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Todos los rostros de la muerte ¿el miedo y la esperanza son la misma cosa?

Incluso las costumbres más cotidianas de nuestra vida — como tener mascotas, sentir afinidad por nuestro animales de compañía, los símbolos que representan al bien y la lealtad en muchas culturas — están basados en ideas que rinden homenaje de una manera y otra a la muerte. Quizás esa perenne certeza de que somos una parte muy pequeña de un todo infinito, es lo que hace que la fe y el miedo, esa percepción sobre lo inexplicable, vayan por caminos muy semejantes.

Aglaia Berlutti
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¿Qué despierta el miedo? ¿Qué hace que ciertas situaciones sencillas nos parezcan de insoportable belleza y otras de terrorífica simbología? La religión es el punto medio no sólo entre lo que creemos — ese instinto que nos lleva a admitir la posibilidad de lo desconocido — y su conversión en dogma. O es lo que solemos pensar, cuando creer en Dios pasa de ser un asunto filosófico a una cuestión concreta sobre cómo comprendemos la incertidumbre, que al cabo, es todo lo que concierne a los dominios de la fe.

Intentamos elaborar una idea que pueda sostener el miedo a lo desconocido, a lo que no sabemos explicar. Pero en especial a la posibilidad que la vida sea una simple coincidencia de variables que nos lleva a pensar en que al final, no hay otra cosa que tierra, cenizas. O ambas cosas.

No es un pensamiento agradable, sin duda. Y la pregunta sobre la fe, lo religioso y lo paranormal, forma parte de todo lo que hacemos, lo admitamos o no. Después de todo, admitir que algo podría ocurrir fuera de toda explicación es angustioso, pero también toda una revelación. Por ese motivo, Caravaggio confesó una vez que pintaba hombres “reales”. “Más allá la oscuridad”. Es una preocupación mundana, insistente y persistente. Una que se ha extendido por siglos, culturas e Imperios.

Catalina la Grande, emperatriz de Rusia, se obstinó por explicar la noción de lo que “no podía verse”. Voltaire también. Nietzsche meditó sobre Dios como un fenómeno intelectual y el positivismo desmenuzó la idea de la creencia hasta volverla un planteamiento casi lógico. Crees porque tienes la necesidad de hacerlo, porque lo que nutre a la mente y al espíritu, a menudo está vinculado con la imaginación y la necesidad de asumir el poder de la fe — inexacto y eficaz para la manipulación — como una parte de lo que somos.

La inquietud perdura. En una de las escenas de la película “Hereditary” de Ari Aster, una aterrorizada Toni Collette mira su obra — esa extraordinaria, meticulosa y tenebrosa casa de muñecas que parece contener su vida entera y la de su familia — con los ojos muy abiertos y aterrorizados.

Fotograma de Hereditary

Acaba de descubrir el vínculo del Mal — esa percepción malévola sin rostro y sin nombre, enraizada en el tiempo y su propia historia — no sólo existe como parte de una idea más grande que ella misma, sino como una percepción colectiva sobre quienes somos y quienes podemos ser. Y ese descubrimiento — esa epifanía siniestra que le hace lanzar alaridos aterrorizados — parece sostener no sólo el argumento de la película sino algo más profundo: el motivo por el cual la fe y su reverso oscuro, el miedo, sigue siendo parte de una idea mucho más profunda y casi ideal sobre el espíritu humano. Un reflejo del tiempo que transcurre y sobre todo, de la versión de ese espíritu implacable y desalmado del terror — convertido en presencia dual y en metáfora — como un lenguaje en sí mismo.

Se trata de una reflexión que está en todas partes. Uno de los participantes en el Máster de escritura creativa que llevo a cabo, es un hombre británico ateo que escribe microcuentos de terror. Cuando explicó su predilección por el género, comentó que era mucho más sencillo “escribir sin creer, que al contrario”. No supe que decir al respecto. Cuando le pregunté si entonces sólo se basaba en relatos que había escuchado o en leyendas populares, soltó una carcajada.

— Te debe parecer complicado que no crea en nada.

