Viciosidades

El día que mi mamá me vio tirando

Buscando romper con el discurso seductor o puritano sobre el sexo, que en raros extremos sostienen tanto hombres como mujeres, quise explorar un lado oscuro del que muy pocos se atreven a escribir o siquiera contar a sus amigos entre unas cervezas: la vergüenza durante, antes o después del coito

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“Ya para, me duele”, seguramente has escuchado decir a tu pareja. Y si jamás lo has escuchado no sé si compadecerte por falta de “presencia” o felicitarte por tu experticia en la actividad.

Lo cierto es que el dolor, al menos el físico, es algo que muchos experimentan durante el sexo.

Las mujeres –muchas de ellas, para no generalizar- evitan decirlo. Y si no te lo dicen no es porque estés más equipado que la cocina de Maduro: hay razones.

Según la BBC, una encuesta en Reino Unido en la que participaron casi 7.000 mujeres sexualmente activas de entre 16 y 74 años, encontró que casi una de cada 10 tenían dolor al practicar el sexo.

Esto sugiere un problema médico, conocido como dispareunia o coitalgia, que es muy común y afecta a mujeres de todas las edades. Quienes lo sufren padecen dolor o molestias con el coito, que pueden darse tanto durante como después de la unión sexual.

Irónicamente, yo que pensaba que los hombres estaban exentos del dolor durante el sexo, lo experimenté una vez.

Bleeding amateur

Rondaba los 17 años y no tenía muy claro lo que estaba haciendo.

Entre ese divino placer y esa infinita incomodidad del sexo adolescente, sentí una punzada en el denominado “güevo” pero decidí hacerme el loco, como quien ni de vaina quiere perder la gran oportunidad que le están dando.

Algo pasó y no pude ignorarlo. Bajé la mirada (como hacen muchos hombres, por cierto) para contemplar ese truco de desaparición llamado penetración y con algo de temor noté una cantidad considerable de sangre en esa zona.
Poco caballeroso e impulsado por el atavismo de macho, le eché la culpa a ella:

– ¿Qué pasó? ¿Por qué estás sangrando tanto?-

Después de una incómoda revisada me respondió que no entendía y justo ahí notamos que quien sangraba era yo.

Con urgencia corrí al baño a revisarme y descubrí el problema: el “pellejito” se fue muy pa’ tras.

La rotura del frenillo, como se le conoce a lo que me pasó en ese momento, es algo común entre jóvenes que empiezan a tener actividad sexual. Puede romperse total o parcialmente provocando dolor y hemorragia, a veces bastante aparatosa, como en este caso.

Después de esta situación se recomiendan dos semanas de reposo sexual. Eso, claro, no lo sabía entonces y lo que hice fue envolver la zona sangrante con papel tualé (si, esa zona) y salí a beber con mis amigos.

Adrenaline Rush

Otra situación común en el sexo es el “rush” de adrenalina que acelera el acto y que suele ser positivo para la ejecución del mismo.

Según un estudio de los Archivos de Comportamiento Sexual, tener un golpe de adrenalina puede encender mucho las cosas. Cuando estás haciendo algo excitante tu corazón y sistema nervioso se activan de la misma forma que al tener relaciones sexuales.

En Venezuela, el encarecimiento de los hoteles en relación al precario sueldo básico de un trabajador, hace que los jóvenes se vean obligados a tener relaciones sexuales en lugares comprometedores.

Y claro que me ha pasado.

Una ex me invitó a su casa: “Estoy sola”, dijo. Y fui volando. Al llegar, emocionados los dos por la oportunidad, nos dirigimos a su cuarto y comenzaron los minutos “del deporte más hermoso del mundo”.

Y de pronto: alerta. Tocaron el timbre.

“Escóndete, coño”, me dijo mientras se vestía. Y lo que se me ocurrió fue atrincherarme debajo de su cama. Sí, un clásico… No recuerdo por qué lo hice desnudo, seguramente por el apuro o porque no encontraba mi ropa.

