Opinión

Carta desde Málaga: Hasta una nueva explosión cósmica

Rodrigo Blanco Calderón, autor de "The Night" y "Las rayas", suelta un rato el libro que está leyendo para contarnos sobre sus días de cuarentena en Málaga, España

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Cortesía Rodrigo Blanco Calderón
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“En los momentos de mayor sinceridad, todos somos conscientes de que las bacterias gobiernan la Tierra”, dijo Stephen Jay Gould, un famoso biólogo evolutivo. La frase la cita David W. Walter en El subsuelo: Una historia natural de la vida subterránea, libro que me ha acompañado los primeros días de la cuarentena impuesta por la pandemia del COVID–19, A.K.A, «El coronavirus».

Una de las cosas que más me ha llamado la atención en esta crisis es el redescubrimiento colectivo de la lectura. Al menos, en redes sociales parece haber un consenso en que el encierro obligatorio nos permitirá por fin leer todos los libros que, a causa del trajín de la cotidianidad, no podemos ni siquiera abrir.

Cierto es que la cuarentena en la mayoría de los casos implica una especie de cárcel preventiva con pareja, hijos y a veces hasta mascotas. Y que para muchos es, además, la incorporación a la dinámica del «teletrabajo». Así como para otros es el embrutecimiento con noticias, películas y libros gratuitos, para no pensar en cómo demonios van a pagar las cuentas del próximo mes.

Es por ello que quizás la experiencia aquí en Málaga me ha servido para caer en cuenta de lo particular de mi oficio y del modo en que lo ejerzo. Pues yo vivo y trabajo en mi casa. Y mi trabajo consiste, básicamente, en pasar la mayor parte del día leyendo lo que me da la gana. Cuando al fin se logre controlar la pandemia y podamos salir a la calle sin restricciones, mi rutina seguirá más o menos igual. Como si el verdadero apestado fuera yo, o los que como yo trabajan en pijamas con las narices metidas entre las páginas de un libro.

“Ratón de biblioteca”, se dice en español. Sin embargo, prefiero la expresión inglesa bookworm -“gusano de libros”-, que se acerca más a nuestra condición parasitaria.

Mi esposa y yo tenemos una hija, Xica, una adorable Shih Tzu a la que saco a pasear en las mañanas. Entre las excepciones a la cuarentena está el poder sacar a pasear rápidamente a las mascotas. Si tuviéramos un hijo humano, no podríamos sacarlo junto a Xica. Y la razón de esta injusticia es que los perros, a diferencia de los niños, no se contagian de coronavirus. Lo cual me ha llevado a una reflexión de Perogrullo aunque no por ello menos reveladora: que Xica pertenece a otra especie animal y por más incondicional que sea nuestro amor, ella no es nuestra hija.

Y sin embargo.

Si algo demuestran las pandemias es la íntima comunidad de los reinos. De eso habla David W. Walter en su libro, cuya tesis principal afirma que muy probablemente la vida sobre el planeta Tierra tuvo su origen en el subsuelo.

Dice Walter: “Quizá fuera una noche estrellada, hace miles de años, cuando algún Homo sapiens primitivo salió de su cueva, contempló el cielo y se hizo por primera vez la pregunta existencial: ¿estamos solos? Y la pregunta nos ha rondado desde entonces. Nadie podría haber adivinado, hasta hace un par de décadas, que una pista importante acerca de dónde buscar vida extraterrestre quizá estuviera aquí mismo, en la Tierra, bajo nuestros pies, en la ‘biósfera profunda y caliente’”.

La lucha constante contra la naturaleza, después de miles de años de evolución, nos ha hecho olvidar que los humanos somos parte de ella. Su parte más destructiva, según el historiador Yuval Noah Harari, autor del superventas Sapiens. De animales a dioses: Una breve historia de la humanidad. Lo que no impide que seamos eventualmente objeto de nuestra propia destrucción. Así lo plantea Harari en su libro: “Es dudoso que el Homo sapiens esté aquí todavía dentro de 1.000 años”.

La afirmación casa muy bien con el ambiente apocalíptico de estos días. La peste, de Camus, ha vuelto a venderse como pan caliente en Francia. Y los artículos sobre la peste bubónica o la gripe española no se han hecho esperar. Mientras, el virus avanza, contagiando y matando gente y golpeando con severidad a la economía global.

