Salud

Un viernes de quincena en el Pérez de León

Por mucho que la prensa reseñe y denuncie la crisis médica del país, ser testigo de una noche en un hospital público es desolador. Las palabras son insuficientes para retratar el drama que viven médicos y pacientes. Aquí una crónica que hace radiografía de males no atendidos

Fotografía: Oriana Lozada
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Caracas sangra de noche. Las heridas parecieran no tener cómo curarse. No hay gasas, y aunque hubiera, no sanarían del todo al problema. Y ni hablar del dolor, la ciudad no deja de sentirlo: tampoco hay anestesia. Sedar no cura, sólo adormece. “No me digan que los médicos se fueron No me digan que no tienen anestesia No me digan que el alcohol se lo bebieron y que el hilo de coser fue bordado en un mantel” “No me diga”, cuando Juan Luis Guerra estrenó la canción en 1998, El Niágara en bicicleta, los venezolanos no pensaban si quiera que esas rimas y letras compuestas por el dominicano, 16 años después, calzarían tan bien en la realidad hospitalaria del país.

Según la ONG mexicana Seguridad, Justicia y Paz, Caracas se encuentra en el tercer puesto en el ranking mundial sobre las ciudades con mayores índices de asesinatos. De hecho, según el Informe de Desarrollo Humano de 2013, publicado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, Venezuela tiene una tasa de 45,1 homicidios por cada 100 mil habitantes. El dato sitúa al país de cuarto lugar con la mayor tasa de homicidios en el mundo. En el caso de la capital, el epicentro de la violencia se encuentra en el Este de la ciudad, en el barrio de Petare, que a lenguas de la cadena de Noticias BBC es el más grande y peligroso de todo Latinoamérica —en el 2010 se jactaba de tener 600.000 habitantes. De acuerdo con la ONG Paz activa tiene más de 2500 barrios adentro. Zona 4 y Zona 6 son los más peligrosos de ese submundo paralelo, donde la ley Darwiniana y el “sálvese quién pueda” gobierna a cada uno de los valientes que viven cerro adentro y que hasta el día de hoy se preguntan: ¿qué hicieron para que su precioso casco colonial se expandiera en pandemonio? En la entrada que da la bienvenida al campo de batalla se encuentra el Hospital Pérez de León, nosocomio donde bandidos y “choros” caen igual que todos los muertos que llevan encima.

7:45pm, viernes de quincena y curda

El Hospital Pérez de León queda debajo de un puente. Es un mendigo y todos lo saben —sobre todo quienes lo habitan 24/7. En el 2012, el gobierno nacional junto al Ministerio del poder Popular para la Salud se apiadó de él y decidieron construir una segunda edificación. Las remodelaciones le dieron un nuevo nombre “Ana Francisca Pérez de León II”. La apariencia de una clínica privada, sin embargo, por la sangre de tiroteados en sus paredes delatan que es un hospital. El personal de la guardia de noche llega al recinto donde la vida y la muerte juegan las cartas a diario. Erika y Yohary, dos médicos residentes de turno echan cuentos. Hablan de hombres. Hay una pizza en la cama donde ellas se sientan, mientras esperan al primer elegido de Petare. Entre tabletas, celulares enchufados en la pared, cachitos y otros bocadillos, el cuarto de residentes, en observación de cirugías –que por cierto es el único que tiene tecnología de punta- parece el de una “pijamada”. En la fiesta hay tortas y los batidos de oreo de Araxy. La felicidad sucumbe en el lugar. Pero la alegría es interrumpida por una paciente. Le duele el vientre, tiene puntadas. La acuestan en la cama y le introducen los dedos. Ella grita. A pesar de que para Erika y Yohary el trabajo comienza, parece que siguen en su bochinche —pues el tacto es parte de la noche de chicas. Se susurran en perfecto lenguaje técnico: “aquí le dieron duro”, pero la paciente pretende que no escuchó. Aparece la mamá de la adolorida, a ella no le pueden repetir lo que dijeron hace unos minutos. En la escena aparece Eduardo, quien le hace el récipe y la manda a su casa. web9 Eduardo Carmona es un médico residente. Hace un postgrado en cirugía general. Es compinche de la sangre y compadre de las heridas. Su trabajo es curar, su oficina es el hospital, no come cuento con eso de los horarios de oficina —lleva 24 hora trabajando y debe sumarle 12 esta noche. Su Instagram esta lleno de todas las batallas que le ha ganado a la Pelona.  Fueron y son sus pacientes esos viernes por la noche que pasan de una cerveza a un suero.

