Íconos

Una conversación impúdica con Manuel Vilas

Este artículo reproduce la íntima conversación de dos escritores. Uno es español, Manuel Vilas, el otro, venezolano, Fedosy Santaella. Departen de la impudicia, el amor, el rock y, por supuesto, el fantasma que todo lo contiene por medio de la palabra: la literatura

Fotografías: Andrea Hernández
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Manuel Vilas está al servicio de lo impúdico. Pero es que en estos tiempos de confesiones baratas frente a la cámara, de vida fast-food, lista para llevar, la impudicia no es, precisamente, un acto pornográfico. Todo está tan desnudo que ya nada se desnuda, que ya nada pareciera significar algo. Quizás por ello, Vilas es verdaderamente impúdico, y su impudicia resulta, paradójicamente, una forma de decencia, de elegancia. Vilas busca en la poesía, en la narrativa, en el rock, en la calle, en el bar, en Lou Reed, en Patti Smith, en Whitman, en Dylan, en la televisión, en la tensión entre la pobreza y la riqueza; Vilas busca algo que realmente esté vivo, y ese es su acto «impúdico»: el de sacar vida del gran vacío del mundo.

Así nos dice en el poema “El inmaduro”: “Todo me persigue, ciudades, cines, casas, cementerios”. De hecho, “El inmaduro” es el poema impúdico del que no sabe estarse, del que va y viene, del que siempre quiere estar en otra parte porque la vida es muy grande. Desde el inicio lo deja asentado: “Me pasa siempre, y duele, y confunde. Debe ser algo relacionado con la desesperación de vivir”. Verbigracia: “Si estoy con amigos, preferiría estar con amigas. Si estoy con amigas, me gustaría estar con enemigas. Si estoy con enemigas, me gustaría estar en casa durmiendo la siesta”. Un inmaduro, sí, un impúdico de la vida.

“La literatura te puede situar en un precipicio en el acantilado de tu propia biografía. Esto le ocurre, sobre todo, a quienes practicamos una literatura que utiliza recursos autobiográficos”, dice. Estamos sentados en un café del centro Lido, en Caracas. Son las cinco y cuarto de la tarde, hace fresco. Una de las entradas, muy cerca de nosotros, deja pasar la poderosa luz de nuestro trópico, y también a la gente y el sonido de la ciudad. Vilas continúa: “Eso hace que tengas que vencer al pudor. Pero también hay un pacto con el lector en tanto en cuanto tú te muestras impúdico, pero a la vez revelas zonas de tu vida que son también, probablemente, las mismas que las del lector. Allí el lector puede entrar en tu impudicia sin incomodarse, en cuanto en tanto va a recibir una verdad que le puede venir bien para su propia vida”.

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Vilas reside desde hace poco en Iowa. Allá se ha ido a escribir. Allá está en calma. Quizás, en las afueras de las ciudades de ese estado de inmensos sembradíos, pueda, como Whitman, o como el niño del poema de Whitman, preguntarse qué es la hierba. Y es que Vilas, al cantar la vida como la canta, se ha hecho, sin duda, hijo de Whitman. “Yo creo que Whitman es el padre energético, el que aporta la gran energía vital, el entusiasmo, la alegría. La poesía de Whitman y la vida de Whitman luego pasan a la música, al rock. A las letras, pero también a una manera de estar en el mundo. Allí está en la generación beat, y bueno, ahí tenemos a Dylan y el premio que le han dado. La procedencia de Dylan, el entusiasmo, la fuerza y la energía dylaniana, el padre de todo, eso es Whitman”.

Por supuesto, no podemos dejar de hablar del Nobel, y de quienes le han negado un lugar a Dylan en la literatura luego del premio —o desde antes del premio. “Es verdad que las letras de Dylan, sin el aparato musical, literalmente se desvanecen. Pero yo creo que el Nobel a Dylan no se lo han dado por las letras, se lo han dado porque el espectador, el oyente de Dylan, cuando escucha una canción, recibe una experiencia poética, hecha con materiales que no son puramente literarios. O no son puramente literarios de acuerdo a la convención decimonónica. Tendríamos que irnos a la poesía medieval, o la poesía antigua griega, a la poesía cantada. Pero yo defiendo que la experiencia de alguien que escucha una canción de Dylan es una experiencia poética. No es una experiencia musical, es poética. Yo creo que la Academia se lo ha dado por eso. En ese orden de cosas nunca le dará el Nobel a un músico; se le ha dado a alguien que utiliza la palabra de manera oral, y la oralidad es el origen de la literatura”.

