Crónica

Vivir sin esperanza después de un secuestro

Es considerado uno de los crímenes más atroces —por no decir el más. El secuestro escamotea la dignidad de la víctima, rapta la ilusión de tiempos mejores. Muchas no se levantan luego de la sujeción criminal. El venezolano vive con la paranoia entre la nariz y el pecho, socavando su fe y salud mental

Composición fotográfica: Víctor Amaya
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Todo sucedió de prisa en una danza orquestada desde hace rato. Víctimas y victimarios, cada uno sabía qué hacer para que la transacción fluyera sin mayores contratiempos: dos sujetos abordaron una unidad de transporte público a las 10:30 AM de un martes, que atravesaba la avenida intercomunal de Puerto La Cruz, y blandiendo armas de fuego, despojaron de sus pertenencias a los usuarios, en su mayoría mujeres que cargaban con la compra de la mañana. A mí, sin dirigirme palabra alguna, me quitaron una bolsa de tres kilos de comida para gatos que había adquirido media hora antes, con la sorpresa de que costaba el doble frente a la ocasión anterior. A la señora a mi izquierda le arrebataron la bolsa de Farmatodo. Ella fue la primera en gritar una vez que los antisociales desalojaron el autobús: “Me quitaron el Norvasc, ¿ahora cómo voy a hacer? Eso casi no se consigue, mija, eso no hay. ¿Qué voy a hacer? Yo lo necesito para el corazón. Ahora sí me va a dar una verga, me morí”. Alcancé a oír que otras se lamentaban, en cambio, porque las habían despojado de la harina de maíz con la que planeaban alimentar a sus hijos en los próximos días, después de hacer una cola desde la madrugada para adquirir el preciado alimento. “Yo no tengo más real, esa era la comida de la semana”, se lamentó una que corrió hacia la calle erráticamente. Otros pasajeros, inmutados, prefirieron continuar el viaje. “Ay, pero qué ladilla, ya yo estoy cansada de vivir viendo para todos lados, ahora quién me aguanta más tarde”,declaró una joven que seguía en su asiento.

Este es el disco rayado de la cotidianidad venezolana, perder lo que a todas luces se vuelve irrecuperable entre la escasez y los altos costos, sean bienes materiales o emocionales. El ciudadano vive manos arriba o con una mano adelante y una atrás, mientras el bienestar da paso a un fantasma que pica y se extiende. César Contreras, psicólogo y consultor en Datanálisis, adelanta algunas pistas al respecto: “Todos hemos sido víctimas de la delincuencia en algún momento y de alguna forma en este país. Eso nos lleva a estar en un estado permanente de alerta que no es normal en otras regiones del mundo. Cuando intento explicar a mis alumnos el valor cultural de los rasgos de personalidad, les pongo el ejemplo de la paranoia y Venezuela. En cualquier (o casi cualquier) otro lugar del mundo, que una persona puntúe muy alto en ‘paranoia’ en una escala de personalidad es motivo de cuidado y de referencia psicológica o hasta psiquiátrica, dependiendo del caso. Sin embargo, para Venezuela, un valor alto en ese mismo indicador de esa misma escala, estaría hablando de ‘buena salud mental’, pues es totalmente adaptativo. Vivimos en un constante estado de paranoia y de zozobra.”

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Patricia y Julio se conocieron en los fogones de un instituto culinario hace dos décadas. Al poco tiempo de casarse empezaron un servicio de catering especializado en frutos del mar. El negocio había prosperado, tanto así que a pesar de ciertos indicios, nunca se plantearon emigrar. Sin embargo, desde 2014 los números se pusieron en rojo: la escasez y elevados precios de insumos, el desplome de las ventas y el hampa les mostraron unas proyecciones desoladoras. “Todo empeoró cuando a principios de año me hicieron un secuestro de casi dos días mientras regresaba de buscar a la niña en el colegio”, explica Patricia, maturinense con voz enojada y veloz. “Llamaron a Julio y le pidieron 1.000.000 bolívares. Mi hija de diez años no paraba de llorar, a mí aquello se me hizo eterno, todavía se me hace eterno”. La niña asiste cada dos semanas a consulta con un terapeuta y dice que ya no quiere estar nerviosa porque “yo sé que eso pone más nerviosa a mi mami”. Julio habla de sus números rojos: “Sin pensarlo dos veces reuní esa plata, entre los ahorros que teníamos y los préstamos que nos hicieron. Así fue como acabaron con el negocio. Ya estábamos mal, con menos clientes cada vez y todas esas dificultades que enfrenta alguien que se dedica al emprendimiento culinario. Nos quedamos sin capital, sobreviviendo día a día. Después de eso yo me enfermé y los gastos médicos nos estrangularon todavía más. Ahora trabajo en la cocina de un hotel; el sueldo no es malo, pero no nos permite tener la calidad de vida que llevábamos cuando el negocio marchaba. No quiero que mi mujer y mi hija me vean deprimido pero precisamente verlas a ellas sin comodidades me parte el alma, sin contar que desde el secuestro ya no somos los mismos. Qué tristeza tan horrible”.

