Crónica

Vertedero de Pavia: basura para unos, oro para otros

Un averno prendido se vive en el basurero municipal de Pavia en Barquisimeto. Grupos de hombres se calcinan en sus predios donde la enfermedad, los gusanos, el mal olor y los zamuros gobiernan. Hurgan entre la podredumbre para sacar unos pocos centavos al día. Mientras buscan, la muerte ronda y los cadáveres afloran

TEXTO Y FOTOGRAFÍAS: ADRIANA L. FERNÁNDEZ
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El camino y cancerbero

Un Polilara manejaba una moto destartalada y sin placa por una carretera a las afueras de Barquisimeto. De parrillero iba su mecánico, lleno de aceite y con la camisa rota: el dueño de la moto. En la comandancia no había suficientes vehículos para los funcionarios, así que el policía tuvo que pedir la moto prestada. Ellos guiaban. Íbamos a Pavia, el vertedero municipal de basura. Ahí pocos entran sin permiso.

Eran las 11:30 de miércoles 30 de marzo de 2016. El agente y su compañía habían perdido la recta vía. Se encaminaban por alguna troncal al oeste de Barquisimeto. El cielo estaba despejado, azul clarito, y sin una nube en toda su extensión. No había llovido en días y el calor alcanzaba los 35ºC, temperatura achicharre.

Pasaron montañas, todas marrones, llenas de árboles sin hojas y ranchos hechos con cinc o plástico, cada vez más precarios. Al vertedero lo protege una reja gris de dos metros, las puertas del infierno. El guardián era un hombre moreno, bajito, muy flaco. Usaba cholas marrones de goma y trabajaba para Imaubar —el instituto encargado de la recolección de basura en Barquisimeto. Se paró corriendo de su silla y se acercó.

El policía bajó de la moto, que ya estaba echando humo, y caminó al umbral para anunciar la visita periodística. El portero se adelantó y preguntó tajante “¿a quién vienen a botar?”.

El policía y el mecánico regresaron a su moto. No querían entrar. “Hasta aquí llegamos nosotros”, dijeron antes seguir su camino. Lo único que quedó claro es que adentro había más que basura, un territorio donde no entra ni chavismo ni oposición ni fuerzas de seguridad, que se gobierna a sí mismo, con su propia norma. Una vez adentro, cada quien corre a su propio riesgo.

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Primer círculo: el Anteinfierno

Después de la duda natural, el camino se pintaba salvaje. Lo fue. Se abría un paisaje gris, seco, hediondo. La planicie de Pavia tiene 232 hectáreas y recibe alrededor de 900 toneladas de basura al día, aunque Barquisimeto produce cerca de 1200. El problema de los desechos en la región no es nuevo. Pasan quincenas completas sin aseo porque Imaubar, el instituto encargado, está quebrado. Se necesitan, al menos, 10 unidades de recolección más para poder cubrir la demanda y muchos camiones están parados por falta de repuestos y divisas. En algunas zonas de la ciudad se consiguen montañas de basura, con gusaneras, moscas y demás.

Lo único que interrumpía aquella planicie eran las montañas de basura, de varios metros de alto. Entre escombros surgían personas encapuchadas que llevaban un garfio de metal. Hombres, mujeres y niños aparecían de la nada, cargando bolsas pesadas a sus espaldas, caminaban lento porque el sol era implacable, como si el calor pudiese empeorar los olores, como si los olores empeoraran el calor.

Un niño que no pasaba de los ocho años esperaba recostado sobre sacos llenos de latas, rodeado de moscas, mientras su papá hurgaba. Su piel estaba curtida, porque el lugar es árido y la tierra se pega. También la mugre. El papá se tapaba la cara con una capucha mientras buscaba más aluminio. Uno de los materiales que menos paga en Pavia.

—¿Puedo tomarte una foto mientras trabajas?
—¡No, no! ¡Nada de fotos! —respondió el ganchero con hostilidad.
—¿Por qué?
—Estoy solicitado por la justicia. No quiero líos.

El momento fue tenso. Aunque se cubría con la capucha, su mirada era concluyente, violenta. El garfio amenazaba. No hubo más preguntas. Pavia es un buen lugar para trabajar si estás solicitado; ahí nadie va a buscarte, nadie pregunta de dónde vienes ni quién eres, puedes conseguir algo de comida y algo de dinero luego de la recolección primitiva.

