrugadores, y por la perpetua algarabía de los arrendajos, que construyen sus nidos en los mismos árboles donde encuentran su mejor comida. Bandadas de loros y parejas de guacamayas traen un recuerdo lejano de la Caracas extraviada durante tres días.

El programa incluye recorridos por los alrededores, donde ―al menos en este viaje― nos topamos con garceros que decoran de blanco y rosa los árboles de la rivera, con las elegantes chenchenas, o «guacharacas de agua» unas parientes lejanas del jurásico Arqueopterix. Nos sorprendieron las toninas rosadas y la estela de un delfín que después aprendimos a identificar como “bufeo negro”, entre otros animales en peligro de desaparecer para siempre. También hay para el turista  “safaris” nocturnos por los caños para ver los bichos en la serenidad de la noche; y un paseo en curiara, donde a falta de motores fuera de borda es posible sentir el silencio y el murmullo del monte profundo.


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La ruta “Los Waraos gente de agua” la organiza Fundhea -Fundación Historia, Ecoturismo y Ambiente, contacto [email protected]  que coordina el entusiasta Derbis López,  teléfono 04164130136, un ilustrado emprendedor que cada fin de semana intenta rescatar el patrimonio cultural del país, especialmente con sus visitas guiadas a patrimonios ignorados del parque El Ávila, como la ruta de los fortines, el teleférico fantasma y el Camino de los Españoles. También organizan recorridos por Birongo, en el rescate del legado africano, de la cultura del chocolate y los bailes de tambor.

Este esfuerzo por llevar más visitantes al Delta supone una posibilidad única de conocer y adquirir de primera mano el trabajo de las artesanas warao. Son elaboradas piezas con fibras de moriche, bora y semillas que normalmente son vendidas a precios de lujo en tiendas de artesanías en las grandes ciudades. Pero allá, en la inmensidad de esas soledades, hay pocos compradores.

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Iniciativas como esta de Fundhea, se abrazan con otras como la de Fundación Tierra Viva, una ONG que desde 1994 promueve y trabaja en proyectos socio ambientales sustentables, como éste de rescatar y fomentar la artesanía de la gente del Delta, para organizar rutas turísticas que ayudan a valorizar una cultura olvidada y despreciada por los criollos.

Es una forma diferente de respaldar a unas comunidades indígenas que tienen otras formas de compenetrarse con la naturaleza, de pertenecer a este espacio de selva y agua, donde la vida trascurre a otro ritmo, en otro tiempo, donde se toma del entorno lo que se necesita, sin acumular riquezas. Pero que son también gente muy pobre y con necesidades materiales olvidadas y mal atendidas por los discursos de turno a lo largo de 500 años de historia.

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