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Día de los muertos venezolanos en busca de un alma perdida

Cada año, el Día de Difuntos se convierte en un saludo masivo al alma, esa frágil aura creada por el hombre cuando tuvo conciencia de su vulgar mortalidad animal. Más allá de las fechas para recordar a nuestros seres queridos o a las ánimas más admiradas, el alma está atada a la memoria y a los recuerdos. Y es solo en esos sutiles parajes de la mente donde existe sin existir

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“Las almas no están en el cielo ni el infierno. Esos lugares imaginarios solo son sucedáneos de los premios y castigos infantiles. Son espacios etéreos de dominación, inventados por las religiones y sus sumos sacerdotes, para intentar imponer cierta disciplina a las primeras civilizaciones”, recalcaba frente a una tumba en un cementerio de pueblo el señor Pablo Sánchez, un día Día de los Muertos.

Tras años de lidiar con la primera división de la muerte, en sucesivos lutos por familiares y amigos, y ahora en su oficio de sepulturero y jardinero, Sánchez solía filosofar de vez en cuando sobre los territorios de Hades y las almas perdidas. Conjeturaba acerca de lo material y lo difuso, mientras arrancaba hierbajos entre la grama, pulía superficies de falso mármol, sacaba brillo a balaustradas cromadas, o excavaba fosas para recibir nuevos huéspedes del barrio de los acostados.

Las letras de los ausentes

Cuentan que Sánchez había sido profesor de Castellano y Literatura de secundaria. Llegó a poseer una envidiable biblioteca, ganaba lo suficiente para mantener, criar y educar a una familia, tener casa propia y carro en buen estado, y hasta conocer un par de países en la época de las bonanzas petroleras, en viajes con divisas subsidiadas.

Cuando Venezuela quebró a manos de sus gobernantes y las capacidades de los profesionales y educadores pasaron a valer menos que las propinas que reciben los trabajadores informales, Sánchez cayó en su propio infierno personal.

Con su sueldo y su estatus, perdería su carro por falta de neumáticos y de motor; su casita de la playa, sus paseos anuales a Mérida, sus fiestas de reencuentro con cinco generaciones de amigos, su colección de libros ilustrados de Historia Universal, y de ediciones raras en tres idiomas; sus atlas de Filosofía, sus colecciones de filmes históricos… más adelante perdería su computadora, su teléfono inteligente, y hasta sus postres preferidos en la panadería de la esquina.

Daniel Hernández/El Estímulo

En ese entonces pesaba ya 11 kilos menos que en los buenos tiempos, a causa del hambre y las privaciones, lo que lo dejaba dentro del promedio nacional medido por sociólogos de la UCAB. Fe en el entierro de su esposa, Sara, que experimentó una epifanía: ya él mismo sería un alma en pena, hasta que llegara su propio momento.

Mientras un cura se empeñaba en bendecir el ataúd, Sánchez pensó en que le hubiera gustado tener en ese momento su teléfono inteligente para enviarle a sus hijos en el extranjero las imágenes del frugal sepelio llevado a cabo bajo la canícula de abril, donde lo acompañaron dos compadres, un par de primos viejos y dos señoras beatas que además rezarían el rosario en la propia capilla del cementerio.

Pablo Sánchez permaneció de pie frente a la tumba murmurando frases inconexas, sin apenas inmutarse por el sol que perforaba los poros. Sus amigos se fueron yendo tras darle una palmadita en la espalda y lo dejaron ahí, como una estaca de bambú, contemplando el montoncito de tierra al que se había reducido la presencia de la mujer que lo había acompañado durante 50 años.

«Tengo que repetirme que te has muerto, gritarme que te has ido de mis horas, clavármelo en la sangre y abrirme el corazón y verlo seco como un surco vacío», recordaba al poeta Julio Mariscal.

«Ahora ella solo existe en la memoria y se irá borrando, despareciendo en la medida en que también nos borremos las personas que la conocimos. Lo mismo sucederá con nosotros, en algún momento nadie sabrá que alguna vez fuimos carne y hueso», reflexionaba.

¿A dónde te has ido?

Saltó a las imágenes de cientos de restos de soldados medievales, desenterrados por arqueólogos en campos de batalla de guerras también perdidas en el tiempo. ¿Quiénes serían cada uno de esos esos jóvenes guerreros? ¿Cómo habrán sido sus miradas, sus voces, sus gestos, sus manos llenas de cicatrices y de callos, curtidas de afilar y blandir espadas? ¿Quiénes dejarían de esperarlos tras las campañas de muerte, conquista y destrucción? ¿Dónde habían estado sus catres y caballos, si los habían tenido?