— No. En realidad, me desconcierta que tus cuentos sean tan efectivos aún cuando no lo haces.

Mi compañero escribe relatos escalofriantes de menos de un párrafo. Todos están basados en leyendas rurales y pastorales del Norte de Gales y como no, son realmente escalofriantes. Uno en particular — el de una mujer a la que sigue una multitud de sombras de ojos brillantes — dejó a todo el grupo debatiendo acerca de lo paranormal y lo sobrenatural. Como una de las pocas latinoamericanas en la clase, alguien me preguntó si creía en “fantasmas y apariciones”.

— Después de todo, llevan el realismo mágico en la sangre.

Australiano, treinta y dos años, escritor de relatos eróticos mezclados con ciencia ficción. Me eché a reír con buen humor. Me pregunté cuando aquel hombre al otro lado del mundo había escuchado por primera vez ese término que parece resumir lo latinoamericano en otras latitudes.

— La verdad, se trata de algo más que eso. Pero claro que creo en lo sobrenatural.

Silencio en el ágora moderna de Zoom. ¿Era muy extraño admitir algo semejante? Supongo que sí: después de todo, somos una cultura convencida de su fugacidad, que no solamente destronó a la Divinidad y la convirtió en algo semejante a una certeza, sino que asume su finitud desde la maravilla. Todos sabemos que moriremos y que con toda probabilidad, no habrá nada al otro lado. Un pensamiento poco caritativo pero profundamente realista.

¿Y quienes somos esta generación de artistas educados por Internet y por titulares momentáneos de noticias con toda probabilidad falsas? Descreídos, por supuesto. Nihilistas rotos por la necesidad de entender — o desconocer, a veces es lo mismo — esa naturaleza del ser humano que le empuja a creer en lo trascendental.

— Pero ¿crees realmente o sólo forma parte de su cultura? — pregunta alguien más. Veintidós años, cortas crónicas de la vida en Cincinnati.

— Creo — afirmo, aunque al momento, no sé si es del todo cierto eso — o mejor dicho, no estoy segura que no haya un motivo para no creer.

Mi inglés no es tan bueno como para explicar una idea así de compleja por las buenas, de forma que respondo preguntas hasta que alguien sonríe y pide el derecho de palabra. Uruguayo viviendo en Naples, Florida. Escribe novela negra o “le echo el intento” afirmó en su hoja de presentación.

— Me parece que tampoco es tan desconcertante que alguien crea en lo sobrenatural — comenta — yo también lo hago, aunque en realidad… — suelta una risita — no es sólo creer. Es tener la mente abierta para el fenómeno. No hay capacidad de asombro en la actualidad.

Durante las dinámicas de grupo, todos solemos tener la cámara y el vídeo en pausa, para mejorar la conexión, que es muy distinta entre los diferentes usuarios. Pero en esta ocasión, todas las casillas se llenan de rostros que parpadean. El australiano — cuya voz atronadora siempre me inquieta un poco — resulta ser un hombre de mediana edad con mofletes enrojecidos y la piel de la frente un poco despellejada. El Uruguayo, un hombre de rostro pálido y cabello revuelto que sonríe. Conocidos desconocidos. Otro fenómeno ¿sobrenatural? de nuestra época.

— ¿A qué llamas capacidad de asombro? — se sorprende alguien.

— A esa fantasía que todo debe tener explicación — prosigue el uruguayo — que simplemente cada cosa que ocurre tiene un motivo, es justo o injusto. ¿Eso es posible? Vamos, sí apenas conocemos el 2% de la realidad.

— Conocemos lo suficiente para sacar conclusiones — dice el hombre de Nueva York que escribe sobre su familia, sobrevivientes al genocidio armenio — ¿Eso no es importante?

— ¿Y como sabes que todas las conclusiones son las correctas? — pregunto.

— Allí encaja lo sobrenatural, supongo — insiste el australiano. Todos nos echamos a reír.

De nuevo se apagan la mayoría de los micrófonos y las cámaras. El facilitador, que escuchó con atención, ahora nos propone escribir justo sobre el tema de lo sobrenatural. Alguien se queja en el pequeño chat de la izquierda — la chica de Delft a la que supongo el tema le debe resultar incómodo — pero al final, el tema termina apasionando al grupo. El Australiano enciende el micrófono y vuelve a reír.

