De Interés

Eurotofobia: el temor patológico a las vaginas (y todo lo que sea demasiado complejo)

Sí: si te da miedo el órgano genital femenino aunque adores a las mujeres, pero nunca has hablado de ello en público porque temes sentirte “raro”, debes saber que no estás solo y hay otras personas como tú, incluso genios como Salvador Dalí. Sí, puedes vivir con ello, aunque también tienes el derecho a mejorarlo y trabajarlo. Hablemos más de las vaginas, y no solo cuando mandan a lavarlas con Listerine

Publicidad

“La sirena era una criatura que tenía de mujer lo menos útil y de pez lo menos aprovechable”, escribió una vez Gabriel García Márquez. “De la cintura para arriba no me quieres”, le reclamó una vez su pareja a Soni. ¿Quién fue Soni? Evidentemente, alguien menos famoso que Sonny Crockett o Sonny Bono, pero la cantante venezolana Karina lo inmortalizó para mi generación en 1989. Humildemente, me cuesta estar de acuerdo sobre mujeres con García Márquez o con Soni, pero es probable que el del problema sea yo.

En la segunda semana de octubre de 2020, palabras como “Listerine” y “Totona” se convirtieron en tendencia en Twitter en Venezuela. El responsable fue Roberto Valbuena, un cirujano de Zulia que, en su cuenta de Instagram —nunca se supo si medio en broma o un poco en serio— recomendó Listerine y alcohol para hacer lavados vaginales.

Valbuena soltó en sus redes sociales algo que probablemente fue mucho más atroz que lo del enjuague bucal, aunque pasó más inadvertido: para que un hombre le haga sexo oral a una mujer, sostuvo, “debe oler muy limpia y perfumada”. Como si el sexo —en cualquiera de sus modalidades— fuera una experiencia Mistolín de la que se sale ileso. Como si bastara frotarse un pocotón de antibacterial para quedar protegido de sus implicaciones psicológicas, físicas y sociales.

Dentro de todo, creo que siempre es bueno que se ventile públicamente la vagina. Estas cosas las solemos tomar como un chistecito en las redes sociales pero, en ocasiones, pueden significar la barrera que separa a algunas personas de una vida más feliz.

Salvador Dalí (1904-1989), discutido genio catalán del surrealismo, fue una de las pocas personas que habló a los panas de su eurotofobia (o colpofobia): el temor patológico al órgano genital femenino (no debe confundirse, por cierto con ereutofobia, el pánico a sonrojarse en público, que el autor de los relojes flácidos también padecía). El pintor sostenía que el verdadero órgano del amor era el ano, y al parecer solo concedía valor reproductivo a la vagina.

Ciertamente, aunque es un error establecer una relación determinista entre tus opiniones personales y tus creaciones, hay pocos desnudos “frontales” femeninos en la obra de Dalí. O en ocasiones, sublimó su miedo a las vaginas representándolas con dientes o llenas de hormigas. Tuvo una relación bastante libre de más de 50 años con su inseparable musa Gala (la rusa Elena Ivanovna, 10 años mayor que él). ¿Qué mayor felicidad que esa? Sin embargo, se cuenta que solo tuvieron verdaderos coitos en muy pocas ocasiones, en parte por la eurotofobia de Dalí, en parte por su complejo de pene pequeño. ¿Pudieron haber disfrutado de una sexualidad más plena a cambio de una personalidad menos “intensa”? Jamás lo sabremos. Pero a todos siempre nos cae bien buscar un poco de ayuda.

Quizás todo empieza en las clases de educación sexual (“puericultura” para mis hermanos mayores), o en la mentalidad conservadora de tus padres, o en episodios de los que no estás consciente. Pero fui uno de esos niños que jamás comprendió qué era una vagina. Lo que se me enseñaba en los libros generalmente era una especie de alacrán, que correspondía más bien a la estructura interna del aparato reproductor femenino, pero no a su apariencia externa o su relación con el placer.  

