Sociedad

Venezuela arrasa hasta con las familias

Pobreza, hambre, conflictos. Permanecer en Venezuela es afrontar un gran reto: sobrevivir. Las condiciones para hacerlo ponen en jaque los tejidos sociales y humanos más básicos, los domésticos. La crisis ya no solo toca la puerta, sino que entra a los hogares y dispara al estómago y los corazones

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“Ahorita estamos más o menos bien”, dice Daniel Díaz llevándose el vaso de refresco a la boca. Está en su casa en El Cementerio, al sur de Caracas, y se refiere a su relación con su novia, quien cocina a pocos metros. Con 27 años y viviendo solo desde los 19, él sabe lo que es sudar para ganarse el pan. “He logrado cosas, pero a veces esas cosas se han quedado en nada por lo salvaje de este país”.
Entrenador de fútbol, con un título de TSU en Entrenamiento Deportivo, se mudó a la casa que fuera de su abuelo en la calle Los Samanes de esa zona de la ciudad por conflictos con su papá, quien vive también en El Cementerio. Por entonces las únicas discusiones versaban sobre la negativa de Daniel de subyugarse al régimen paterno. En ese recinto, primero ocupó solo una habitación con su baño, pues el resto del espacio estaba alquilado. Con el tiempo, Daniel se apoderó de la totalidad de una casa que en algunas partes parece una ruina y en otras un club de cucarachas. Acaso solo en su cuarto se respira algo de la palabra hogar. Es lógico: él no podía mantener la estructura recién empezando su carrera. Y su papá, quien tiene años sin producir ingresos fijos más allá de los alquileres de algunas propiedades, vivía en una desidia que hasta lo hacía repetir la misma muda de ropa cada día.
“Cuando empecé a hacer plata, mi papá me pedía para la comida, que le prestara dinero y cosas así, aunque yo no viviera con él. Me molesté: él creía que yo era un cajero automático”, cuenta Daniel. Los conflictos devinieron en el acuerdo de que el hijo le pagara una especie de alquiler simbólico más los servicios a su padre. En ese ínterin, su hermana se mudó también al techo que había ocupado su abuelo, con su prometido. Este último hacía trabajos en Internet que cobraba en pequeñas cantidades de divisas. “El novio de mi hermana quería que yo comprara más cosas, o que cambiara el botellón cuando era él quien tomaba agua como un loco. Tuvimos peleas fuertes. Yo les decía que cómo podía yo igualar los gastos si yo cobraba en bolívares y él en dólares”.
A Díaz le costó comprar comida. Su papá –en su casa– se iba a dormir con el estómago rugiéndole. Ni el aporte acordado satisfacía las necesidades. Un día, cualquier discusión sirvió de detonante para irse a las manos: golpes fueron y vinieron en medio de la calle. El hartazgo se saldó con puños. Pasaron dos meses para que la relación se estabilizara de nuevo, en una reunión de los hermanos con su padre para poner los puntos sobre las íes. Hubo nuevos acuerdos. Todos se relajaron. Luego, y ya casada, la hermana de Daniel se fue a Ecuador. Y la relación padre-hijo mejoró, hasta se ven esporádicamente.
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La historia fue diferente con su novia. Esa que ahora se acerca y le recarga el vaso. Hacía tiempo, comenta el entrenador, que no se daban ese lujo: un refresco de uva. Casi podría decirse que se sienten millonarios. “A veces voy a su casa –dice Daniel– y lo único que hay para comer es un pedacito de pan. Me acuesto con burda de hambre pero no digo nada. Ella pasa días comiendo mal, se viene para acá y yo casi no tengo comida. También está el estrés del trabajo: tengo que hacer mil cosas para completar la plata. Hemos discutido full. Antes salíamos al cine, a pasear. Ahora, nada”, dibuja el entrenador de fútbol en San Agustín del Márquez y de fútbol sala en el Deportivo Unión.