“Depende de la guardia. No todos los casos son balas. Hay muchos que llegan con dolor abdominal. En las noches de quincena atendemos alrededor de 20 personas, muchos se trasladan al Domingo Luciani porque ellos tienen muchas más especializaciones”, suscribe Eduardo. Le gusta la pizza pero no la pijama party. Luego de su breve comentario técnico, sale en ayuda de un hombre con el ojo rojo y la ceja ensangrentada —un nudillo bien flacuchento la pagó con él. Son apenas las ocho de la noche y el herido cuenta que le intentaron robar su blackberry en la estación de metro de Petare. “Jamás son ellos los delincuentes, siempre son a quienes los intentan robar”, dice Eduardo. “¿Gisell quieres aprender a suturar?” le pregunta el médico residente a una estudiante de medicina. La aprendiz se emociona —todo lo que ella sabía provenía de centenares de videos de YouTube. Pero el paciente no se alegra tanto y dice: “No me va a doler ¿verdad? No quiero que me digan cara corta’a por la calle”. Lo trasladan a la sala donde lo atenderán.

En el Pérez de León hay cuatro quirófanos. Para ayudarlos en cirugías menores abrieron el llamado “quirofanito”, un espacio un poco más grande que el de un ascensor de algún centro empresarial. Es frío, sus paredes están vestidas de señoritas —bien camufladas— con pintura nueva,  tiene dos camillas flaquitas y botellas Minalba que contienen agua oxigenada, Betadine y otros líquidos que hacen las veces de desinfectante y todos los medicamente ausentes. Al futuro “cara cortada” lo trasladaron para allá. Le inyectan un poco de la reserva de anestesia. Porque anestesia tampoco hay. La estudiante toma la aguja y el hilo nylon 4.0. El filo va directo a su ceja y la carne suena cuando es atravesada. “El truco está en cerrar los ojos”, le dice Eduardo al paciente. A Gisell le sudan las manos —no hay atajos. Está cosiendo, y no es un suéter, esta vez se trata de un hombre, cuyo rostro temeroso no pareciera tentar diariamente a la muerte. Él es tan nuevo como la estudiante en estos asuntos de coquetear con el peligro. web1 Entra un poco exaltada Tania. Ella es una mujer robusta que se dejó seducir por los excesos de un viernes de quincena y terminó con la cabeza rota por un botellazo. Otra que se excusa con el intento de robo, clásico que deja en evidencia que a los petareños no les hace falta un arma para defenderse. Erika la atiende, la tranquiliza con una dosis de gritos. La fiera se calma, para sentenciar: “Doctora tráteme con cariño porque estoy embarazada” mientras un aliento a cerveza invade el lugar. Erika la regaña, al feto no le hace falta tanta levadura. Tania se para de la camilla con la mitad de los puntos cocidos y con un tono malandreado: “¿Qué les pasa? A ustedes les pagan aquí para que me atiendan. Ese es su peo, tú tienes que atenderme a mí”, infirió furiosa. El “quirofanito” se volvió un ring de boxeo. Si tan solo ella supiera que un médico aquí cobra sueldo mínimo. web12 Pero los gritos de la mujer dejaron de ser lo más emocionante del momento cuando el camillero gritó “Cirugía” —la alarma humana que les avisa a los médicos que viene un caso de urgencia. Eduardo va a la acción: sala de trauma shock. Son tres jóvenes, hijos de la Zona 4, dos tienen cara de susto, el tercero tenía dos heridas de bala, pero solo un proyectil permanecía en su cuerpo. Erika llama a Yohary. “No entiendo el recorrido de la bala que salió. Entró por el pecho y se fue por la axila, la otra se alojó en la espalda”. Una raya más para este tigre. El hombre abaleado, a quien llamaré Matrix, tiene 17 años. Yohary con tono tajante pregunta a sus compañeros: “¿Qué fue lo que pasó aquí?” Todos se miran al mismo tiempo. Habla uno con ese acento petareño: “Bueno nosotros ‘estábanos’ en la camioneta de mi hermana y no las querían robá’. Empezaron a dispara’nos”. Ni los médicos, ni mucho menos ellos se creyeron el cuento. Untitled-1 “Doctora no hay mas vendas”, dice una enfermera –se levanta una que otra ceja de algún inconforme, el asunto es pan de cada día. La policía de Sucre se hace del lugar, también un hombre con la cabeza hecha sangre. 