Arte

Ver al cadáver fotografiado

Es personalísima la decisión de acercarse a un féretro abierto, ver o no la mueca del adiós. Pero las redes sociales impiden el libre albedrío. Hay fotografías de cadáveres por doquier: victorianas, de personajes célebres, de asesinados. No basta cerrar los ojos, mover el cursor. Y cuando se trata de un amigo muerto, su imagen es un zarpazo para siempre

Fotos cortesía de Pablo Odell y Michel Ramniceaunu
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No soy modélica practicante del judaísmo legado por mi parentela. Pero de los pocos preceptos que busco cumplir a conciencia está el de no asomarme a féretros abiertos. En los funerales judíos jamás lo están. He visto pocos difuntos, siempre de soslayo, empujada por el rito social y —he de confesarlo— por un fracasado anhelo de liberarme de imposiciones de cualquier orden.

De todas maneras, la realidad impide el libre albedrío. Desde las redes sociales son cada vez más los cadáveres que se atorbellinan en la pantalla. Muevo el cursor, pero igual los veo. Cierro los ojos, pero se pegan a los párpados, con su rigidez de carretera, su lividez policial, su helado triunfalismo no pocas veces de oscurantista genealogía política.

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Hay cadáveres colectados en Google con la permisología que otorga la celebridad. Y la adicción al horror. Se les ve en pinturas clásicas, máscaras mortuorias, fotografías a color y en blanco y negro. En su antes y después: como primicia criminológica, apilados atestiguando genocidios, cayendo de una torre en llamas. En su lecho, en la camilla forense, en el concurrido sepelio. Son los más ajenos, pertenecen a un pliegue de la Historia, al lugar común de las eternidades. Resultan ya clásicos los retratos mortecinos de Edgar Allan Poe, Robert Walser, Domingo Faustino Sarmiento, Eva Perón, Marilyn Monroe, John F. Kennedy, Elvis Presley, La Madre Teresa de Calcuta, Mao Tse Tung. Y tantos más.

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También se sabe de difuntos para los que se teje un espectáculo y de los que quedan fotos misteriosas, presuntas, desmentidas y hasta condenadas, como las del presidente Hugo Chávez en su capilla ardiente en la Academia Militar. Son muchos los cadáveres navegantes, fáciles de hallar, imposibles de rehuir. Cuerpos y muertes globalizadas, vástagos de la fotografía y de la benjaminiana “era de la reproductibilidad técnica”. Dicen y callan. Están a la mano de perversidades e indolencias, también de la simplísima curiosidad.

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El tema no es novedad achacable a la tecnología. El retrato post mortem —con sus antecedentes pictóricos egipcios y renacentistas— existe desde el nacimiento mismo de la fotografía. No se consideraba morbosa sino nostálgica, un valorado y honrador recuerdo. No se tomaba en el ataúd sino en espacios cotidianos, en soledad o en grupo, rodeando al muerto de sus objetos predilectos: simulando la vida o un sueño profundo. El cadáver era el modelo perfecto para la quietud exigida por el daguerrotipo.

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La época victoriana desarrolló una particular estética para la fotografía post morten, también conocida como fotografía de difuntos, memento mori“recuerda que morirás” en latín— o retrato memorial. Luego el género llegó a ser una práctica “comercial”, ofrecida sin resquemores en avisos de prensa y con gran especialización en el retrato de niños o “angelitos”, sobre todo en México.

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Este tipo de retratos memoriosos se siguen haciendo, pero en apartados pueblos, velorios caseros, en secretos sótanos de ciertas funerarias. Y sobre todo a hurtadillas, usando un teléfono móvil, con la certeza de que la imagen y el mal recuerdo pueden borrarse después. La muerte solo se fotografía de frente para efectos noticiosos y amarillistas. El cadáver es la elocuencia, un malecón de certezas para quienes no temen la oscuridad.

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El cadáver del amigo es otra cosa. Yace más grande que la muerte. Es un error. Una traición. Los amigos jamás deben ser cuerpo sin voz. Nunca partir antes que nosotros. No deberíamos verlos, recordarlos tan idos. ¿O si? Cada quien con su estirpe, sus ojos a cuestas.

