Viciosidades

El pavo real y la doña

Una jovencita coqueta siempre llamará la atención de... otra mujer. De todas. Unas la verán como rival, otras con nostalgia de sus mejores tiempos. Y Claudia Lizardo, sentada en el autobús, la ve a su manera. Con este texto se inicia en UB la cantante y guitarrista de La pequeña revancha

texto: Claudia Lizardo @liliputparanoia / COMPOSICIÓN GRÁFICA: JUAN ANDRÉS PARRA @juanchiparra
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Casi puedo ver mi expresión arrugada desde sus ojos. Tengo esa mirada de desaprobación que suelen tener las viejas ante una jovencita en mini falda o muy tatuada. Soy, sin quererlo, la señora escandalizada que juzga a la muchachita desde la ventanilla a medio abrir de este autobús.

Tendrá unos 17, quizás 18 años, contextura a punto de rebosar, en ese límite corpóreo justo antes de que el metabolismo haga lo suyo y ella se desparrame con los años. El mismo tipo de límite que me separa a mí misma de convertirme en la vieja juzgona que ahora me posee. Estamos las dos muy cerca de empezar a convertirnos en nuestra peor versión.

Con mucha lycra y franela, la veo bambolearse de un lado a otro en la parada acompañada de los conductores, mucho mayores que ella, que esperan que el autobús se llene para partir. No es su primera vez aquí. Viene todas las tardes, como yo. Ambas coincidimos en este curioso enclave de pavoneo y mal humor, yo al salir de mi oficina, ella al salir del colegio. Y se pasea feliz y coqueta entre los choferes riendo de todos sus chistes y apretando sus antebrazos como quien busca conexión física casual. Hoy la tertulia la adereza la presencia de un oficial de la Policía de Baruta que viene de tanto en tanto, dándole un carácter casi institucional al pavoneo.

Sus carcajadas llenan el ambiente en la parada. Sus violentas batidas de pelo paralizan el tiempo unos segundos. La verdad es que se trata de un despliegue de coquetería maravilloso, con todos los accesorios y artilugios; una clase, pues. Finalmente el bus se llena. Sube el conductor y ella ocupa un asiento a su lado que estuvo reservando con un bolso enorme.

“Esta sí es arrecha”, pienso, con mi boca bien apretada, brazos cruzados, morral, lonchera y bolsa de pan encima. El camino no es menos coqueto para nuestra Lolita, los chistes del chofer deben ser muy buenos porque ella se asegura de que todos seamos testigos de su rochela. Los comentarios oscilan entre chismecitos, dimes y diretes sobre cambios de ruta y pasajeros extraños que no pagan completo.

“Yo ya le dije a Miguel que si él no sabe contar, que yo le enseño”, dice en voz alta completamente resuelta. No entiendo por qué tiene que hablar tan alto. Me acomodo en la silla y busco aprobación en la mirada de alguien que comparta mi indignación ciudadana. Nadie me apoya. Estoy sola, negando con la cabeza… a la nada. Al llegar a su parada, una mujer mayor con el desparrame y gesto de enojo, la espera. Es como la mezcla perfecta entre la Lolita y yo: desparramada y amargada.

“¿Se puede saber dónde estabas tú? ¿Estás viendo la hora que es?” Ella, a punto de bajarse, murmura un “¡ay, chamo!” cómplice con el chofer y se muere de la risa mientras se despide con un beso.

De repente, me percato de una tensión en el cuello y me doy cuenta de que no sólo estoy con la boca apretada y el ceño fruncido, sino que desapruebo con mi cabeza de un lado al otro. Sin parar. La metamorfosis es total. Soy la doña que temo.

Subirme a este autobús ha sido una prueba a mi paciencia, a mis expectativas de buena educación y al mismo tiempo, un descubrimiento. Hoy por lo menos sé que se llama Anaís.

Una vez se trajo a una amiga a la parada, una flacucha tímida que seguro se llena de valentía con las ocurrencias de Anaís y con ella hace cosas que jamás haría, como pintar sus labios rojísimos o encariñarse con los conductores de la línea. Ese día fui partícipe de lo que estoy segura fue uno de los golpes de adrenalina más importantes en la vida de esa flacucha, y todo gracias a su Quijote: Anaís. La flacucha se subió temerosa al bus, volvió su mirada a la puerta donde estaba su compañera:
-Dale, marica ¡siéntate!

