Opinión

Ir a comprar cigarrillos para quedarse en casa (o en Caracas)

El verde, el poder de la naturaleza, ya no es justificación suficiente. Para los que se fueron de Venezuela, así como para los que se quedaron, nuestro país se ha convertido en un intríngulis, en un misterio social.

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Caracas, la ciudad del recuerdo y de los exilios emocionales

Hay ciudades que producen asombro y curiosidad, que nutren el desarrollo personal. Hay otras que llaman a la pugna entre el amor y el rechazo, a la disputa entre la memoria y la realidad, núcleos urbanos agotados por la tensión, poblaciones que huyen de sí mismas sin dejar de ser hogar. Caracas es una de estas últimas, y Karl Krispin, en su nueva novela: Ve a comprar cigarrillos y desaparece, descose sin piedad el atado de afectos y afecciones que llena de contradicciones a los herederos, o víctimas, de la revolución bolivariana, el esperpento político que impuso el dominio de las sombras sobre uno de los países más luminosos del Caribe.

“No pisaré Caracas mientras viva y emplearé el tiempo que tenga por delante en desconocer esa equivocación descomunal que fue nuestro país”, dice María Silvia, esposa del protagonista de la novela. Así, el cansancio matrimonial encuentra su espejo, no en la búsqueda de otro amante, sino en el agotamiento de la ciudad. Los complejos geográficos y culturales pueden tener tanto peso como los eróticos.

Solos con nuestra memoria

Hay una mirada beatificante sobre Caracas que resume la fascinación con la capital, esa que otrora fue la ciudad de los techos rojos o la sucursal del cielo: la imagen del cerro El Ávila (que no Waraira Repano). El clima, la voluptuosidad natural, atardeceres, amaneceres, cirros destellantes, azulejos en la inflorescencia del bucare, loros, guacamayas, asombros de luz que convierten el Ávila en el símbolo de lo que según un repetido mantra fue el “mejor país del mundo”, la república extinta que hoy nos atormenta en forma de nostalgia.

El verde, el poder de la naturaleza, ya no es justificación suficiente. Para los que se fueron de Venezuela, así como para los que se quedaron, nuestro país se ha convertido en un intríngulis, en un misterio social.

¿Cómo fue posible que aquel asombroso triunfo del siglo XX, aquel espacio de alegría que tanto prometía, se haya acabado apenas entrar al siglo XXI? El emplazamiento de las oportunidades, el lugar de la movilidad ascendente, de las expectativas crecientes, se desmoronó sin que nos diéramos demasiada cuenta. Nos enfrascamos con ofuscación en un vehemente proceso político, se nos llenó la mente de puro presente y, de repente, al volver la mirada, nada de lo que conocíamos o de lo que esperábamos estaba ya allí. Sólo nosotros con nuestra memoria.

“Aquel disparatado territorio en el que habitas pasó a ser por definición una dolorosa ucronía más que la famosa discronía con que algunos profesores suavizan el fracaso más absoluto de país en la historia.”

El retorno circular

La vida caraqueña no existe. El espacio colectivo ha desaparecido. Nuestro cotidiano vivir se reduce a pequeñas burbujas con existencias privadas, sensibilidades segmentadas, esfuerzos individuales por la supervivencia. Y a pesar de todo, a contracorriente del manicomio colectivo, del antipaís con su sociedad enferma, el protagonista y el autor de la novela Ve a comprar cigarrillos y desaparece decidieron permanecer en la ciudad de Caracas viviendo de su pasado. Como si las trazas de nuestro propio recorrido fueran las únicas que dan verdaderamente pertenencia y sentido.

Tal vez eso sea lo que se llama hogar, el lugar en que encajan los olores y recuerdos. El dilema permanente del emigrante, el pensamiento circular del retorno. Muchos han dejado de creer en las posibilidades de resurrección de la sociedad venezolana, su futuro está vuelto añicos y “aún así he decidido permanecer en esta comarca disuelta ya para siempre: este será tal vez el único acto lúcido que llegue a cometer. Aún así permaneceré porque pertenezco a esto.”

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