Eso, asegura, los hizo caer en el aburrimiento de la pobreza. Uno que, claro, también permeó su vida sexual: “Con este estrés, se le van a uno las ganas de todo”. Pero nuevas aparecen, como las de criticar: él –que piensa en cómo hacer dinero– a ella porque considera que no hace lo suficiente para salir adelante. Ella –que piensa en boda y en hijos– a él porque considera que cada vez está más ocupado y no le presta atención. “Pero ahorita estamos bien”, repite el muchacho. Se relame los labios y voltea a una esquina del comedor. Ve una cucaracha boca arriba, inerte y enjuta. Es imposible no pensar en que quizá se murió de hambre. Después de todo, el país es el más pobre de América Latina. Una realidad que ha crecido como bola de nieve.
Al cierre del primer semestre de 2015, cifra el Instituto Nacional de Estadísticas, 33,1% de los hogares en el país estaba en condición de pobreza. El dato mostraba el aumento de 3,6 puntos porcentuales respecto al mismo periodo de un año antes. Desde 2006 no se registraba una cifra tan elevada. Y no ha dejado de crecer. El organismo estatal no publica la información desde hace dos años. Pero la Encuesta sobre Condiciones de Vida (Encovi) realizada por las universidades Central de Venezuela (UCV), Católica Andrés Bello (UCAB) y Simón Bolívar (USB) sobre 6.500 familias arrojó que, al terminar de 2016, 82% de los hogares venezolanos vive en pobreza. Es el dato más actualizado. Es la calle la que lo refleja, aunque sea sin números.
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Negar el adiós
Gusmar Sosa y Angélica estuvieron casados por cinco años. Cuando se dieron cuenta de que el matrimonio había fracasado, decidieron separarse sin procesar todo lo que había de por medio. Hubo gritos, denuncias y visitas a los tribunales. El divorcio se finiquitó en 2009. La guerra doméstica también afecto a quizá lo único bueno que surgió de su unión: los dos hijos.
Él –escritor y codirector de Luna Azul Ediciones– quedó obligado a darle a su ex y a los niños –que permanecieron con su madre– el 25% de sus ingresos, que a efectos formales es salario mínimo. Pero se requiere mucho más, y hoy día les pasa una manutención de casi un 300% por encima de lo estipulado. El dinero, en este momento de su vida, no es un gran problema para Gusmar y por ende tampoco para sus hijos. El estrés se gesta en otro tópico.
“Yo, como hermano mayor, me siento algo angustiado y feliz: una mezcla extraña. Mis dos hermanas menores se fueron a Bogotá. Sé que están mejor, pues tengo un cuñado de nacionalidad colombiana que las está ayudando a dar pasos legales. Sin embargo, quisiera estar con ellas. Pero tengo dos hijos y una ex que no quiere permitirme sacarlos del país. Llevamos más de nueve meses tratando de llegar a un acuerdo”. El escritor tiene cómo irse. Admite, de hecho, que su oficio no está limitado a la geografía. “El trabajo con Luna Azul puedo hacerlo donde sea. Mis ingresos me dan para vivir en Colombia, según la cuenta de mi cuñado. Mi inclinación es irme a estar relativamente más cerca de mis hermanas. Y es la posibilidad de sacar a mis hijos para que tengan un futuro lejos de este desastre”, dice Gusmar.
Pero Angélica se mostró renuente desde el principio. Su situación es otra. Casada en segundas nupcias, con su marido no tiene las posibilidades económicas de Sosa. Tampoco quiere separarse de sus hijos. Ir a Colombia, aunque sea de visita, no le cabe en la cabeza. Ni siquiera cuando su hijo mayor le expresó su deseo de migrar. “Eso es algo que tu papá y yo tenemos que conversar”, le respondió la mujer.
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Pero algo la está haciendo ceder. Hace poco quedó embarazada de nuevo. No estaba en los planes ni de ella ni de su esposo. Menos ahora, que él, mecánico automotriz, está desempleado y ambos viven de ingresos no fijos y poco abundantes por algún trabajo eventual arreglando carros. La mayor parte de los ingresos vienen de la manutención que le pasa Gusmar a su ex. Por eso, cuando la mujer supo que tendría un tercer niño quedó postrada durante dos semanas, arropada por la depresión.