Segundo círculo: los ávidos

A unos metros, el patio central. Una nube de tierra comenzó a llenar el espacio, alborotando la pestilencia. Venía un camión de recolección. Allí había más de 200 personas. Se precipitaron unas sobre otras y formaron una cola frente al camión de volteo, no se sabe en qué lote viene la suerte. El camión descargaba los desechos en una pila, que ahora era pequeña, pero en unos meses sería una montaña más en la planicie del vertedero. Los gancheros se echaban sobre el nuevo cargamento, como piratas sobre cofres de oro. El fango de basura les llegaba por encima de la rodilla y comenzaban a hurgar con sus garfios.

Como una mina, Pavia tiene su propio orden. El terreno se divide en patios, cada uno de ellos tiene un jefe y cada jefe tiene un grupo de gancheros —que se disputa la mercancía junto a los zamuros. Cada jefe supervisa su terreno, decide quién trabaja, qué buscan, qué entra, qué sale y por cuánto dinero. Por su parte, cada ganchero busca algo en particular: plástico, metales, papel, vidrio. Pasan cerca de seis horas hasta que son relevados por el siguiente turno. Se agrupan en tríos para cuidar los sacos recolectados —que luego le venderán al jefe de su patio. La única manera de entrar a trabajar en este lugar es apadrinado y, en muchos casos, los gancheros comienzan desde niños como ayudantes de sus padres, casi una cofradía de atavismo e historia, herencia sucia.

Un ganchero de aproximadamente 50 años se acercó a los intrusos no habituales. La presencia periodística azuzaba. Susurraba porque adentro nadie habla, nadie quiere problemas por la lengua suelta. Es vigilante pero va al lugar antes porque el sueldo no le alcanza para comer y con lo que consigue redondea el mes. Va especialmente por comida, “ya está fría pero igual resuelve”. Aseguró que antes se hacía mucho más dinero porque la gente botaba más cosas. Ahora consigue mucho menos. Aun así, cada vez llegan más personas al vertedero, sin importar la insalubridad del oficio. Los gancheros aseguran que están sanos pero sus ojos rojos y las laceraciones en la piel cuentan otra historia. Nadie sabe con certeza cuántas personas hay en Pavia pero es posible que alcancen las mil.

Aunque la recolección de desechos es la principal fuente económica del vertedero, no es la única. Por la escasez y alto costo de la comida, más y más personas llevan animales a Pavia para la cría y engorde. Hay caballos, cochinos, chivos y burros. Le pagan a los jefes de patio para poder meter a los animales y, cuando alcanzan el peso óptimo, lo venden a restaurantes y carnicerías pequeñas por la mitad del costo regular.

Tercer Círculo: los que van al infierno sin culpa

Un grupo de niños jugaba mientras esperaba un nuevo lote, porque ni la fosa del infierno puede arrebatarle el magín a la niñez. Consiguieron un cintillo con orejas de conejo. Le lanzaban piedras a los zamuros, jugaban entre ellos; juego de barrio, como le llaman, pero juego en fin. Ninguno sobrepasaba los 17 años de edad. No van a la escuela. Tampoco se quejaban porque en una buena semana pueden hacer más de 5000 bolívares.

—¿Qué es lo más arrecho que te has conseguido aquí?
—Pistolas, balas, oro, cadenas…
—¿Y qué hacen con eso? ¿Lo venden?
—No, eso es para nosotros, pero a veces sí lo tenemos que vender.
—¿Y han conseguido personas?
—¿Qué? ¿Muertos?
—Sí…
—Sí, bueno… también. A veces uno se consigue una mano o algo así.

En lo que va de año, se han reportado tres muertes en el vertedero: un recién nacido que llegó en un camión y dos gancheros; uno de ellos fue encontrado por su esposa mientras aún ardía en llamas.

Pavia es un inframundo. ¿Cuántos patios sin sondar? ¿Cuántos niños más dejando la candidez y la piel suave? ¿Cuántos cadáveres se ocultar entre los desperdicios igualmente podridos? Pero así funciona. Lo que es basura para unos es diamante para otros.

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