Continúa Contreras, ampliando el panorama sobre pérdidas y privaciones: “Es complicado rehacer ciertos aspectos de la vida cuando no tienes esperanza en que lo que venga pueda ser diferente de alguna manera. Hay que luchar contra la tristeza por lo vivido en el presente y contra la desilusión ante un futuro que no parece ofrecer nada distinto o significativamente mejor. El secuestro tiene mucho de esto. Estás privado de una de tus posesiones principales: tu libertad; además, bajo amenaza de muerte. Tu cuerpo está limitado en sus opciones y movimientos y el cuerpo es una de nuestras principales posesiones. Estar secuestrado supone la pérdida total de las facultades y del control sobre la vida propia. Si a este ultraje se le suma el perder los objetos, ¿qué queda psíquica y emocionalmente de la persona? Es un estado complicado del cual volver. Muchas personas desarrollan este estado denominado ‘desesperanza aprendida’, en el cual sienten que no importa lo que hagan, siempre el resultado será el mismo y será desfavorable; ‘se echan a morir’, dirían en la calle. Otros desarrollan un desinterés completo y profundo por lo que pasa a su alrededor, como una forma de aislarse de lo que sucede para que no duela.”

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A la familia Peña le preocupaba hondamente verse descubierta en este artículo. “¿Pero tú estás segura de que no nos van a reconocer? Mira que los tipos pueden volver a castigarnos”, preguntaron con insistencia en el transcurso de los meses que tomó reconstruir los hechos. En abril recibieron una visita indeseada a las 4:30 AM, en su residencia de Barcelona. Cuatro individuos que portaban armas largas irrumpieron a través del patio. Sabían de la rutina jardinera de doña Elena, la abuela de la casa, que a golpe de cuatro salía a regar las matas. “Uno pensaba que podía estar seguro en su jardincito. Después de todo, los muros son altos y tienen protección”. De inmediato sometieron, entre amenazas y empujones, a todos los miembros de la familia: Pedro y Elena, esposos de la tercera edad; Judibana y Jason, madre e hijo pubescente. “Por la forma de hablar y moverse daba la impresión de que eran profesionales”, rememora Judibana, al tiempo que mostraba, como en un tic nervioso, la cicatriz que una contusión le dejó en la frente durante el asalto. “Tenemos la sospecha de que eran policías o guardias. Y mucha casualidad que vinieran a robar pocos días después de que yo hubiera adquirido dos laptops y un pantalla plana. Además, a mí directamente me pidieron que les entregara los dólares. Pero ya no los tenía, me los había gastado en todo eso. Soy gerente en una pequeña empresa de la zona, no se sabe quién da información sobre uno”, vuelve Judibana.