Horacio

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De haber vivido en Madrid en septiembre de 2012, hubiese ido al sepelio del escritor hispano-argentino Horacio Vázquez-Rial, pero sin asomarme a su último cristal. Éramos amigos. Los años distanciaron nuestra copiosa correspondencia cibernética. No supe de su adiós hasta que Eleonora me llamó conmovida contándome que había visto en YouTube la película Sombra de la noche, de Pablo Odell, realizada en colaboración con Eduardo Montes-Bradley y Albert Gironès. Solo por esa osada pieza cinematográfica supe que Horacio tuvo cáncer, que quiso filmar su último año de vida, reflexionar ante a la cámara de un teléfono móvil sobre la muerte, el miedo y el tabaco que con su consentimiento lo asesinó.

La última imagen de la película estrenada justo al año de su fallecimiento, es la de Horacio en un ataúd junto a la que se iría al horno crematorio. No la esperaba —ni la deseaba— aunque era lógica, necesaria para el discurso visual, acorde al muy ácido humor que caracterizó a Horacio. Ver esa imagen no fue, una vez más, mi escogencia.

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El director Pablo Odell escribe desde España que consideraba a Horacio, además de un gran amigo, su maestro y que el final de la película fue lo primero que acordaron: “Horacio no quería que quedara ninguna duda de que su testimonio tenía lugar en ese marco. Ambos queríamos destacar la lucidez y la serenidad pero sobre todo la valentía de un testimonio tan cerca de la hora más difícil. Medio en broma y medio en serio, tomamos como referencia esos ‘vídeos’ de las películas noir en las que el personaje dice ‘si están viendo estas imágenes es que me mataron…’. Tengo muchas horas grabadas que no aparecen en la película, algunas porque Horacio consideró ‘demasiado’ personal su relato, y otras, finalmente —la película la edité con él ya fallecido— porque como amigo sentía que le hacía un bien manteniendo eso en privado. El momento en la capilla ardiente fue el más difícil… Apenas pude tomar algunas fotografías. Fui incapaz de tomar la distancia necesaria para realizar un trabajo audiovisual”.

En el blog en el que Odell recopila los pasos de su premiada película Sombra de la noche la imagen que me estremece aparece con la siguiente leyenda: “Nunca están más solos los seres vivos que cuando ya no ven vivo a un ser que quieren. No hubo entierro. Él no lo quiso. Se enfrentó directamente a la eternidad sin tumba. Todos los que lo quisimos, los que lo acompañamos, los que éramos parte de él, quedamos servidos y servidores de su memoria. No. No ha muerto del todo si sentimos que sigue vivo”.

Eduardo Montes-Bradley sostuvo hondas conversaciones con Vázquez-Rial sobre la pertinencia de mostrarlo enfermo y luego fallecido. De hecho la idea inicial de la película surgió de esos diálogos. Su interpretación apela a la historia política de ambos, emigrantes argentinos asentados en España. Montes-Bradley asegura que si se puede filmar el nacimiento de un hijo, también se puede filmar la muerte de un amigo: “La urna representa mucho más que el cuerpo. Existen intenciones directas y consecuencias intelectuales. Es posible que no lo hayan pensado al hacer la película, pero percibo que la urna es un símbolo electoral, un símbolo de la democracia. Y creo que Horacio murió convencido de lo intrínseco del valor democrático, habiendo venido de formas revolucionarias, dictatoriales, trotskistas, maoístas. Lo vimos así. Que la última imagen de Horacio sea en una urna no me llama la atención, podría pensarlo como un recurso perverso de su parte. Lo suyo fue una forma de inmolación pública. Informar por Facebook que se estaba muriendo fue una de sus últimas transgresiones, en el sentido ontológico. Y luego mostrarse muerto fue una manera de tomar las riendas de su propia muerte”.

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El domingo primero de marzo de este 2015 falleció el fotógrafo Luis Brito, querido amigo por más de treinta años, autor de la imagen de un ángel que veo a diario desde mi escritorio. La crónica de su fallecimiento se supo de inmediato: sufrió un infarto y cayó muy cerca del edificio donde vivía en Bello Monte. Al día siguiente estuve en la funeraria, saludé a amigos. No vi a Luis. No quise verlo. Pero pocos días después, como una cachetada, me topé en Facebook con unas fotos que lo mostraban en la urna. Su autor, Michel Ramniceaunu, las hizo con la certeza de que Luis —nunca me gustó llamarlo “Gusano”, como hacían otros y él mismo firmaba algunas fotografías— estaría satisfecho con ellas. “La mañana de su muerte teníamos una cita. No llegó. Quise hacer esas fotos como homenaje a quien me dejó embarcado y tristísimo”, dice Michel.

