Crónica

Vivir en dictadura sin saberlo

La vida sigue. Entre marcha y contramarcha los ciudadanos no detienen su rutina: van al trabajo, usan el Metro y ante todo siguen haciendo colas —que las reconocen como un mecanismo de distracción. Es que no se fían del accionar del Gobierno. Se saben parte del letargo, pero se justifican con el hambre. Pese a la molestia, el caraqueño no habla de dictaduras ni de golpes de Estado. Cree que para que esto ocurra debe estar de por medio la bota militar

Fotografías: Héctor Trejo
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Henrique Delgado permanece parado junto a su carrito de helado. Está bajo una sombra al norte de la Plaza El Venezolano. Es un hombre que supera los 50 años y dice que de esos lleva más de 15 como heladero. Es 5 de abril y Caracas luce plácida. Para ser mediodía la brisa sopla fría y el cielo está tan azul como en enero. No hay bullicio, al fondo, en cambio, se escucha un bolero. Resuena desde las cornetas del mercado de buhoneros. La gente camina con calma. Todos los negocios del centro están abiertos. Nada parece indicar que menos de 24 horas atrás un poco más al este se libraba una batalla campal con la intención de llegar a la Asamblea Nacional (AN), situada a pocas calles de donde Henrique esperaba que alguien se acercara a comprar.
Desde 2014 la coreografía se repite cada vez que la oposición llama a manifestar. Basta el primer llamado para que el Gobierno replique con una contramarcha o concentración. El municipio Libertador está cercado. Cualquier protesta que no comulgue con los intereses del chavismo no puede pasar la barrera de Plaza Venezuela o de Chacaíto. Es imposible llegar a la sede de los poderes públicos. El 4 de abril ni los diputados pudieron llegar a sus curules. La Asamblea Nacional, Miraflores, el Tribunal Supremo de Justicia, la Defensoría del Pueblo y el Ministerio Público son espacios vedados. Luego, algunos se retiran mientras otros tragan las lacrimógenas. Detienen a varios por el simple hecho de ejercer su derecho y a otros tantos inocentes que solo estuvieron en el momento y lugar equivocados e invariablemente la confrontación termina en el municipio Chacao. El saldo del martes, de acuerdo con Julio Borges, presidente del parlamento, fue de más de una docena de presos, un herido de bala y más de 50 heridos. Al amanecer siguiente, Caracas vuelve a ser la misma.
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Ese día el heladero no vendió nada. Es así siempre que en Caracas hay una protesta. “Eso afecta la venta. La gente no sale a la calle, pero al día siguiente todo vuelve a estar tranquilo”, asevera. Una pareja se acerca. Pide un helado para cada uno, al mismo tiempo un policía se para junto al carrito. “Deme algo barato”, demanda. El hombre saca una paleta con sabor a fresa y se la pasa al funcionario. Henrique cuenta el dinero que le entregó la pareja y en esos escasos segundos, el policía se retira. Ni pagó, ni dio las gracias. “Hoy es miércoles, es día de parada, yo no debería estar aquí”, lo justifica. Después empieza a hablar del país. Lo hace con sigilo, en un susurro, como esperando que nadie lo escuche, ni siquiera su interlocutor, pero tiene la sabiduría de los años, o de la calle, o ambas: “Si un médico opera a un paciente y se equivoca ¿qué pasa? Se muere el paciente. Entonces, cómo el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) va a sacar una ley y luego retirarla. Ellos no deberían equivocarse”. Sobre la calma en el centro de la ciudad opina: “Nos tienen distraídos buscando comida, o amenazados con que si se va Maduro no habrá pensión, ni CLAP; pero yo no quiero eso. Yo quiero poder ir a una bodega y comprar mi kilo de arroz, o que con lo que gane trabajando me alcance para vivir. Ahora debo hacer de todo para llevar comida a la casa y eso es estar endeudado con todo el mundo”. Y remata: “Hay un dicho, creo que hindú, que dice que ‘cuando dos elefantes pelean, la grama es la que sufre”.
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Hasta hace 20 días Aneida González trabajaba en una panadería. La despidieron. Es una de las bajas de la “guerra del pan” que emprendió la Superintendencia de Precios Justos contra los panaderos. Ella sufre en medio de los elefantes. Vive en uno de los edificios de la Misión Vivienda de la avenida Libertador. Allí se dio una de las peleas entre los funcionarios de los cuerpos de seguridad del Estado y los manifestantes que aspiraban llegar hasta la AN. Jura que 24 horas después ella y sus niños pequeños todavía están padeciendo el efecto de los gases que lanzó la policía. En la avenida Libertador el único rastro que queda de la lucha son trocitos de vidrio desperdigados por las aceras. Hay una cola para comprar pan. Alexis Pino, un vecino de Aneida, afirma que la jornada anterior, en lo que cesó la protesta, la panadería abrió y la cola igual se formó: “Que no haya cola es lo que no es normal”.
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¿Es o no es?
Rutcel Hernández y Hernán Pacheco descansan sentados en la acera. Ella es ama de casa y él vendedor de café. Acaban de hacer una cola de horas por dos kilos de arroz en la avenida Sucre de Catia. Rutcel además amamanta a un bebé de apenas ocho meses de nacido. No se han ido porque no pueden hacerlo. Les dijeron que pronto, tal vez, lleguen pañales. “No está bien lo que están haciendo —el gobierno—, pero uno tiene que seguir”, dice la ama de casa. Cuenta que supo de las sentencias 155 y 156 del Tribunal Supremo de Justicia por la televisión, por las redes y también porque mucha gente estaba hablando de eso. “Prácticamente tenemos una dictadura disfrazada. Antes íbamos al supermercado y podíamos comprar lo que quisiéramos, en la cantidad que quisiéramos y de la marca que quisiéramos. Ahora es por número de cédula y hay que empezar a hacer cola a la medianoche”, señala.