Vale decir que esta conversación transcurre en presente y que, como todo presente, pasará para mí y para el lector. Es decir, aún Dylan, no ha rechazado el Nobel, no podemos saber si lo hará. Mientras tanto, Vilas y yo tomamos café negro ambos. Él está sentado de manera tal que su rostro da a la calle. Pero en ocasiones, cuando habla, parece que mirara hacia adentro.

Le recuerdo que él también ha dicho que el pop es la cultura viva. “Para mí la experiencia del pop cae dentro de la experiencia literaria. Yo sé que para muchos esto es una herejía, pero yo soy muy integrador en la literatura. Ese autocar (autobusete) es literatura, la gente que está pasando es literatura, las ciudades son literatura, la música es literatura, la pintura es literatura. Para mí es una integración, todo cabe dentro de la literatura. No saco a nadie de la literatura”.

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No saca a nadie ni tampoco ninguna cosa material. Porque a Manuel Vilas le interesa la materia, le interesa el mundo, todas las cosas del mundo. Y así escribe, con verdad y con ironía, en «MacDonalds»:

MacDonald’s siempre está lleno.

Es el mejor restaurante de Zaragoza,

una alegría despedazada nos despedaza el corazón:

Por tres euros te llenan de cajas, de vasos de plástico, de bolsas, de pajitas, de bandejas.

Es el mejor restaurante del mundo. Es un restaurante comunista.

“Después de la segunda guerra mundial, la cultura se abrió a un panorama versátil y heterogéneo. Esa homogeneidad es una experiencia previa, decimonónica. Después de la guerra, la cultura y la literatura se hicieron populares. Y no estoy hablando del best-seller, estoy diciendo que la literatura se abrió. Cervantes ya la abrió, el XIX la volvió a cerrar un poco”.

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Vilas no solo es poeta, también escribe novelas. Lleva cinco: El luminoso regaloLos inmortales, Aire Nuestro, Magia y España. Hablaré de pasada tan sólo de dos, porque ellas, de algún modo, reflejan esa capacidad de Vilas para jugar con la materia del mundo. Con El luminoso regalo (2013), se entregó al sexo duro, al tema del capitalismo —también duro—, y lo envolvió todo con una banda sonora montada sobre la experiencia Dylan. De hecho, su protagonista, un escritor de mucho éxito, se llama Víctor Dilan. Con Aire nuestro (2009), forjó una especie de antinovela que recrea una ficticia cadena de televisión formada por once canales que trasmite una programación compuesta por reportajes, magazines, cine erótico y entrevistas. Entre otro montón de maravillas alucinadas, Allen Ginsberg y José Lezama Lima van de la mano a través de una especie de Telepurgatorio, García Lorca y Walt Whitman tienen un romance casi de telenovela mexicana, Elvis Presley le pide a un terrorista que mate al Presidente, y por supuesto, Lou Reed aparece haciendo de las suyas.

Tanto en su poesía, como en su narrativa, Vilas intenta meter, nada más y nada menos, que la corriente perpetua de la existencia. “Creo que existe una gran energía que se llama literatura, que se puede manifestar en poesía, en narrativa, en un artículo de periódico e incluso en un estado de Facebook. La literatura va y viene por todas partes. La poesía ha sido siempre un lugar muy cerrado, muy eclesiástico, muy de Iglesia. Entonces, puede sorprender esto dentro de las élites de la poesía, abrirla tanto. Yo soy de los quieren abrir la poesía y que por ella entre toda la experiencia del mundo presente”.

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Se dice que suele ser mal visto que un narrador pretenda ser poeta, pero lo mismo va para el poeta que ambiciona ser narrador. “Cuando un poeta decide escribir una novela siempre se le acusa de haberse cambiado a la novela porque quiere ganar dinero, o porque quiere hacerse famoso, cuando es simplemente un impulso literario y nada más. Tampoco es que se va a hacer rico con la novela —reímos, es inevitable—. Hoy día la literatura es un ejercicio de pobreza, el que elige la literatura, elige el fracaso. La literatura es un fracaso luminoso, lúcido, teñido por la inteligencia, pero es un fracaso. Nunca vas a conseguir representar la vida con la misma intensidad con que la vida es”.