Doña Elena llora todavía. Las secuelas no se borran fácilmente. Ya no atiende el jardín a ninguna hora. Judibana volvió a tomar la palabra: “Los tipos se burlaban. Después de que nos amarraron se quedaron deliberando si se llevaban la ropa y la comida, entre risitas: ‘para que aprendan’, decían. ¿Para que aprendiéramos qué coño? ¿Tú me puedes explicar eso? A mi hijo no le tocaron ni un pelo, la verdad es que fueron hasta delicados, pero le dijeron que si gritaba o algo me iban a quebrar. A mí sí me dieron un golpe, mira, aquí me quedó la marca en la frente. Uno siempre oye que en esos casos violan a las mujeres pero gracias a Dios ni asomaron eso. Pero sí se llevaron casi toda nuestra ropa, ¡toda! Desde las pantaletas hasta los vestiditos, zapatos, chaquetas, cholas. También vaciaron la nevera y el baño. Yo tenía cuatro potes de Head & Shoulder que había logrado comprar a precio regulado. Se llevaron las toallas sanitarias, el papel higiénico, como ya te dije, las computadoras, celulares, el tostiarepa, varias bandejas de carne y pollo. Arrasaron con todo lo que les cabía en unos sacos de lona y uno de ellos, o dos, no sé, se llevó mi carro. ¿Lo más duro? Todo es duro. Mi mamá estuvo hospitalizada por los nervios. Jason bajó las notas y no duerme, mi prioridad fue comprarle ropa a él. Tenemos una computadora prestada que no se da abasto para todos, porque yo la uso para trabajar, el niño para jugar y los viejitos para meterse en Twitter y distraerse. Lo de la ropa ha sido humillante: yo tenía muchas cosas bonitas que me compré con todo el sacrificio, para ir bien presentable al trabajo. Le compraba cosas a una amiga que viajaba a Panamá. Ahorita ando con ropa que me han regalado o trapos baratones que he adquirido para salir del paso, porque la ropa buena está inalcanzable. Se llevaron todo lo que me compré en Zara cuando viajaba a Caracas. Yo sé que las cosa materiales no son todo, pero no sé si me entiendes. Es una cuestión de dignidad. Uno se esfuerza para verse bien, para que lo respeten a uno, para disfrutar de esas cosas, y más si uno es una mujer que le gusta arreglarse. Yo estoy trabajando desde los quince años para estar bien. Y ahora mira, estoy desde cero. Con mi sueldo apenas puedo comprar comida, pagar los servicios y el colegio de mi hijo”.

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Sobre este último tópico, medular y sensible, el licenciado Contreras añade lo siguiente: “Cualquiera pudiera decir que esa es la parte más complicada, lo anímico y emocional. Que ‘lo material se recupera, lo importante es haber conservado la vida y a los seres queridos’. Sin embargo, tampoco es tan fácil. Los objetos no son objetos y ya. Todo lo que poseemos —desde el cuerpo, nuestra principal y más íntima posesión— es una extensión de lo que somos, un reflejo de lo que hemos sido y un anhelo de lo que queremos ser. En nuestras posesiones está dibujada nuestra identidad. Los objetos simbolizan, además, el producto de un esfuerzo que se puede haber prolongado por años. Ahí están depositados muchos recuerdos, positivos y negativos; recuerdos que, una vez más, son parte de lo que cada quien construye como su historia de vida, como su identidad. La pérdida total de estos objetos representa una herida que también es muy difícil de sanar. Se puede recuperar lo perdido, pero siempre estará el pensamiento de que ‘no es el mismo que tenía antes’; los objetos también tienen fantasmas y también pueden llegar a perseguirnos con saña. Por supuesto que, en el contexto que vivimos, está la sensación de ‘¿para qué me voy a esforzar en comprar todo de nuevo si igual me pueden volver a robar?’, porque así de quebrada está la confianza en un mundo normal y justo. Es complicado rehacer ese aspecto de la vida cuando no tienes esperanza en que lo que venga puede ser diferente de alguna manera. Hay que luchar contra la tristeza por lo vivido en el presente y contra la desilusión ante un futuro que no parece ofrecer nada distinto o significativamente mejor. Es intentar volver a vestir a la identidad sin ningún tipo de seguridad de que va a valer la pena el esfuerzo”.

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Durante el 3 de octubre de 2015 el también psicólogo Axel Capriles lanzó en un tuit desde su cuenta personal que “lo de la epidemia de criminalidad y maldad no es una metáfora, hay a todas luces una epidemia psíquica, un brote contagioso en ascenso.” Puede que este sea un reportaje pesimista, pero a la vez encierra otra perspectiva ineludible. Existen víctimas y victimarios, inocentes y culpables: en medio de la penuria y las dificultades para restituir lo perdido, puede que reconforte al orgullo de individuo y ciudadano saber que no se forma parte del bando de los criminales ni de la maldad.

Judibana y Elena decidieron hace un par de meses adoptar un perro que recogieron de la calle. Al principio dudaron, por los costos de los alimentos caninos y los servicios veterinarios. “Pero, ¿sabes qué? Jason se puso contento cuando vio al perrito y papá ahora los saca a pasear a los dos, muertos de risa. ¿Qué más vamos a hacer? Echar para adelante”, se levanta triunfal.

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