Gusmar prepara su artillería. “A mí me deben algunos favores tres funcionarias de la Lopnna. Desconozco realmente si ellas podrían ayudarme a conseguir que mis hijos se queden conmigo y lograr llevármelos luego. Puedo asesorarme con ellas y sé que si hay posibilidad me ayudarían con los ojos cerrados, pues prácticamente les salvé la vida académicamente hace unos meses y nos les cobré. Siempre me dicen que están en deuda, pero no quiero jugar violento aún”, amenaza.
Y no quiere jugar violento, entre otras cosas, porque de dos años para acá Gusmar y Angélica se hicieron amigos. Ambos viven en Cabimas, en la misma calle. Los niños cenan siempre en casa de papá y, aprovechando las vacaciones, también desayunan con él. El plan del escritor se mantiene: migrar entre enero y julio de 2018.
El drama migratorio ha tomado fuerza en Venezuela. Sin ir muy lejos, una prima de Gusmar se fue hace tiempo para Panamá, dejando en casa a su esposo y a su hija. La idea era hacer dinero para mandarles. En eso cumplió, pero la mujer se enamoró de un panameño y solo regresó a su país natal para buscar a su hija y llevársela. Angélica conoce esas historias, y se pregunta qué le garantiza que volverá a oler el cabello recién bañado de sus niños. En cambio, a Sosa le asalta otra dudas ¿qué garantiza que sus hijos no recibirán una bala en un país tomado por el crimen?
“Mi cuñado está dispuesto a ser tutor legal y encaminar todo para, primero, lograr la nacionalidad del mayor. Aunque presuntamente debe renunciar a la nacionalidad venezolana. Y, llámame apátrida, pero esa mierda no le sirve a mi hijo para el futuro, no en este contexto”, lamenta Gusmar. La puja más fuerte está por venir.
Ladridos inentendibles
Orianna Robles Trujillo tiene 24 años y vive en San Antonio de los Altos. Junto a su hermana Ana Karina, tres años menor que ella, lleva casi un lustro diciéndoles a sus padres que “el país está jodido”. Pero de ellos siempre recibía una edulcorada y optimista declaración de amor por Venezuela.
Eso se convirtió en discusiones semanales, pues el optimismo no llena la barriga: la dieta se hizo frugal, los víveres se compraban a diario. Hoy comían, mañana quién sabe. Hace unos meses, la mamá de Orianna, al enterarse del poco efectivo que permitían sacar los bancos por taquilla, explotó: “¡Coño, los carajitos tenían razón: este país se fue a la mierda!”.
La muchacha ahora luce demacrada, pálida y sus ojos se mueven entre sendas ojeras. “Aunque ya mis papás han ido cambiando el discurso, sigue esa actitud de asumir la crisis sin hacer nada para afrontarla. Mi mamá dice que ella está vieja, que nunca ha trabajado, que es una inútil”, dice.
Una vez, Ana Karina anunció que dejaría el trabajo para dedicarse de lleno a terminar los últimos semestres de Derecho  en la Universidad Central de Venezuela. Su mamá recibió la noticia con un “Ay, no sé cómo vamos a hacer”. Las hermanas se llenaron de furia: ¿cómo era posible que la mamá pretendiera que parte del hogar dependiera de una hija que recién abandonaba la adolescencia?
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Pero el punto de quiebre fue otro. La familia, hace año y medio, tenía cinco perros. Por ese entonces, Orianna estaba dedicada a su tesis de Sociología y a culminar un intensivo de inglés. No estaba produciendo dinero. Viendo televisión junto a Ana Karina, con los cinco canes escuálidos dando vueltas por ahí, escuchó que su mamá dijo: “Vamos a tener que darle Brandon –una de las mascotas– a un señor que vive en Guatire”. Orianna y Ana Karina se vieron entre sí. Alcanzaron a balbucear un “¿Qué?”. Su mamá respondió: “Antes de que se muera de hambre es mejor dárselo a él”.
Muchas oraciones se apabullaron en la cabeza de Orianna: ¿por qué su mamá seguía buscando quien se hiciera cargo de sus responsabilidades, en vez de asumirlas? ¿Cómo pretendía mandar a un husky siberiano al calor guatireño? Pero la oración que se impuso fue “¡Nadie toca mi perro!”. Las palabras rompieron los barrotes de su boca. Se quejó de sus padres, les dijo que se sentía mal, que estaba pensando en suicidarse, que estaba harta de vivir así. El río de sinceridad fluyó durante varios minutos. Cuando se calló, sus padres solo respondieron: “Tanto que tienes y te quejas”.