Oí claramente la voz de su abuela, conversando con ella, cada vez más cerca. Me impresionó la frialdad con la que mi ex compañera manejó esa situación. Muy diplomáticamente. Sangre fría, casi profesional…

La señora llegó hasta el cuarto y sostuvo una conversación de no más de un minuto pero que pareció de horas. Yo sudaba frío en esa oscuridad ahí debajo de la cama mientras imaginaba mi humillante destierro de esa casa.

Al rato la señora se fue y con ella uno de los sustos más grandes de mi vida.

¡Coño, qué pena!

Esto ni siquiera califica como adrenalina, es más bien una historia de terror. Mis amigos más cercanos han escuchado este cuento por lo menos cinco veces y algunos me piden que se lo cuente a alguien, como si fuera un apóstol predicando la palabra.

Tenía 21 años y ya estaba un poco más adentrado a este mundo. No tanto, claro, como Nacho Vidal, pero sí, algo había hecho ya. Era un día de esos que les da a los hombres, incomprensible a veces por la mente femenina, en los que pasa una brisa y te provoca una erección.

Ya ustedes saben de lo que hablo: esos momentos en los que estás extremadamente quesúo.

Llamé a una amiga. Éramos para ese momento, lo que muchos fantasean: algo así como “amigos con derecho”. Pero el tiempo me iba a demostrar que eso no existe. Yo, al menos, nunca lo he vivido en realidad.

La invité a mi casa porque estaba solo. Ella aceptó y todo se desenvolvía perfectamente.
Mis padres en esa época trabajaban hasta las 9 de la noche, más o menos, y eso me daría una ventana como de tres horas para concretar lo planeado.

Mi amiga llegó a la hora pautada y nos fuimos directo a mi cuarto. Eran como las 6:30 de la tarde. Tuvimos sexo desenfrenadamente durante unos 20 minutos. Gritos, los golpes de movimiento sin disimular, etcétera. Ya saben como se ponen si están «home alone».

Mi sistema de seguridad estaba basado en mi capacidad auditiva: confiaba en el ruidoso portón del edificio, la estrepitosa puerta Mul-T-Lock y en una reja también extremadamente sonora. No contaba con que los sonidos sexuales superarían en decibeles a todos los anteriores.

Estaba con la chama en mi cuarto a puertas abiertas.

No escuché pasos ni sonidos de puertas, pero de pronto me llegó una voz que venía desde el pasillo de los cuartos.

-Diego, ¿qué es esto? –

Mi mamá estaba ahí, era un hecho. Mi mamá me vio tirando.

Una carrera de tres pasos me permitió cerrar la puerta, para después ver la cara de mi amiga en shock. Le dije que la tenía que llevar, me pidió una franela para taparse la cara –como los choros en las reseñas policiales- y por supuesto que la entendí.

Cuando recogimos todo y nos disponíamos a salir, me asomé al pasillo para revisar dónde estaba la mujer que me dio la vida. No vi a nadie.

Temeroso, seguí camino a la sala, y tampoco la vi, así que asumí que por la pena se había ido. Pero ya me parecía extraño conociendo al personaje.

Le hice señas a mi amiga de que no había moros en la costa y se aproximó a donde yo estaba, cruzamos la sala y cuando di la vuelta en el pasillo para buscar la puerta, estaba mi madre bloqueando la salida.

-Yo voy a hablar con ella antes de que se vaya- me espetó sin dudarlo.

Como las acciones carentes de sentido de mi mamá ya no se las reprocho, le comuniqué a mi amiga que tenía que hablar con mi señora madre. Su cara de horror todavía me causa gracia. A ella no tanto, supongo.

-Por favor, quítate la franela de la cara…- empezó su discurso mi mamá. Porque claro, ella seguía, apenada tratando de esconder su identidad.

La mujer que más me ama en el mundo (aparte de mi novia) pasó unos 15 minutos hablándole sobre lo huevones que eran los hombres como yo y explicándole que ella tenía que buscarse a alguien que la valorara. También le advirtió que con esa actitud no iba a casarse. Típico de doña.

Por fin nos dejó retirarnos. Nunca más pude tener otra tarde de sexo con esa chama. Casi dejó de hablarme. Pero ese día mi mamá me regaló, como tanto en la vida, este maravilloso cuento, que espero esté leyendo para que ahora sea ella quien busque una franela para taparse la cara de vergüenza.

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