Decidida, entre risitas, dio un paso adelante y se sentó triunfante en el asiento del piloto para hacerse una selfie. Dos señoras sentadas en la primera fila se incomodaron
-¿Ella es la que maneja?
-Ay, no sé… yo la veo como muy menor…

Otro día, Anaís llegó a la parada con una bolsa de plástico llena de maquillaje. En el camino a casa, en medio de las curvas, intentaba maquillarse. El rimmel temblaba cerca de sus pestañas por la vibración del autobús. Era inquietante y nunca pude entender cómo logró hacerlo sin meterse medio pincel en el ojo. “Encima irresponsable, la cotorra desatada esta…”, pensaba yo, doña, sin quitarle la mirada de encima.

Pero el mayor despliegue de audacia ocurrió después. Fui la primera en montarme, por lo que me apresuré a sentarme en la última fila. Anaís entró con su uniforme de bachiller y se sentó en el asiento del copiloto. En un acto de magia, mientras se iban subiendo otros pasajeros, logró cambiarse de ropa sin revelar nada, sin que nadie se diera cuenta. Sólo yo. “Esta jeva está loca, vale…” pensaba. Pero eso no fue nada comparado con lo que vino después. Desde que arrancamos estuvo intentando arreglar la costura interna de su pantalón del colegio. “Metiéndole”, para hacerlo más ajustado. Reconocí la maniobra porque yo también lo hacía cuando tenía 15.

Hace un par de semanas entabló una relación con el chofer más joven. Desde ese día lo abraza desde la espalda con cariño, le aprieta la barriga y lo mira con admiración. Y por mucho que mi instinto morboso me haga imaginar que Anaís está siendo víctima de un gang-bang en la caseta de la policía o que es una traficante de dólares o que la raptan de tanto en tanto para que sea la protagonista de un ritual santero, el cuadro que se revela ante mis ojos es sorprendentemente mucho más dulce. Él se deja, se entrega a su pavo real con tranquilidad y sin perversiones y enlaza sus manos con las de ella. Cuando empiezo a enternecerme, aparece otra vez el ceño fruncido. Y la doña: “¿Cómo es posible? ¿Cómo va a estar una niña de esa edad con este chofer? ¿Dónde está la mamá? ¿Quién le pone freno a esta locura?».

Era demasiada audacia, su presencia ocupaba demasiado espacio, su voz retumbaba en mis oídos. Ir a tomar el autobús fue convirtiéndose en un ejercicio de entereza, de auto control, en el que yo no podía permitir que esta niñita me sacara tanto de mis casillas.

Desde hace días la han estado entrenando para cobrar el pasaje. Ahora tiene responsabilidades y su desenfado está supeditado a sus labores en el autobús. Observarla se ha convertido en un pasatiempo por el que curiosamente espero desde la mañana.

Hoy me sorprendió cobrándome el pasaje.

“Pasaje…” me dice sin levantar la mirada del fajo de billetes que lleva en la mano. Me congelé. Anaís había salido de su escenario regular para hablarme y la tengo peligrosamente cerca. Demasiado tiempo viéndola desde el asiento y ahora resulta que es de verdad.

Me invadieron unas ansias de preguntarle: ¿Qué edad tienes tú? ¿Te gusta mucho ser colectora? ¿Estás enamorada? ¿Ya se besaron? ¿No te da miedo? ¿No te da frío?

Pero no lo hago. Estoy agitada, nerviosa, sin palabras. Siento que algo se expande en mi pecho, puedo percibir cómo cada poro de mi piel se abre y cierra como flores que reciben el sol. Me aferro al asiento, apretando fuerte la estructura de metal que lo sujeta, embobada. Todo pasa muy rápido hasta que me doy cuenta de que mi silencio es de los incómodos. Busco en el monedero dos billetes y se los entrego. Los agarra autómata y me da el vuelto sin mirarme para seguir su camino.
Me quedé inerte en mi asiento, como barrida por un huracán, pero mi ceño nunca estuvo tan relajado.

Ha pasado tiempo desde entonces y parece que Anaís sigue siendo colectora después de clases. Colectora con aspiraciones, eso sí. El vecino me contó que hay una muchachita bonitica, medio escandalosa pero simpática, a la que le están enseñando a manejar el autobús cuando pasa la morgue y se adentra en las curvas de Colinas de Bello Monte. ¿Está consiguiendo lo que buscaba o sólo se divierte? No lo sabré. Tengo ya seis meses manejando un Elantra plateado que me dejaron cuidando: asientos de cuero, guindalejo de rosario… un carro de doña. La doña que voy siendo.

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