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Luis Brito estaba preparado para ser fotografiado. Él y su colega y buen amigo Nelson Garrido se habían prometido que quien sobreviviese retrataría al otro en su muerte. Y eso hizo Nelson Garrido antes de que Luis fuese acomodado en el ataúd. Pero esas fotos no las veremos por ahora. Garrido necesita aún digerir la experiencia. Presumo que no iré a esa exposición ni quiero su catálogo. También supongo que algún intrépido tomará una foto de una foto y me arrojará de bruces a la intemperie.

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Las razones por las que el judaísmo prohíbe expresamente contemplar un cadáver —y que comparto aunque esta nota me contradiga por sus imágenes— se relacionan con el sentido de santidad que se atribuye al cuerpo humano por haber sido creado por Dios. El rabino Pynchas Brener explica: “El ser humano tiene santidad por encima de toda otra cosa o ser creado por Dios. Por lo tanto debe ser tratado acorde con esa santidad. Incluso cuando muerto, el cuerpo no pierde ese concepto de santidad. Dado que el cadáver no puede defenderse, una vez que fallece la persona debe estar acompañada para que alguien proteja sus derechos, no vaya a ser que alguien lo insulte, por ejemplo”. Y añade el rabino: “Un cadáver no muestra la mejor apariencia de la persona. No puede equipararse el rostro de un ser viviente con la congelada expresión de un difunto, que puede mostrar una mueca horrible, dependiendo de la causa de la muerte. Por lo tanto, la tradición judía insiste en cubrir el rostro del difunto para no exponerlo a un estado de deterioro”.

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Para el catolicismo no hay restricciones en cuanto a acercarse a un difunto. Se permiten fotos, festines velatorios y todo lo que produzca consuelo a los deudos según sus tradiciones. Muchas personas mencionan sentirse obligadas a asomarse a la urna para dormir luego en paz, para cerrar su relación con el finado. El doctor en Teología Dogmática y profesor del área en Venezuela e Italia, Rafael Luciani, señala que no existe una razón teológica que fundamente el observar al difunto. “Tiene que ver más con un sentido emocional y espiritual de despedida física, ya que los cristianos celebran, en presencia del cuerpo del difunto, la eucaristía como acción de gracias por la vida del difunto, como recordatorio de su historia —con la familia y amigos—, y como despedida simbólica, más emotiva que teológica. En el cristianismo católico hay la fe en la resurrección, que comienza con la experiencia de los macabeos, y luego en el siglo I Jesús, junto a otros grupos, la asumió como experiencia de resurrección por parte de Dios hacia el que muere, basado en la creencia del Dios de la vida y otros elementos más. Tanta importancia tiene la despedida, que actualmente cuando creman al difunto, primero llevan el cuerpo a una capilla para celebrar junto a sus amigos y familiares la eucaristía o la oración de las exequias y luego es que lo incineran y entregan a la familia para que se lo lleve”.

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Desde Kioto, en un tren en marcha, escribe el arquitecto venezolano Ignacio Aristimuño, profesor del Instituto de Lengua y Cultura de la Universidad Doshisha: “En los velorios budistas —que son la mayoría aquí en Japón— no hay cadáver expuesto para que se lo mire. El cadáver ya ha sido cremado y lo que quedan son sus cenizas, que ni siquiera se muestran sino que están en una caja cerrada para luego ser introducida en el cementerio o en un nicho privado. El velorio consiste en una reunión de personas dolidas que dan el pésame a la familia del difunto. Lo que hay allí además de la caja con las cenizas es la foto del difunto con flores a su alrededor. Es un momento de despedida. Es lo que he visto”.

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“Nada, ni siquiera la imagen de un cadáver, contribuyó a hacernos modestos”, E.M. Cioran.

Entonces, ¿para que verlos? Después de todo, estamos saturados de desamparos, de inútiles estocadas. Saber el cadáver es suficiente.

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