Viciosidades

El día que dormí borracha en la casa de un expresidente venezolano

Esos hermosos momentos: ¿dónde estoy? ¿qué hago aquí? Empiezas la fiesta en un lugar y la terminas en otro sin saber cómo. A Estefanía León la conoces por su trabajo en Plop, por ser comediante, por su podcast y por ser una de las "deatoqueras" fundadoras. Después de leer esto la conocerás por ser la que durmió la pea en casa de...

TEXTO: ESTEFANÍA LEÓN @ESTEFYLEON COMPOSICIÓN GRÁFICA: JUAN ANDRÉS PARRA @JUANCHIPARRA
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Nuestra noche empieza en un hermoso gender reveal. Para los que no lo saben, un gender reveal es un evento en el que las mamás deciden revelar a los invitados cuál será el sexo del fruto que lleva en su vientre. O como lo definen los papás: otra excusa para gastar dinero.

Globos, papelillos y demás decoración de colores pasteles, hombres tomando jugo de naranja en solidaridad con la embarazada (y sufriendo en silencio, tal como lo hace ella), mujeres con el vientre latente, extasiadas con el evento, y unos ponquecitos que eventualmente serían mordidos para descubrir su relleno rosado, indicador de que lo que venía en camino era una niña. O bueno, pudo haber sido un niño al que también le gustara el color, pero ese es otro tema.

No les voy a mentir: estábamos en la celebración más tierna del universo… Y la más aburrida. Sí, porque así somos mis amigos y yo, unos malditos cretinos insatisfechos y si no hay bebidas espirituosas de por medio, no encontramos la felicidad. Uno de nosotros tenía carro y así fue como a hurtadillas escapamos de la fiesta para emprender el titánico viaje de encontrar alcohol en Caracas a las 7 de la noche.

En realidad no fue tan titánico. Lo encontramos como a tres cuadras.

Y como las mujeres no solo nos unimos para hablar mal de otras mujeres, al volver, también nos unimos para ofrecer nuestras carteras gigantes como caballos de Troya cargadas con tres botellones de sangría, listos para destruir la antigua ciudad desde adentro… O bueno, me refiero a la fiesta.

La movida era delicada. Agarramos par de vasos a escondidas y nos fuimos al baño. Los llenamos hasta arriba y salimos como si nada. Nuestros amigos se acercaban a tomar disimuladamente. Había miradas, señas, regresos misteriosos al baño. Uno que otro se nos acercaba para ofrecernos dinero por lo que sea que tuviéramos ahí. Éramos los Pablo Escobar del alcohol.

Ninguno de nosotros midió que quizás tres botellas para cinco personas, era excesivo. Pasamos de ser seres civilizados, contentos por el milagro de la vida, a convertirnos en lo que Don Omar denominaría como “mitad hombre/mitad animal”. De haber sido posible, le hubiésemos empinado un tetero de sangría a la bebé mientras le gritabamos: “¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!”.

Empezamos conversaciones de mal gusto, a gritar vulgaridades, a quedarnos con todos los tequeños de la mesa, dejando que los demás se murieran no solo de sobriedad sino también de hambre. Lo que vulgarmente se conoce como “chaborrear” la fiesta. Y cuando pensamos que ya no podía ser peor, muerta de risa por un chiste malo que alguien más contó, me caí de la silla.

Para decirlo de una manera elegante: al estilo buzo.

Y para decirlo como de verdad pasó: de culo. Me caí de culo mientras me carcajeaba. ¿Cómo más iba a ser, pues?

La caída llamó la atención. “¿Qué están tomando?, ¿qué tiene ese vaso?”, preguntó inquisidoramente una de las orgullosas organizadoras del evento, y al parecer: “Snhhgreía, perwro trnquila compayewra, no sthamos tanh mal”, no fue una respuesta válida. Nos botaron de la fiesta.

Nos paramos, hicimos la caminata de la vergüenza hasta la puerta y salimos de la casa. Nos mirábamos a las caras, apenados, asumiendo que éramos las primeras personas del planeta Tierra a quienes botaban de una fiesta de este tipo.

Eran las 11 de la noche y nadie quería ir a su casa en ese estado. Estábamos demasiado “enfiestados” a pesar de haber escuchado toda la noche el clásico éxito maternal “Los pollitos dicen”.

Y así mismo, como dar a luz, como traer a un ser humano al mundo, como el mismísimo milagro de la vida, llegó el milagro de la pea: después de varias llamadas, encontramos que en la casa del mejor amigo del primo del hermano de la cuñada del novio de una de nosotras, había una fiesta. ¡Una verdadera bendición!

Como yo solo sirvo de mal ejemplo, no los voy a engañar: sí, manejamos borrachos. No lo estoy recomendando, es un simple hecho. Nos tocó dar lo mejor de nosotros para concentrarnos en la vía. Superamos curvas, calles oscuras y hasta le huímos a espantos nocturnos (no hablo de La Llorona, sino de la policía). Y lo logramos.

No estaba lo suficientemente ebria como para escribirle a mi ex, así que aún me quedaba algo de lógica para entender que estábamos entrando a un edificio de lujo. Estacionamiento grande, plaza con fuente que tenía agua (mucha riqueza para los estándares venezolanos), y hasta un vigilante que estaba despierto. Aproveché la oscuridad del carro para beberme fondo blanco lo que quedaba de la botella.

Alguien cuya cara solo es un manchón borroso en mi mente, bajó a abrirnos la puerta. Mis amigos de batalla y yo nos subimos al ascensor que nos dejaría directamente dentro del apartamento (ajá, les dije que había lujos). Entramos y lo primero que hice fue saludar de beso en la mejilla a una señora que no conocía, como clásica ebria confianzuda que se respeta. Continué caminando y al mejor estilo de Emily Rose, giré “disimuladamente” la cabeza para ver el lugar.

Sala preciosa, muebles ostentosos, cocina opulenta. Hice mi mejor esfuerzo por memorizar los detalles (infructuosamente, por supuesto). Seguimos caminando y nos tocó subir unas escaleras… “Ya va, ¿qué? ¿Escaleras dentro de un apartamento?”, pensé. Llegamos al segundo piso donde vi portarretratos familiares sin lograr definir las caras, noté puertas a los cuartos, y otra sala maravillosa, justo para volver a subir más escaleras… Otra vez pensé: “YA VA ¿QUÉ?”; y así fue como llegamos al tercer piso: como ya se habrán imaginado, efectivamente había otra maravillosa sala, y por supuesto, una puerta que llevaba a una terraza no solo con una vista espectacular, sino hasta con jacuzzi.

“¿EN SERIO, DÓNDE ESTOY? ¿DÓNDE ESTAMOS?”, y uno de mis amigos, abriendo mucho los ojos para que bajara la voz, me susurró: en la casa de la familia de un expresidente.

Me hubiese gustado detallar más el lugar, pero las últimas tres neuronas que me quedaban vivas solo se dedicaron a dar lo mejor de ellas para llevarme —dando tumbos— al baño. Muy mandatario y muy todo. Muchas decisiones políticas, muchas autorizaciones a decretos, muchos viajes y mucha aristocracia, pero yo a usted le vomité el baño y me tiré a dormir en el mueble de su tercera sala, señor Presidente.

El resto, al igual que su periodo de gobierno, es historia. Me desperté en casa de una amiga. Confundida, desorientada, intentando descifrar en qué momento del gender reveal me perdí y dudando acerca de si de verdad pasó lo que creía que había pasado o solo lo soñé.

Y como alguna vez afirmó ese mismo presidente, regañé a mi cerebro diciéndole: “Claro que esto pasó, a mí no me jodes tú”.

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