Foto: taringa.net

Pero el túmulo de Sara no sería uno cualquiera… él lo defendería como un bastión de recuerdos enterrados en la memoria hasta el último de sus días.

“Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada”.

Recordó para ella la Elegía de Miguel Hernández y comenzó a llorar por dentro, como lloran las piedras que destilan agua en las cuevas llenas de musgos.

“Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte”.

Miguel Hernández, el malogrado poeta español, autor de Elegía

Los muertos del adiós

Cuando lo agarró la noche, después del sepelio, terminó acurrucado en un banco de la capilla del camposanto. Cuando llegó la mañana siguiente, se paró otra vez frente a la tumba, con las manos juntas en la espalda, hurgando en los momentos que habían mantenido vivo ese vínculo con una mujer conocida en el cielo de una fiesta con diamantes, en los lejanos años 70 de la que había sido una vez la universidad más divertida del país. Esa casa también murió de enfermedad lenta, vencida por las sombras que tanto combatió, metaforizó Sánchez.

Ya había perdido la cuenta de los días que llevaba extraviado en el cementerio. Igual hacía meses que él y la convaleciente Sara se habían olvidado de las comidas regulares, del agua corriente, de la luz oportuna, de la ropa planchada y limpia, de las conversaciones telefónicas. La ausencia de ella era ahora la última prueba de que ya no era de ninguna parte, ni siquiera de su pequeño apartamento en un edificio de cuatro pisos de la que había sido una de las más apacibles urbanizaciones de Caracas.

Una mañana en la que se distraía arrancando yerbas de la tumba de Sara, lo interrumpió una joven pareja con aire de despedidas. Lo habían confundido con un trabajador del cementerio y querían encomendarle el cuidado de un pequeño mausoleo que estaba unos metros más allá.

La otra puerta

Sánchez no se inmutó por la confusión, de todas formas ya todo daba igual. Aceptó los primeros 20 dólares que le dejaron los jóvenes dispuestos a sacarse la culpa y la preocupación por una tumba olvidada, y pensó que ese billete pagaba lo mismo que 10 meses de la jubilación mensual que le depositaba el ministerio de Educación. Allí comenzó a practicar el oficio de sepulturero y enterró para siempre el de profesor.

«Uno pertenece al lugar de donde están sepultados sus muertos», creyó recordar. Pero pensó que no, que uno pertenece al lugar donde están anclados sus recuerdos, o mejor las vívidas evocaciones de cosas reales que ocurrieron, no esas imposturas remendadas de momentos maltrechos o artificiales.

Pensó en las tumbas saqueadas en la otra ala del cementerio… pero no saqueadas por buscadores de tesoros como esos huaqueros andinos, sino por vulgares ladrones de huesos para venderlos a oficiantes de oscuras religiones, o a estudiantes de Medicina. O simplemente los roban para desocupar los espacios y revender los terrenos.

«Eso es lo que le pasará a estos huesos que nadie reclamará”, se dijo mientras hablaba con Sara a través de las barreras de la muerte.

Esta vez no quiso repetírselo porque no tenía ya sentido, pero lo mejor hubiera sido una cremación, y esparcir las cenizas en una noche solitaria en la oscura y abandonada Tierra de Nadie –ahora sí era literal- de la abandonada UCV.

Pero Sara creía en la resurrección de la carne y quería tener su esqueleto lo más completo posible para el día del Juicio Final. Estaba segura de que ella merecería la vida eterna, aunque nunca tuvo claro qué haría con todo ese tiempo. Por eso se opuso a la cremación y así se lo dijo como última voluntad.

“Nosotros que aquí estamos, por ustedes esperamos”, murmuró el profesor sepulturero al recordar una frase leída en la entrada de un cementerio.

La que duele

“El alma es una ficción tan bien lograda que se adapta a todas las religiones, sueños y creencias. Hubo hasta quien intentó pesarla, 21 gramos pesa, según unos diletantes experimentos de hace más de 100 años”, recordó las palabras de su colega de Física en el colegio.

Berzynski, más interesado en las leyes de la física, la mecánica celeste y en las fuerzas gravitatorias que en las fantasías religiosas, observaba que todo lo que existe y es palpable tiene materia. Nadie tendría idea de qué clase moléculas podrían estar detrás de esos 21 gramos imaginados.

“Es energía, el alma es energía”, conjeturaba Sánchez.

“Toda energía necesita de una fuente. ¿Cuál se supone que sería la del alma?”, replicaba el de Física, antes de encadenar sus disertaciones acerca del flujo constante, la antimateria, el tiempo y el olvido.