— La venezolana se salió con la suya — dice.

— ¿La mía?

— Ahora todos pensaremos en fantasmas filosóficos.

— Oye, pero realmente hablamos sobre lo sobrenatural ¿no? — dice el uruguayo — fantasmas, aparecidos. Lo inexplicable.

— Sí, me refiero a eso.

No importa lo que hagas

Quizás esa perenne certeza que somos una parte muy pequeña de un todo infinito, es lo que hace que la fe y el miedo, esa percepción sobre lo inexplicable, vayan por caminos muy semejantes. Por ejemplo, mi amigo G. sufre de un profundo e invalidante miedo a la muerte. Tan arraigado y tan duro de sobrellevar, que le tomó años incluso admitir que lo sufre. Se trata de una fobia irracional que no le permitió asistir al sepelio de su padre y le impide incluso visitar su tumba. Cuando me lo comenta, lo hace entre avergonzado y desconcertado.

— Simplemente no puedo tolerar la idea de la muerte — me confía — de verdad, no puedo aunque lo intento. No puedo…digerir que moriré. Que no importa lo que haga, cuanto me cuide o todas las precauciones que tome, moriré.

Incluso explicarme eso, lo sume en un estado de nerviosismo que me preocupa. Toma un sorbo de café, aprieta la taza entre las manos con dedos temblorosos, el rostro se le llena de sudor. No sé que decir a eso y lo único que se me ocurre es tan poco reconfortante que prefiero también tomar un sorbo de café hirviendo.

Según los celtas, la muerte es el único paso real que el ser humano da en un mundo incierto. La frase tiene dos mil años de antigüedad pero parece describir mejor que cualquier otra la percepción que aún se tiene sobre quizás el único concepto que el hombre no ha podido matizar o definir a medias. Tal vez por ese motivo, la muerte es un tema recurrente en toda mitología, cultura, sociedad y pensamiento humanista. Lo es por implacable, irrevocable, por el hecho que es imposible ignorarla a pesar de todos los intentos que hagamos para lograrlo. La muerte, como tal, es un concepto integro, tal vez uno de los pocos por completo absolutos que posee la realidad analizada como forma de comprenderla.

Foto: Aglaia Berlutti

Más allá de cualquier razonamiento

Una idea escalofriante sin duda. Pero pensemos que nuestros ancestros, que no tenían la capacidad reflexiva que tenemos  — o se supone deberíamos tener — en la actualidad: probablemente se manejaban por intuición y aceptaban este momento con naturalidad por el sólo hecho de vivir inmersos en un cosmos marcado por la transitoriedad de todas las cosas, y que los llevaba a asimilarse al resto de los seres.

No obstante, la muerte como idea, parece resistirse a toda interpretación humana. Lo mismo que la vida. Y la percepción de Dios — su presencia y ayuda — es un inevitable consuelo. Una forma de sostener la persistente necesidad de comprender lo que somos y qué es el ser humano con exactitud. Ocurre como parte de la naturaleza — la transitoriedad aparente — y sin embargo, nos lleva un supremo esfuerzo aceptarla.

Quizás por eso, siempre habrá dos maneras de entender a la muerte: desde la adoración y el temor. La vida que significa transformación, final y tránsito y avanza hacia una concepción de la mortalidad como parte de la belleza de lo que nos sobrevive. Aún así, la muerte sigue siendo la muerte.

Hará un par de días, leía un artículo sobre la necesidad de cuidados paliativos en pacientes terminales. El autor investigó en numerosos hospitales estadounidenses hasta concluir un hecho que por obvio, redunda: nuestra cultura ignora y trata de restar importancia el hecho físico y emocional de la muerte y celebra la vida desde cierta idea general. No sólo ocultamos a quienes se encuentran en tránsito de agonía, sino que además, los cuidados que se prodigan a quienes están a punto de morir están destinados a evitar el sufrimiento físico, como si el mental no fuera también otra de las manifestaciones de esa suprema angustia de mortalidad que engendra la posibilidad cercana de fallecer.

