Opinión

Julio Mayora y la cultura de la ofensa

La orfandad del atleta de alto rendimiento se demuestra en la facilidad con la que se juzgó a Julio Mayora, tras obtener la medalla de plata en Tokio 2020. Es en las redes sociales donde se genera un discurso que globaliza la ofensa. Así, se pasa del héroe que obtuvo un triunfo meritorio e impensado al "jalabola de Chávez" en segundos

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Mayora

¿Qué fue primero, el tuit o el tuitero?

En una brillante columna de opinión, la abogada española Natalia Velilla hacía una interesante defensa de la imbecilidad. O mejor dicho, del derecho «a ser imbécil». Luego de recordar al historiador romano Cayo Suetonio, quien mantenía que «en un Estado verdaderamente libre, el pensamiento y la palabra deben ser libres», la columnista expresaba: «Creo que ha llegado el momento de apartar al romano a un lado y decir que lo que verdaderamente mide nuestra democracia es el respeto al derecho a ser imbécil. Los imbéciles deben tener derecho a pasear su medianía, su mediocridad y su falta de capacidad. Y el resto debemos tener el aguante constitucional de permitir que lo hagan, si bien preservando o nuestro derecho a no escucharles o a rebatirles. Si conseguimos no convertirles en famosos, ya seríamos un país serio. Eso es mucho pedir».

Las últimas líneas me parecieron fascinantes: «Y el resto debemos tener el aguante constitucional de permitir que lo hagan, si bien preservando o nuestro derecho a no escucharles o a rebatirles. Si conseguimos no convertirles en famosos, ya seríamos un país serio».

El triunfo de Julio Mayora en los Juegos de Tokio y la posterior dedicatoria a Hugo Chávez nos obligó a poner en práctica «ese aguante» del que habla la columnista. En Twitter, ese lugar que reúne las opiniones menos pensadas, se armaron los polos. Estaban los que decían entender el contexto en el que se ofrecían las declaraciones (coacción de autoridades del Estado) y quienes veían en el discurso una terrible agresión, una apología al apartheid que caracterizó y aún caracteriza al régimen chavista.

«Me quedo con» fue la frase más repetida en la red social. Algunos se «quedaban» con la obtención de la medalla, aunque realmente eso solo le pertenece al atleta y otros no se quedaban con nada, porque se sentían ofendidos. Fue borrado de un plumazo que en el primer discurso, espontáneo tras levantar cientos de kilos, el agradecimiento del atleta fue para Venezuela, sin ningún tipo de distinción.

Juan Soto Ivars, un columnista odiado por el progresismo y la izquierda, por sus agudos comentarios sobre los identitarismos contemporáneos, explicaba cómo funciona la ofensa en un mundo hipercomunicado. «Se hablaba de la globalización como lo mejor del mundo. ‘¡El conocimiento va a llegar a la última africana, todo el mundo tendrá cultura gratis en Las Hurdes, van a salir intelectuales de debajo de las piedras en Albacete!’. Claro, es el discurso tecnoutopista. ¿Qué se ha visto? Que no pasa eso. Que lo que más se globaliza es la ofensa», explicaba en una entrevista para la web de Zenda.

Luego, el autor de La casa del ahorcado (Debate, 2021), ponía el dedo en la llaga sobre cómo funciona esto en la práctica: «Todo empieza con alguien que dice alguna barbaridad y, acto seguido, la prensa dice: “¡Mirad lo que ha dicho este!”. Pero muchas veces no es la prensa, sino los propios tuiteros los que convierten a un comentario irrelevante en un debate nacional. Posteriormente intervienen los medios, dándoles visibilidad, en un ciclo que solo se detiene cuando alguien dice una nueva barbaridad.

Y claro, ante esta hipersensibilidad, nos vemos obligados a aclarar que lo de «imbécil» y «barbaridad» no es en alusión a Mayora ni a sus declaraciones, sino a la bulla que se ha creado en torno a un triunfo que debía significar mucho para un país sumido en miles de desgracias.

¿De qué vive un pesista?

Hace dos años, Mayora le decía a Correo del Caroní, tras recibir un apartamento en Fuerte Tiuna, una promesa pendiente que «el presidente Nicolás Maduro cumplió. Ahora espero que me ayude a subir mi beca deportiva mensual de 60 mil a 300 mil por lo menos. Además, que la paguen cada 30 días y no acumulen tres meses para cancelar todo”.