11:40 pm La sala de emergencias es de esas partes donde víctimas y victimarios pasan como perro por su casa. La zona de espera está vacía. Ellos ya se conocen el camino. El primer piso lo integran medicina interna, traumatología y trauma shock,  donde habitan 21 camillas. El Hospital tiene tres niveles más. Pasadas las 9pm, los tres pisos quedan en toque de queda: nadie se hace responsable de los drogadictos que estén inyectándose en las escaleras. Sus paredes blancas frías hacen resaltar la sangre en el lugar. Sus equipos desgastados le dan el gris de sepultura y la cara de culei de muchos de sus trabajadores dan el aire a funeraria. Sin embargo, son quienes lo habitan: los únicos que le dan vida. No es fácil poner otra cara cuando se trabaja a diario con la muerte. Una mujer se precipita desesperada diciendo “mi esposo le lanzó la botella, nos encontró juntos. Pero no estábamos haciendo nada”. El herido llega empapado en sangre, no se le ve el rostro. El hombre, mayorcito de edad, deja gotas por toda la sala de emergencia. web2 El hombre Matrix, aprovecha el momento de distracción del personal hospitalario para escapar, pero el policía de guardia se le acerca: “Quédate quieto, nosotros estamos aquí para eliminar los parásitos como tú”. Es que en Venezuela las plagas no son ni el dengue ni la chikungunya, sino el hampa, esa enfermedad a la que todavía no se le ha encontrado cura y que mata más que cualquier epidemia. web6 Limpian el rojo que dejó el señor cornudo. Mientras tanto renquea otro ensangrentado, pero deben referirlo al Hospital Domingo Luciani, en el Pérez de León solo atienden cirugía general, traumatología y medicina interna. No hay ambulancia para llevarlo: “La que está ahí, está accidentada. Busquen un carro o un taxi” dice el vigilante. María Gabriela Rengía, médico residente del Hospital Clínico Universitario afirma: “No hay gasas, ni muchos otros materiales, porque los inventarios que se hacen para los hospitales no van coherentes con la cifra de ingresos de pacientes. A esto se le suma el problema con los precios, la cantidad necesaria es tan elevada que no tienen cómo comprarlo”. Arriba un hombre más en una camilla y todos los doctores acuden a revisarlo, pero los pasillos del recinto vieron los últimos signos vitales, la sala de emergencia solo fue testigo de las palabras de Eduardo: “Él está muerto”. No tardaron en invadir los parientes, que inundaron el lugar con una coral de llantos de desesperación. WEB5 Y eso era lo que necesitaba este sitio, sus gritos de quincena. La dosis que mantiene viva su existencia. A las 4:00 de la madrugada, desfilaban más y  más cuerpos con cicatriz de escopeta, con las mismas historias excusadas de siempre. Es que ni los médicos saben cuantos secretos guardan los que franquean sus quirófanos. El personal cansado intenta pegar los ojos entre emergencia y emergencia y despiertan con la misma alarma de los jueves, viernes y sábados: el grito de “cirugía”. Eduardo solo quiere dormir, lleva 36 horas de guardia —con razón no le pegaba gritos a los pacientes. Sus manos hacen milagros con poco, pero saben que el Hospital Ana Francisca Pérez de León II, al igual que la Patria madre, es una mujer viuda que necesita una mano. Todos esos hombres en vela saben porqué eligieron pasar sus días allí, en esa carrera, quizá los malandros no sean los únicos que les guste tener la vida en sus manos. web10

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