Elemental, mi querida Muerte

Se suele decir que el hombre es uno de los pocos animales que puede y encuentra la muerte de manera consciente. Un nivel de racionalidad que los animales no puede alcanzar y que nos distingue en esa percepción de la muerte como elemento de la vida. O al menos, eso es la idea general. Proust solía decir que “la muerte ilumina la otra frontera de la vida, sus comienzos, el nacimiento”. En otras palabras, la vida sólo existe porque aceptamos la muerte — y su posibilidad — y disfrutamos la vida a plenitud en contraposición. Una idea muy romántica sin duda, pero que resume esa percepción de la muerte como un concepto elemental para analizar los hilos que mueven nuestra conciencia.

Para la cultura hindú, esa cierta “supra conciencia” de la muerte suele definirse como una aceptación tardía de nuestros límites. Todo ser vivo morirá y “renacerá” como parte de la idea general de las cosas. Un pensamiento optimista que sin embargo, esconde ideas mucho más mórbidas sobre lo que ocurre al morir e inmediatamente después. Quizás ese sea el motivo por el cual para los indígenas norteamericanos sea necesario vestir al cadáver con ropa nueva y luego pintar su piel de rojo. La ropa celebra la vida que comienza y el color rojo, el regreso al útero esencial: la tierra.

En el budismo Tibetano, el cuerpo se lava, se coloca en posición fetal y se envuelve en una tela blanca, de manera que la mente — o la conciencia — pueda abandonar la carne y elevarse en diferentes estratos de iluminación. Pero la carne queda por supuesto y esa identidad abstracta que se asume ineludible, sigue siendo una idea que nunca llega a resolverse con claridad. Para el Zoroastrismo incluso la percepción sobre la muerte es mucho más inquietante: el cuerpo es cubierto por una sábana blanca y se invoca a un “perro de cuatro ojos” para que se asegure que no quedan restos de vida. Una y otra vez, el pensamiento estructurado sobre la muerte admite que la única visión que puede idealizarse es el destino final del cadáver. Esa noción de ultima morada que suele ser tan desconcertante como dolorosa.

India, cremaciones de cadáveres. (Foto AFP)

La tanatofobia de mi amigo no es un caso único, aunque sí por supuesto, quizás uno muy fuerte. La psiquiatría moderna atribuye el pánico a la muerte a una idea concreta y meditada sobre el tránsito real el hecho que podemos morir. La muerte ocurrirá — antes o después — y el hombre debe lidiar con esa certeza. La pregunta es: ¿es capaz el hombre de poner en armonía este hecho con su sentimiento por la vida?

El escritor Stephen King suele decir que el temor a la muerte es el último monstruo debajo de la cama. Un terror del cual se reflexiona apenas pero que siempre existe ¿cómo pudo primero el hombre soportar el horror que la muerte le producía? ¿Cómo pudo usar ese terror como una herramienta para valorar la vida, construir ideas constructivas al respecto e incluso analizar la visión sobre su identidad a partir de esa percepción del final?

En tránsito

La antropóloga Margaret Mead escribió una vez que al principio, todos los dioses y diosas de los panteones primitivos estaban relacionados con la vida y con la muerte. Se trataba de una adoración al hecho físico y real de dos manifestaciones que no podían explicar: nadie entendía muy bien el principio que regía la vida — lo que hacía que una mujer se embarazara y diera a luz un bebé — o el que determinaba la muerte. Así que los Dioses — violentos, amantes, torturadores, extraordinarios — tenían la capacidad de dar vida y también la muerte como parte de su poder. A partir de allí, la evolución a divinidades que pudiera nacer o matar, pero jamás morir fue una transición que reflejó las creencias y los temores culturales de una manera muy clara. Los monstruos — después llamados demonios — habían cambiado para transformarse en deidades tectónicas del destino, en las que la muerte y la vida conviven en una armonía primordial.