Si sacamos la cuenta, según la tasa del Banco Central de Venezuela, en agosto de 2019 el atleta recibía 3,33 dólares mensuales y aspiraba a poco más de US$16, por beca. En esa misma entrevista, explicaba que en su estado natal, La Guaira, era menos que un conocido: “Para nada me ha apoyado… para nada. Quisiera tener más apoyo de mi entidad, las pesas es el deporte olvidado por esta gobernación. Creo que no es justo que para unas disciplinas sí hay apoyo y para nosotros no. Tenemos muy buenos resultados en el país, los cuales nos llevan a estar incluidos en las selecciones nacionales, y cuando competimos afuera también demostramos nuestro gran nivel”.

El nacido en Catia La Mar es un ejemplo de talento innato y constancia pura. No hay un evento en el que no haya brillado, desde que llegó a selección nacional en 2013, con 17 años. En el presente ciclo olímpico, su rendimiento es de leyenda: primer lugar en los Juegos Bolivarianos de Santa Marta (2017); Suramericanos de Cochabamba (2018); Centroamericanos y del Caribe de Barranquilla (2018); Panamericanos de Lima (2019) y ahora, plata en Tokio. Y con apenas 24 años.

A pesar de haber brillado en los últimos 5 años, muy pocos venezolanos lo conocían hasta que ganó la medalla de plata. Y tras ese enorme esfuerzo, para un sector del país se trata simplemente del «atleta que le jaló bolas a Chávez». No solo es un insulto, es un reflejo de la orfandad del atleta de alto rendimiento.

Los venezolanos que sueñan con llegar a unos Juegos Olímpicos emprenden un camino en solitario, sin apoyo de la empresa privada. Muy pocos cuentan con un patrocinador, como Daniel Dhers, o pueden entrenarse afuera como Yulimar Rojas. Es el Estado que se encarga de conseguir cualquier intercambio deportivo y, mientras el resto de los humanos estamos tuiteando sobre la última serie de Disney+, la mayoría debe ejercitarse en las precarias condiciones que muestra el IND, o en instalaciones con pistas en mal estado y colchonetas corroídas. Eso es lo que pocos ven, porque frente a las cámaras, solo se transmiten los eventos finales, las competencias, no las preparaciones.

Cuando se dan los resultados, las autoridades ofrecen el oro y el moro. Con Rubén Limardo (oro en Londres 2012) se aseguró que la esgrima sería el deporte del futuro en Venezuela, y cientos de escuelas se abrirían en el país. ¿Resultado? El propio atleta terminó trabajando en un servicio de delivery en Europa mientras entrenaba. Tras el desempeño de Rojas en Río 2016 (plata), se anunció la masificación del atletismo, pero representantes de la modalidad, como Euro Yánez, protestaron porque solo recibían una beca de $20 de parte del Ministerio del Poder Popular para la Juventud y Deportes. Y la lista sigue.

¿Cuáles son las opciones si se revelan? ¿Qué les puede ofrecer otro país si ni siquiera el refugiado Edic Sella pudo regresar a Trinidad y Tobago? Los atletas están tan solos como aquellos venezolanos que dependen de un funcionario para sacarse un pasaporte (y algunos se toman fotos agradeciendo por la labor del Saime) o para comer con el CLAP. Esa es una realidad que no se resuelve activando el ofendómetro en Twitter.

Decía Pedro Juan Gutiérrez, escritor cubano, sobre su país, que ciertamente inspiró y apoyó al régimen venezolano actual: «Es la ley del sobreviviente. El equilibrio de ese cementerio me maravilla. Me gusta saber que existe y que está ahí. Pero no vivimos en los cementerios ni en la eternidad. Este pedazo de tiempo, o de eternidad, que se llama vida, es brutal, salvaje y doloroso. Y hay que sobrevivir. Como sea. Con garras y colmillos. Hay que defenderse y luchar».

A los atletas venezolanos, que no pueden aspirar a la profesionalidad del béisbol, fútbol o baloncesto, que trabajan 5 años para ganar o perder en cuestión de segundos en unos Juegos Olímpicos, solo les queda eso, defenderse y luchar. Todo eso mientras el resto tuiteamos.

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