“No es más que una esencia del Ser, que habita el cuerpo y lo abandona en el momento de su muerte. Como concepto de realismo mágico está muy bueno, es pura literatura fantástica”, conjeturaba otra vez Barzynski en la terraza del colegio, años atrás, cuando sin remordimientos podían tomar café en las tardes de los viernes y comer unas estupendas tortas tres leches que hacía la señora Carmen, regente de la cantina.

“Pero para salir del cuerpo e ir a alguna otra parte, esa otra esencia necesitaría también energía, una fuente de energía”, remataba.

«En fin, si alguien cree en lo suyo, lo mejor es dejarlos quietos… el ser humano necesita siempre algo a qué aferrarse. El consuelo de que existe el alma, el más allá y hasta un paraíso de ocio eterno después de tantos años de trabajo es mejor que la nada absoluta”, dijo el de Literatura para cerrar la discusión.

Días y años de eternidad

Como concepto, la idea del Más Allá, de la existencia de las almas, espíritus, muertos y aparecidos, cielos, infiernos y poderes absolutos de cada bando ha acompañado a la humanidad como los amaneceres. No serían ellos los que abolirían en una disertación extraviada milenios de culturas, supersticiones, guerras, libros, pirámides, necrópolis, puentes, conquistas, catedrales, mezquitas, sinagogas, cementerios, hornos, oraciones, obras de arte, cruces genéticos, tratados, ciudades, palacios, efemérides, flores anaranjadas, altares, avances científicos, exorcismos, sacrificios y reinos del cielo y de la tierra.

Después de todo, la muerte terminó siendo como la hermana gemela de la vida y a las dos se les debe mucho, porque a no ser por el miedo y el respeto que inspira, por la voluntad de desafiarla y vencerla, el género humano no hubiera llegado tan lejos y solo para estar tan cerca del principio.

Eran conceptos muy complejos para discutirlos en las tardes de ocio con los demás sepultureros y albañiles del camposanto, mientras hacían circular una botella de aguardiente debajo de una mata de mango, entre los laberintos del cementerio mal diseñado, sentados sobre las tumbas más apartadas.

Lo sepultureros preferían alimentar las conversas con las anécdotas de siempre: hablaban de luces que salen de ciertas tumbas, alaridos en la madrugada o a mediodía, misteriosas flores frescas que aparecen de la nada en tumbas olvidadas; risitas apagadas desde pequeños sepulcros frisados de blanco; velos blancos de novias muertas en la víspera de sus bodas, que flotaban bajo la luz de la luna; perros que se niegan a abandonar el lugar de un entierro; nombres borrados en lápidas de piedra y que vuelven a aparecer cada Día de los Muertos, como para que no los olviden nunca.

Cementerio General del Sur, Caracas, uno de los más importantes de Venezuela, también abandonado. (Foto: El Estímulo)

El cazador de recuerdos

A Sánchez también le costaba creer algo de esto, aunque no tuviera la formación de ciencias exactas de su amigo Barzynski. Se suponía además que los vastos volúmenes leídos durante años le habían formado una solida ventana hacia la vieja conseja: «de que vuelan vuelan».

Acaso por ese empeño en la curiosidad, el sepulturero Sánchez, licenciado de la Escuela de Letras de la UCV, con post grado en Historia de las Civilizaciones, ex subdirector de un liceo de pueblo, terminó alimentando el paisaje: ciertas noches se le ve, vagando entre las tumbas y laberintos del cementerio, tocada su cabeza con un sombrerito de papel de sacos de cemento, buscando evidencias tangibles de que hay algo más allá de esa frontera y de que alguna vez Sara regresaría para acompañarlo.

Tenía una ventaja para sus indagaciones ociosas: como no creía en muertos, fantasmas y aparecidos, podía andar sin ese tipo de miedo por el camposanto. Más bien temía a los vivos, a los delincuentes, porque el mal sí que existe, pero no como un demonio con cuernos, sino como seres humanos de carne y hueso, más sanguinarios que cualquier vampiro soñado por adolescentes.

Pero como tampoco ya tenía nada que podían robarle, ni siquiera se preocupaba por los malandros.

Después de todo, aunque exista o no, el concepto del alma es lo que da aliento, fuerza y vida a algo, o alguien. Y Sara había sido la suya, parte de su energía, esa que se había ido hacía tiempo, sin tener que pasar a los parajes de las ánimas para regresar el Día de los Muertos.

(Este texto se publicó por primera vez el 2 de  noviembre de 2020 en El Estímulo)

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