En los funerales ghaneses se celebra la vida antes que la muerte. Y se hace justo por el pensamiento insistente que se trata de un tránsito necesario entre dos estados de conciencia que se complementan entre sí. Los féretros ghaneses tiene formas de objetos cotidianos y buscan asumir la percepción que la vida continúa a pesar de la desaparición física de quien muere. ¿Cuántas imágenes ha creado el ser humano para proyectar su idea de la muerte? ¿Cuántas cientos de ideas que no están directamente relacionadas con la vida y la muerte se entrecruzan para sostener la idea que tenemos sobre nuestra permanencia.

Entre el bien y el mal

No necesariamente, pienso aunque no se lo digo. No sé por qué, su comentario me recuerda a la obra de Edgar Herzog, que dedicó una complicada y hermosa investigación sobre la figura de la muerte personificada y sus misteriosas implicaciones en nuestro cultura: Hel (la diosa de los muertos y del Mundo Subterráneo entre los escandinavos) y Calipso derivan de una misma raíz indoeuropea: kel(n), que significa “esconder (en la tierra)”. Los pueblos paleoasiáticos conocen un demonio, o demonios, Kalan, Kala (éste último con cara de perro) que personifican la muerte y la enfermedad. La diosa Hel es hermana del lobo Fenrir, aquél que se desatará hacia el fin de los tiempos, y tendrá un rol destacado en el combate entre los dioses y las fuerzas del Mal. Para empezar, devorará al sol.

También Jung teorizó sobre lo mismo: para el psiquiatra, incluso las costumbres más cotidianas de nuestra vida — como tener mascotas, sentir afinidad por nuestro animales de compañía, los símbolos que representan al bien y la lealtad en muchas culturas — están basados en ideas que rinden homenaje de una manera y otra, a la muerte.

Con frecuencia, El perro y el lobo aparecen como un acompañante al más allá, muchas veces, un protector. Así, Anubis con cabeza de chacal es en realidad el portador de la resurrección, y en la creencia azteca un perro amarillo o rojo, Xolotl, trae de nuevo a la vida a los muertos que están en el más allá. En India, Siva, destructor y dios de la muerte, es llamado “señor de los perros”, aunque si profundizáramos en la figura de Siva veríamos que es relativa esa asociación. Virgilio dice en la Eneida que en realidad el perro de los infiernos Cerberos “es” la tierra que absorbe a los muertos.

Incluso en el mundo cristiano, el hecho de la muerte parece ser tan evidente como en culturas más antiguas. Desde el hecho que Cristo crucificado sea el símbolo de la transición de la vida y la muerte, hasta que la percepción del aspecto terrorífico de la muerte — y que incluye la promesa de la vida eterna y la resurrección — parece referirse de manera directa a la idea de esa percepción de la muerte como enemigo a vencer. Un pensamiento clásico que por siglos fue parte de todo tipo de religiones y creencias paganas.

— Pienso que es indispensable saber que podemos morir para comprender cuan necesario es apreciar cada momento que estamos vivos — digo y hasta a mi misma, la frase me suena a un inevitable cliché. Pero aún así, no puedo decirla de otra manera o analizarla de una forma más simple — vivo y quiero vivir porque es probable que sea la única trascendencia que pueda alcanzar. Que más allá de esta fugaz idea sobre la conciencia del ahora y el después, la muerte sea lo único seguro.

Foto: Daniel Hernández/El Estímulo

Mi amigo no responde y yo tampoco lo hago. Noto su terror y lo respeto y al mismo tiempo, siento un alivio indefinible hacia esa idea que analizamos, esa muerte ideal que ninguno de nosotros entiende en realidad. Y recuerdo esa insistencia de Margaret Mead al analizar la muerte. Para la antropóloga, la actitud de las tribus primitivas hacia lo desconocido — esa idea que se articula y cambia en una imagen de lo “otro”, la reacción a la ausencia — es tan natural como profunda. Como si esa percepción que tenemos de nuestro final — que pocas veces analizamos como un hecho real — dejara de ser tan importante como sus implicaciones. Esa mirada hacia la posibilidad de la incertidumbre, lo que no existe, el misterio supremo. La muerte velada, implacable que forma parte de nuestras vidas.

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