Como un Chernóbil artesanal, sin gluten, el coronavirus es una presencia intangible pero sintomática. Aunque cumplo con religiosidad las normas de lavarme constantemente las manos y tratar de no tocarme la cara y salir solo para lo indispensable, el virus entra a mi casa y a mi cuerpo por las branquias de la sugestión. Cada mañana leo las noticias. Veo al Papa oficiando misa ante nadie en la plaza del Vaticano. Veo el video de un venado entrando, estupefacto, a una iglesia desierta. El de un hombre disfrazado de dinosaurio siendo conminado por la policía de Murcia a regresar a su casa. Leo las actualizaciones del periodista Matthew Bennett sobre el coronavirus en España.

Hago todo esto con el primer café del día y enseguida empiezo a sentir escozor en los ojos.

El miedo, al principio, es el más evidente: el contagio. Y sus consecuencias: el pavor de ser un venezolano en el extranjero que jura que la comida y los medicamentos se van a acabar. Es el único momento difícil del día. El “momento existencial”, diría, pues lo que anida en el fondo de mi preocupación cada mañana es una angustia biológica: la angustia por la inevitable extinción de nuestra especie.

Fuera del libro

Si esa mañana toca salir a hacer mercado (trato de hacerlo cada dos o tres días), la angustia se disuelve en su propio caldo de cultivo. Sentir el viento de la calle solitaria, apenas marcada por esos tiernos patrulleros del Apocalipsis que son los perros con sus dueños, me reafirma en el miedo al contagio.

También me recuerda que la batalla contra el virus se libra en una dimensión inaccesible para mis sentidos. Es una guerra invisible, como la que los venezolanos de bien han librado en los últimos veinte años. El enemigo está allí, agazapado en algún pliegue del aire, pero de alguna manera siempre logramos regresar a casa.

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Pero, ¿a qué casa regreso cuando vuelvo de buscar el alimento para traerlo a mi cueva? Y cuando digo casa, digo también ciudad, país y planeta. Algo profundo ha cambiado en estos días y para todos.

Muchos tratan con afán de llenar las horas de esta cuarentena que apenas comienza con diversas actividades promovidas a través de las redes sociales: lecturas de novelas, visionado de películas, recorridos virtuales por los museos, clases a distancia con distintos especialistas. Por no hablar de los ya célebres conciertos e interacciones entre vecinos de un balcón a otro. Sobre todo en Italia. Lo cual no solo es normal sino hasta necesario.

Como lo señala el propio Harari, una de las causas de la sobrevivencia del Homo sapiens fue su capacidad de construir comunidades más numerosas que las habituales para los humanos primitivos. Y la clave de estas aglomeraciones funcionales fue lograr establecer una red de relaciones y de cooperación entre extraños a partir de un uso único del lenguaje. Un lenguaje que a través de la ficción, es decir de la referencia a entidades que no existen de manera objetiva, nos permitió permanecer unidos como grupo. Es lo que Harari llama las “realidades imaginadas”, que son la raíz de instituciones fundamentales de la sociedad contemporánea como las leyes, el dinero, la nación, la cultura o las religiones.

También es verdad que en este voluntarismo se puede percibir una renuencia a aceptar la cuarentena por lo que es: un tiempo muerto, un vacío absoluto, que resulta muy difícil de contemplar a los ojos. Un rechazo a la idea de que para los seres humanos, al igual que para el replicante Nexus 6 en Blade Runner, “time to die”. Una hora de marcharse que ha empezado mucho antes de nuestro propio tiempo en la Tierra y que por fortuna se hace difícil de apreciar en esa partícula infinitesimal que nos ha tocado en este grano de arena, que a su vez es nuestra galaxia, en medio de la clepsidra del Universo.

Pero esto solo lo pienso así ahora, que me siento a escribirlo.

De resto, junto a las incursiones furtivas en el supermercado, mi rutina es más o menos la misma. En lugar de ir al gimnasio, trato de hacer ejercicios en la sala de mi apartamento. Y sigo leyendo como siempre, como un poseso, como si no hubiera mañana (y no hay mañana). Y tuiteo. Tuiteo mucho. Noticias, lecturas, pero sobre todo chistes. Muchos chistes.

Y es entonces cuando se me aparece de repente el fantasma de Marcel Duchamp, que levantó con una mano el Arte y lo botó por la ventana. Y entiendo de verdad, por primera vez, una de sus frases que vale por todo un sistema filosófico de esos que han quedado obsoletos. Esa frase que dice “no hay solución porque no hay problema”.

Y me afeito la barba después de muchos años, como un histérico imitador de Sansón que se rapa a sí mismo. Y veo en Twitter que Maluma también se ha quitado la barba y ya todo parece encajar en una gran sensación de ridículo final, que todo lo abriga y a nadie rechaza y que nos calma con la promesa de volver a anegarnos en el caos primigenio, mezclando otra vez y hasta una nueva explosión cósmica, las lágrimas de la risa y del llanto.

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