Hernán dice que “no puede atarse a un sueldo mínimo” y que hace más dinero vendiendo café. Se pregunta “si siempre ha existido una Asamblea por qué tiene que llegar el TSJ a interferir. Chávez dejó a Maduro para que hiciera las cosas bien y él lo está haciendo mal. Soy chavista, no madurista. Nada es perfecto y él dejó a ese bruto y mira cómo nos tienen”. Ellos no salen a manifestar, además del bebé deben procurar comida para dos niños más, de nueve y cinco años de edad, pero entre los dos alegan que si a los manifestantes los dejaran llegar hasta donde quieren ir no habría violencia. “Los disturbios son resultado de la impotencia. La gente reacciona. No los dejan marchar y además cierran el Metro, perjudicando a todo el mundo que lo que quiere es llegar a trabajar”. Y aunque tienen conciencia plena de la gravedad de la situación del país, ni la pareja, ni Henrique, ni Aneida, ni Alexis creen que las sentencias 155 y 156 hayan constituido un golpe de Estado. Para ellos, para que eso suceda deben estar involucrados los militares, y haber una tanqueta intentando violentar las puertas de Miraflores, como el 4 de febrero de 1992. Terrible evocación.
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Henrique, Aneida y Alexis ni siquiera hacen concesiones con respecto a que lo que se vive es una dictadura, como ha sido manifestado por la directiva de la Asamblea Nacional, diversas organizaciones no gubernamentales, comenzando por Provea, y el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro. “Si viviéramos en dictadura, una periodista ni siquiera me estuvieran haciendo esta pregunta”, coincidían todos en el argumento.
Ricardo Sucre, politólogo y psicólogo social, explica que en el imaginario del venezolano quedó arraigado el modelo dictatorial implantado por Pérez Jiménez o Pinochet, porque esas son las referencias más cercanas, lo que conocen o lo que recuerdan.  “La gente no es experta en teoría política, ni conoce la evolución de esos conceptos. Entonces, si están dando su opinión a una revista consideran que hay libertad de expresión, por ejemplo. Un golpe de Estado se asocia a un militar saliendo en televisión con una música de cámara. Se preguntan por los tanques. Porque para la gente esos son los componentes de la representación social de una dictadura”.
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“La gente se queja y no se atreve a levantarse, y el gobierno se aprovecha de eso distrayéndonos con situaciones que no vienen al caso. Es fácil salir en el este a protestar porque allá no hay colectivos, en cambio acá estamos rodeados por todos lados”, dice Julio Ochoa, que está sentado también en la cola del supermercado de la avenida Sucre. Es portero en el Hospital de Lídice. Arenga a los que están sentados junto a él. Se extiende, sobre todo, en la crisis de medicamentos. Algunos lo apoyan en sus argumentos. Otros callan. Nadie lo rebate. “Nos tienen idiotizados haciendo colas para comer”. Así es. Para comprar el miércoles, día que le corresponde por número de cédula, el calvario empieza el lunes. Llega en la noche a hacer la cola para que le entreguen un número en la madrugada del martes. El día que le toca comprar también debe madrugar. “A veces nada más por un kilo de harina de trigo”.
En La Hoyada, en pleno mediodía, la cola es larga para comprar frente a un camión de Arepera Venezuela. La comida es solidaria. Una arepa vale 1.000 bolívares y un jugo 400; y en combo son 1.200. Muy cerca Julio Torrealba pasa el tiempo esperando clientes en su quiosco. Cuenta que estuvo junto a Chávez el 4 de febrero de 1992, en la Brigada Paracaidista José Leonardo Chirinos, y por eso dice saber muy bien lo que es un golpe de Estado, en consecuencia, lo del TSJ a su juicio no lo fue. “En dictadura no hay derecho ni a hablar”, asevera. No confía en las cabecillas de ninguno de los dos bandos. Para él, “ninguno busca el beneficio del pueblo”. Tampoco cree en la activación de la Carta Democrática porque no confía en la OEA: “No deseo una intervención extranjera, ni que vengan a atacarnos, porque cuando lancen la bomba esa no va a distinguir entre chavistas y oposición. Van a acabar con todos”.
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Se marcan las diferencias
Donde nadie duda en calificar al gobierno de Nicolás Maduro como una dictadura es en el municipio Chacao. No titubean pero se niegan a identificarse. “Llegó harina”, se corre la voz en las calles del casco central. No tienen colectivos, pero también tienen hambre. Un ama de casa se detiene a conversar: “Estamos viviendo en un país dictatorial. No tenemos noticias, nada de información y eso lo que hace es generar desconfianza. Lo de la semana pasada claro que fue un golpe de Estado”. En las calles Sucre y Páez temen reeditar la experiencia de 2014, cuando tanquetas de la Guardia Nacional pasaban cada noche lanzando bombas lacrimógenas a los edificios. Otra ama de casa habla de miedo, cansancio y desconfianza: “Yo, con esta cuerda de locos, ya no sé qué creer. Es demasiado lo que  estamos viviendo. La gente se cansa y no ve que nada bueno ocurra. Sales, protestas y al día siguiente están las mismas colas. Hay miedo de todo, hasta de opinar”.
“Esta es la gota que derramó el vaso”, suele escucharse en la calle. El tema es que ese vaso ya está más que derramado. Julio Torrealba hace una analogía: “Si tienes un perro y lo alimentas te va a querer, pero si todos los días vas y le das un palo, vas y le das un palo y vuelves a darle palo, ¿qué pasa?… En algún momento pela los dientes. El pueblo venezolano va a pelar los dientes, pero lo hará de lado y lado”.
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