Cultura

"Drive my Car", la gran sorpresa de las nominaciones al Oscar

La sorprendente nominación a mejor película del film de Ryûsuke Hamaguchi, es un homenaje al cine japonés. Pero a la vez, a cierto tipo de estudio cinematográfico sobre la belleza contemplativa, la placidez y el silencio

"Drive My Car"
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Buena parte del film “Drive My Car” de Ryûsuke Hamaguchi transcurre en medio de silencios. El punto más profundo de la reflexión acerca del paso del tiempo y la conclusión sobre el bien y el mal, es un trayecto plácido en el que apenas hay palabras. El director logró adaptar la atmósfera contenida, levemente tensa y delicada de la narración de Haruki Murakami en la que se basa, en un escenario cristalizado en lo contemplativo.

Con su guion que apuesta a la comprensión sutil antes que a desgarradoras escenas emocionales, “Drive My Car” es un análisis certero de la naturaleza humana. Pero al contrario de otros grandes dramas que muestran diálogos poderosos o grandes batallas basadas en la interacción física, Ryûsuke Hamaguchi construye una obra certera basada en miradas. Y también en pequeños gestos de afecto, rechazo e inquietud.

Como si se tratara de un reflejo de la cultura japonesa y su distancia emocional, “Drive My Car” reconstruye la idea de los sentimientos elaborados a través de lo invisible. Y uno de sus grandes logros es el amplio registro emocional que logra expresar, en largas secuencias que parecen no llevar a ninguna parte. O en todo caso, conducir a una conclusión concreta.

En realidad, la película está más interesada en lo que permanece fuera de la pantalla. En lo que encierra la condición de la comunicación como un acto vívido y emocional. Entre ambas cosas, el recorrido de Ryûsuke Hamaguchi a través del dolor, el sufrimiento y el aislamiento es una reflexión sobre el individuo moderno. Pero no uno que se base en altercados, en el bullicio de las voces y el subrayado insistente de ideas. Como la gran sorpresa de este año fílmico, la película se aleja por completo de toda muestra exagerada de emoción y encuentra un espacio ideal, en el que la belleza y un mutismo poderoso crean un lenguaje propio.

Por supuesto, como es una adaptación de una obra de Haruki Murakami, “Drive My Car” tiene un componente de narración fragmentada. Hay varias situaciones ocurriendo a la vez a lo largo de las tres horas del film. Pero no se trata de historias que se cruzan o en todo caso, elaboran una más singular a partir de hilos interconectados.

"Drive My Car"

Esta es una historia en apariencia simple, la de una conductora con una casi sobrenatural capacidad para escuchar. Pero lo que podría parecer un tópico japonés — un empleado discreto que basa su carácter en la lealtad — se transforma poco a poco en algo complejo. Se trata de una caja de resonancia sobre las emociones de los personajes, que a la vez se reflejan en situaciones en apariencia caótica. Un coche que avanza al ritmo de melodías tristes. Una obra de teatro que es un eco rudimentario del dolor y el sufrimiento de su director. Un trayecto de ida y vuelta que se transforma en un hilo de conexión con la belleza y lo invocado.

Ryûsuke Hamaguchi logró tomar el ritmo lento de la colección de relatos de Murakami y condensarlo en una gran pregunta visual. En el hecho, de hasta qué punto somos un tránsito y un trayecto hacia ideas complejas sobre las emociones y la percepción de lo que nos pertenece como casi onírico.

Claro está, la recopilación “Hombres sin mujeres” de Murakami, es una narración fluida de espacios rotos de desencuentros, desencantos y dolor. De modo que su versión cinematográfica hace hincapié en esa sutil y casi retorcida necesidad de ser escuchado y comprendido. El director narra la vida de un hombre solitario y su única testigo. También, la de una cultura contenida y abrumada por sus límites y fronteras emocionales. Con capas de suntuosa belleza narrativa, “Drive My Car” es una búsqueda de respuestas acerca de la identidad que perdemos bajo el peso del desconsuelo. La gran soledad de la edad adulta y al final, el miedo que se anuda con la perspectiva de lo intangible del dolor.

Una historia pequeña para un gran escenario

“Drive My Car” debe su misteriosa visión de la soledad a la forma en que Ryûsuke Hamaguchi ensambló las piezas. De la misma manera que su versión literaria, el film comienza por un recorrido por la vida del director de teatro Yûsuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima) y su esposa, la guionista Oto (Reika Kirishima). Pero al contrario de una producción occidental, la narración comienza por la descripción de una gran obra a punto de llevarse a cabo.

“Drive My Car” se trata no solo de un homenaje al cuento original de Murakami. También es una búsqueda incesante de las dimensiones del discurso que utilizó para plantear su centro medular. ¿Qué podríamos hacer por amor? ¿De qué somos capaces para sostener la noción sobre la belleza y el tiempo como un arte primitivo? Después de todo, la película tiene un enorme interés en explorar lo artístico que se ramifica como una caja de Pandora: el argumento contiene los extremos emocionales de sus personajes. Sus dolores y sufrimientos quedan fuera de pantalla. Se ramifican en una narración invisible que se hace cada vez más singular y densa.

Pero en pantalla, solo hay silencio. O el eco de una conversación precisa sobre un hecho puntual. La escena y el uso del recurso se repetirá una y otra vez, hasta lograr que “Drive My Car” sea una especie de vehículo de narración que se autorreferencia a sí mismo. Cada una de las obras en el escenario —la que se planea, la que se cimenta, la que se sostiene sobre las tablas— son también, recreaciones de lo que ocurre en sus personajes. En la turbia condición de su sufrimiento secreto. En la cólera y el rencor que se revela de a poco.

Ryûsuke Hamaguchi crea una película que exige paciencia del espectador. Que superpone capas de argumento en pequeñas construcciones para celebrar la memoria de sus personajes. O, por el contrario, para señalar el vacío de las palabras que jamás se han dicho, se miran, se construyen o se elaboran. Una condición sobre el espíritu que contiene el arte —y a su vez, contiene a su autor— que incluso parece empalmar con el hecho de ser una adaptación literaria.

“Drive My Car” es una historia que habla sobre desastres, dolores, tierras arrasadas por sufrimientos sin rostro. Desde el hecho de que la mayor parte de la trama transcurra en Hiroshima, hasta que el centro del argumento sea la representación de una versión de Tío Vanya de Anton Chekhov, el film apela a lo irrecuperable. Y lo hace creando un eco sustancial sobre lo que se oculta, se muestra y se contiene.

En una ciudad con su propia historia trágica, un director de teatro con un duelo a cuestas, tratará de encontrar la paz en una obra que analiza el sufrimiento. Dimensión tras dimensión, la condición del transcurrir del tiempo personal se transforma en un espejo. Uno a través del cual la película muestra otras historias. Algunas tan cercanas a la superficie que pueden narrarse como un todo existencialista. Otras tan pequeñas como para ser contenidas por el miedo y la desazón.

Cualquiera sea la pregunta que “Drive My Car” intente responder, está en mitad de un tiempo inexacto y fragmentado. Una mirada a través de un espejo retrovisor. La voz incorpórea de la voz que flota en un coche en el que un hombre herido, se refugia en busca de paz. Ryûsuke Hamaguchi creó la epopeya definitiva de las heridas de una cultura que oculta sus misterios. Una pequeña gran obra de arte que terminó por convertirse en una de las grandes sorpresas del año cinematográfico.

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