Hubo silencio. Y se mantuvo. Desde entonces, Orianna buscó trabajo y se aisló. La casa se convirtió en un continente con dos países: en uno habitan las tres chicas menores; en el otro, sus padres y su abuela. La mayor de las hermanas vive haciendo sus cosas, manteniendo a sus perros y luchando por no hundirse. Rasguña su salario como profesora de clases en español por Internet, con lo que gana cerca de 50 dólares por mes. No le queda de otra, opina, pues nunca comprendió tanto a sus mascotas como cuando se confesó con su padres. En ese momento se sintió como ladrando a un dueño apático.
La manzana que cae lejos del árbol
El papá de Diego vivió en una casa pequeña, junto a sus nueve hermanos. El hacimiento se acompañaba de una dieta a base de sopa y patilla. El día a día familiar era una postal de pobreza de esas que se cuelgan en las oficinas de una ONG. No es de extrañar, entonces, que el papá de Diego simpatizara con el comunismo.
Su mamá tuvo una situación económica un poco más holgada y fue la única entre sus hermanas que asistió a la universidad. Así lo decretó el abuelo, quien aseguró que solo una de sus hijas podía estudiar. Una vez el título universitario se enmarcó en la casa, recayó la responsabilidad sobre la joven de mantener al resto de la prole. Por esas historias, los papás de Diego se entendieron con ese militar que quería darle rostro a los marginados: Hugo Rafael Chávez Frías.
Diego y su hermano menor crecieron en Catia, respirando corrientes de izquierda e idolatrando a un “comandante supremo”. Pero el muchacho le quitó lagañas a su visión del mundo cuando entró a la Universidad Central: estudió más a fondo la realidad política del país y se juntó con quienes pensaban distinto. La Narnia que pintaban las propagandas oficialistas le pareció, entonces, el Pueblo podrido del Cuarteto de Nos.
“Una persona que crea en el gobierno ahorita no lo hace en cuanto a convicción sino por fe. ¿Y cómo yo le puedo decir a alguien que no crea en algo, cuando sus sentimientos no son racionales sino fanáticos?”, se pregunta quien ya se ha acostumbrado a lidiar con un papá que venera todo lo relacionado con el chavismo como si de una religión se tratase. Al principio, hubo discusiones “acaloradas”, con su mamá como mediadora. Ella, aclara, es de evitar conflictos: aunque es afecta al gobierno, habla –y entiende– poco de política. Ni siquiera votó en la Constituyente. Pero el papá sí fue a las urnas. Tal como hiciera él en el plebiscito convocado por la oposición, luego de perderse pocas oportunidades para protestar junto a grupos de resistencia.
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“Cuidado no nos vayan a allanar la casa”, es lo poco que le dice su papá cuando se medio entera de que va a manifestar. Y lo dice con la sabiduría del gato que ha cazado ratones: durante alrededor de nueve años fue policía. “Ya no vale la pena discutir con él. Yo he marcado distancia. Si mi papá dijera que ya no es chavista, que ya no cree en el gobierno, tampoco es que la cosa vaya a mejorar. Entonces no le veo sentido”, admite Diego.
Su hermano no votó en la Constituyente, aunque amenazaron con despedirlo si no lo hacía: trabaja en un Ministerio. Poco adepto a la política, se asume opositor y reclama haberse visto obligado a acudir a marchas rojas rojtas para cuidar su salario. Ese no es el país en el que quiere vivir Diego. Ni ese ni uno en el que miembros de la PNB roban a las personas, como ya le sucediera a él en un par de ocasiones. Pero, está claro, su papá hace más de 60 años tampoco quería vivir en un país en el que tenía que permanecer hacinado, comiendo sopa y patilla. Quizá en eso se parecen: ambos conocieron, salvando las inmensas distancias, los rigores de la misma tierra.
Es lo que reflexiona el joven universitario antes de ir a cursar su maestría, antes de pisar la acera para hacer frente a los esbirros del régimen de Maduro. Que la manzana, aunque caiga lejos del árbol, es al fin y al cabo producto del mismo suelo.]]>

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