Viciosidades

El suicidio y la perjudicial presión por vernos felices

Tendría yo unos 18 o 19 años cuando me lo encontré en el autobús. "Voy a entrenar hoy, espero en un mes tener mi primera pelea". Lucía contento. Cuando llegó a su parada, se despidió con un breve movimiento de la mano derecha, la misma con la que esperaba noquear en el boxeo. Me preguntaba si realmente estaba practicando. Esa misma tarde, supe luego, saltó desde la azotea de su edificio.

Fotografía: IMDB
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No fui su mejor amigo, pero sí el último, del grupo de chamos que frecuentaba, con el que intercambió un par de palabras. Muchos años después, un compañero de trabajo, brillante, excelente reportero, se ahorcó con un cable de luz. Vivía solo y el olor del cuerpo fue lo único que ayudó a descifrar la razón de su ausencia en la oficina. Los medios de comunicación advierten sobre lo «peligroso» que resulta cubrir el tema e incluso hay decálogos para tratar este tipo de noticias. No obstante, encuentro más temor que determinación en abordar todo lo que tiene que ver con un suicidio.

Por supuesto que conozco la «Fiebre de Werther» y el impacto de la obra de Goethe en los jóvenes de su época. En consecuencia, también el trabajo de Steven Stack, profesor de psiquiatría y justicia criminal en Wayne State University, quien documentó la relación entre suicidas famosos, como Marilyn Monroe, Jim Morrison o Kurt Cobain y la imitación en periodos específicos. Aun así, comparado con las coberturas del acoso sexual, bullying o pedofilia, del suicidio se conversa muy poco, en los grandes medios y en las plazas públicas o en las redes sociales. Y no descubro nada al afirmar que es necesario dejar de hablar en voz baja.

Desde hace unos 10 años para acá, he conocido a muchos colegas que van a terapia o/y viven medicados. Me sorprende la juventud y en algunos casos, los menos eso sí, lo abiertos que son para referirse a sus tratamientos. Incluso en este último grupo encuentro en las palabras, en el discurso, una cierta pena, casi una disculpa. Cuando eso sucede, no dejo de pensar en la excesiva presión que enfrentamos cada día los seres humanos para que seamos felices, nos veamos felices y actuemos como personas felices.

Hay coachs motivacionales, expertos en charlas TED que nos dicen que la felicidad está allí, a la vuelta de la esquina. Hay libros, terapias, canciones… Según ellos, la tristeza es un error ontológico, casi una falla que debe ser erradicada del sistema. «La gente no es feliz porque no quiere», dicen por ahí. ¿Cuántas veces lo han escuchado? «Si trabajas en lo que quieres vas a ser feliz», repiten como si nuestra vida se resumiera a las 8 o 12 horas laborales.

No se trata de la presión por ser exitoso, algo que en los 90’s no nos dejaba dormir a los jóvenes de entonces. Hoy, las pruebas se actualizan cada segundo en Instagram. ¿Cuántos seres queridos usan esta red social para contarnos sus desgracias, para solicitar ayuda?

En mi caso, encuentro diariamente enormes diferencias entre lo que viven mis allegados y sus «estados» en whatsapp Twitter, Facebook o Instagram. Por ejemplo, una gran amiga, profesional, se machaca todos los días en el gimnasio, hasta los domingos, pero vive ansiosa porque no tiene una cita romántica desde hace meses. Eso no le impide colgar videos repitiendo series de abdominales con los típicos mensajes motivacionales. Está el pana que aún no supera la ruptura con su novia (se fue del país) y monta las fotos del fin de semana en la playa con una nueva conquista; el workaholic que está loco por emigrar, te lo ha dicho miles de veces, pero se emociona cada vez que sube el cerro Ávila y así…

La necesidad de compartirlo todo, absolutamente todo, desde algo tan íntimo como la lactancia hasta la consecución de una meta personal, bajar 10 kilos por ejemplo, se ha convertido en una obsesión. Algo o alguien nos está impulsando a protagonizar el Gran Hermano. Antes nos daba miedo que nos espiaran ahora nosotros mismos colocamos las cámaras. De manera paralela, mientras esa exhibición domina las redes sociales 24/7, escondemos nuestras dudas bajo la alfombra y allí se van acumulando sin que el otro, aquel que tal vez pueda ayudarnos con un comentario o una breve compañía, lo sepa.

En la última película de Alex Garland, basada la novela homónima de Jeff Vandermeer, ocurre un diálogo muy interesante entre una bióloga (Natalie Portman) y una psicóloga (Jennifer Jason Leigh). La primera le reclama a la segunda haber enviado a su esposo a una «misión suicida». Leigh, palabras más palabras menos, responde que no fue un viaje suicida sino «autodestructivo». Al final, argumenta la psicóloga, esa es la historia de la humanidad, una suma de individuos que históricamente y con conocimiento de causa (fumar, beber, ir a la guerra, ser infieles) buscan hacerse daño. Esa, pienso yo, es una buena explicación al actual uso de las redes sociales.

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