La vida, sí, es intensa. Vilas dejó de beber hace dos años y tres meses. Yo también, hace mucho. Le digo que por causa de la bebida me divorciaron y me botaron del trabajo. Reímos de buena gana. Luego Vilas me dice que cuando un escritor dice que no bebe, es porque ha bebido mucho en el pasado. Volvemos a reír. Él bebió ese mucho, dice, pero está infinitamente mejor desde que paró. Hoy día cree que aquello que él creía que le daba sólo el alcohol, estuvo siempre dentro de él, y que ha entendido que se puede sacar por medios más saludables. “El alcohol me estaba matando. Era el alcohol o yo. Estaba destruyendo mi vida”.

Yo lo entiendo, yo sé de lo que me habla. Pero la bebida también tiene algo de luminoso. Me dice que es un «pelotazo en la cabeza», como dirían en España. “Una forma brutal de energía y exaltación de la vida. Te hace pensar que la vida es una fiesta interminable. Y bueno, tiendes a confundir esa iluminación salvaje del alcohol y la literatura. Lo mezclas, y estás viviendo una vida muy poderosa, pero fabricada con el alcohol”, agrega.

Eso también lo entiendo, eso también nos acerca. Pero ahora, en el presente, el lazo está en la literatura, incluso de un modo causalmente cercano. Yo le he regalado mi novela Los nombres, él formó parte del jurado que me premió en Barbastro, la ciudad donde, además, nació en 1962. A poco me devuelve el gesto y me obsequia la Antología poética que le acaba de hacer la editorial venezolana Barco de piedra, compuesta por trece poemas que, según nos dice Santiago Acosta en el prólogo, han sido seleccionados por él mismo. No obstante, Vilas, humilde en su comentario, me cuenta que la selección la hizo Virginia Riquelme, a quien conoció en la bienal literaria de Mérida en 2009. Son apenas cien ejemplares muy especiales, como todos los libros de esta editorial independiente que llevan Isabella Saturno, Yonel Hernández, Eddymir Briceño y la misma Virginia Riquelme.

Ya vamos terminando nuestro café, se acerca la hora de irnos. Vilas debe ir al Centro Cultural Chacao a conversar con Willy McKey. El encuentro se titula, justamente, «Todo es literatura». Volvemos a tomar café, el café que en el país escasea. En el poema «Caracas», Manuel Vilas escribió que «la imbecilidad y la muerte a veces contraen matrimonio». Le pregunto si ve que eso es así en la Venezuela con la que hoy se reencuentra. Me responde que no entiende la falta de sentido común. Que ni siquiera se trata de lo político, ni de ideologías ni de partidos, sino de sentido común, y que por eso habla de imbecilidad. “La imbecilidad también es como una ideología nefasta. Es cuando, pudiendo elegir lo mejor para muchos, se elige solo lo mejor para una pequeña parte”.

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Vilas, un gran preocupado por las tensiones sociales, por las injusticias y la imbecilidad, al final, aboga por el amor. De hecho, la poesía reunida que le editó el magnífico sello Visor, lleva ese título: Amor. “La construcción cultural más poderosa que tenemos para pasar por este mundo de manera feliz es el amor. El amor es lo único que acaba llenando nuestras vidas, y por eso he hablado mucho del amor. Llega un momento en la vida de una persona que, con un poco de madurez que tengas, te das cuenta que el amor es el único salvamento”.

Su poema «Amor» muestra a Manuel Vilas sacando todo su dinero del banco y, con mucho humor, regalándoselo a los que encuentra en su camino. Al final dice:

Vilas quería ser un santo, tenía esa marcha.

Toda la mañana y toda la tarde estuvo quemando su dinero.

Miró la atmósfera y se estaban abriendo los palacios celestiales.

Estaba enamorado de sus semejantes.

Nunca vimos a nadie tan enamorado.

Acá, en Caracas, la gente sigue pasando. La ciudad afuera es un motor de múltiples motores. En mi taza solo quedan restos. La de Vilas está igual. Hora de partir, ya son casi las seis. Agradezco. Nos damos las manos. Empiezo a ponerme de pie. Vilas recoge su chaqueta y se la pone encima de una franela negra ajustada. Pienso en un roquero, un roquero de los buenos, un roquero impúdico que hizo y deshizo, y que ya va más tranquilo, sabiendo lo que fue y lo que ahora es. He tenido una sabrosa conversación. Eso es todo, nada más.

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