Recuerdo, incluso, que creía ver esas figuras de úteros y ovarios en el tatuaje que le hacían a una mujer con las piernas abiertas en la portada de un disco de la banda alemana Scorpions, lo que incrementaba mis asociaciones: rock = transgresión = tatús = sexo = mujeres = culpa = prohibición = atracción.    

Aquí entramos en uno de los dilemas del ser humano como animal creador de cultura. Lo que hemos construido como aprendizaje humano durante milenios nos libera de los instintos, pero al mismo tiempo nos encarcela. Desde el mismo momento en que a a alguien se le ocurrió que debíamos llevar puestos guayucos —quizás empezó porque hacía frío, quizás ver penes, vaginas y senos todo el tiempo nos impedía concentrarnos en construir una civilización—, la represión juega de manera inevitable un papel en nuestra excitación.

Sería ingenuo, y quizás poco emocionante, proponer el regreso a un mundo en el que vivamos desnudos y desinhibidos, como aquel reggaetón que dice: “Vamos a pegarnos como animales”. Desde el momento en que hay diferencias biológicas entre hombres y mujeres —incluso diferencias dentro de los hombres y diferencias dentro de las mujeres— y tenemos conciencia de ellas, nace un misterio que probablemente es necesario para el despertar del deseo, o a menos hablo por mí como heterosexual.

Hay hombres que crecemos pensando en la vagina como una especie de flor carnívora monstruosa, como algo infinitamente complejo —Felipe, el de Mafalda, comparaba a las mujeres con la caja de cambios de un automóvil de Fórmula Uno—, como algo que come gente, como en aquel segmento animado de The Wall de Pink Floyd en el que el sexo es más una batalla cruel que una celebración. Muchas mujeres crecen con complejos hacia sus propias vaginas, como algo que sangra, es feo o huele mal. O por el hecho de no tener “nada” entre las piernas, mientras los hombres sí tienen “algo” que con frecuencia se asocia al poder.

¿Dónde está el límite entre lo normal y lo patológico? Es difícil determinarlo. Con frecuencia me parece más atractiva la imagen de una mujer vestida o en topless (con la parte de abajo del bikini puesto) que totalmente desnuda, por lo menos de entrada. Cuando he recurrido a servicios sexuales virtuales —en los que hay que tener enorme precaución en Venezuela para no ser estafado—, me he encontrado con muchas mujeres que se sorprenden porque les digo que no quiero ver masturbaciones ni primerísimos planos de totonas, sino gestos más simples: quitar y ponerse un sostén, por ejemplo. Con frecuencia no me comprenden y rechazan llegar a acuerdos. Quizás porque ya tienen todo su material preestablecido.

A veces, si quieres a las mujeres de la cintura para arriba —a diferencia de Soni, el de Karina—, también puede ser un problema. Probablemente ya eso no podré cambiarlo nunca. Siempre me atraerá mas sexualmente la Sirenita que Sharon Stone y las personas que somos así y tampoco comemos pescado, diga lo que diga García Márquez, también tenemos derecho a existir.

Mi temor a la vagina —sin llegar a ser un terror—, ha sido un problema en mis relaciones de pareja. Me es imposible negarlo. Probablemente es solo una expresión de un temor a las mujeres, a la complejidad de las relaciones adultas, a la independencia, a la vida en general. Supongo que para simplificar todo, llevándolo a su extremo más atroz, en algunas culturas se practica la mutilación femenina. Siempre estamos a tiempo de trabajarlo y mejorarnos, idealmente, a través de la paciencia y el amor, pero también con terapia.

Te puede gustar estéticamente o no una vagina. Pero deberíamos hablar más de ella en las redes sociales, así sea para aclarar que no debería lavarse con enjuague de menta para ser deseable. Debería haber más mujeres cantando sobre la calocha. Es bueno que nos enseñen a ponernos un condón, pero también deberían enseñarnos cómo ubicar un clítoris en Google Maps. 

Publicidad
Publicidad