Viciosidades

Halloween en Fuerte Tiuna: brujas y zombies

En estos días terroríficos en los que el clima está en nuestra contra y se duda del origen de los muertos, me aventuré a Fuerte Tiuna o como otros la conocen, la ciudad embrujada

Composición gráfica: Gabriela Policarpio @gabypolicarpio
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Un buen recorrido en moto a través de la autopista puede ser vigorizante si te olvidas de que corres el riesgo de morir en segundos. Casi contemplativo.

Había recibido reportes de actividad inusual en Fuerte Tiuna y contacté a Maickel (el motorizado, no Melamed, gracias a Dios) para ir inmediatamente.

Cuando llegamos nos recibió un lánguido vigilante, con un uniforme de otra época. Viejo, desgastado, pero de alguna manera, vigente. “PM”, rezaba su casco.

Los ojos cansados nos observaron medio segundo y una señal que hizo con su mano nos indicó seguir. Ni respondió a las buenas tardes.

Llegamos a otra alcabala y fue igual. Los tipos no hablaban. En el segundo vigilante que pude ver noté un vacío sombrío en su mirada. El vacío que crea la muerte cuando visita a tu vecino.

Seguimos nuestro extraño recorrido por una calle estrecha que tenía una vía para cada sentido. Al lado de nosotros unas residencias extrañamente iguales, con habitantes que se movían a casi el mismo ritmo y ni se inmutaban con los vehículos que pasaban.
Algo andaba mal en el ambiente, se respiraba una monotonía que parecía conformismo.

La grama estaba cortada exactamente igual, el rayado milimétrico señalaba hacia donde teníamos que ir. No había pájaros volando libremente, cada tres cuadras había una alcabala.

Y encontramos otra.

Preguntamos por una dirección y otro larguirucho oficial solo nos observó y nos indicó con una señal que siguiéramos. Empezamos a desesperarnos.

Adelantamos con prisa el recorrido por la misma vía. Observamos el mismo edificio con los habitantes extraños, el mismo rayado y al pasar tres cuadras exactas… otra alcabala.

Cuando preguntamos a un guardia distinto -distinto pero parecido, diferente pero casi igual en la forma, en la postura, en el vacío de la muerte en los ojos- se limitó a lo mismo: la bendita señal para que siguiera.

– ¡Por favor!, le rogué

Un carro chocó el caucho trasero de la moto y Maickel arrancó asustado Fuimos a gran velocidad, casi a 140 en una moto que daba todo lo que podía y nos aproximamos directo hacia la grama, a un lado del camino para desviarnos de ese terrorífico loop de alcabalas.

Cuando aterrizamos había otra calle, sin alcabalas, pero más “golpeada” en su mantenimiento. Vimos por lo menos a un centenar de personas haciendo una larga fila, como para recibir algo.

Todos tenían camisas rojas y mientras nos acercábamos escuchamos que no hablaban como humanos. Unas extrañas onomatopeyas servían como puente comunicacional entre ellos.

Cuando pasamos hicieron silencio. Los veíamos y esa “pequeña multitud” nos veía de vuelta, sentí que la moto iba cada vez más lento.

-¡Auxilio!, gritó alguien que sujetaba la moto hacia abajo: «¡Son zombies!»

Apenas Maickel escuchó esa palabra se quitó su casco y lo lanzó al hombre, que con el golpe se soltó y fue atacado por varias personas.

Sé que parece insólito lo que cuento, pero salió caminando como uno de ellos. Caminando lento, hablando en onomatopeyas y hasta con la camisa roja.

Seguíamos viendo cada vez más zombies y algunos trataban de correr con sus lentos y cansados pasos hacia nosotros.

Los nervios nos hacían sudar, aunque la brisa de la velocidad motorizada nos pegaba en la cara.Encontramos una especie de galpón que se veía vacío y decidimos escondernos ahí. La moto estaba recalentada, según Maickel. Tuvimos un momento de tranquilidad, así que decidimos pasar al silencio. Revisé mi celular, obviamente no tenía señal.

Unos 20 minutos de recuperación fueron interrumpidos por sonidos de cerradura al otro lado del galpón. Alguien intentaba abrir la puerta. Nos escondimos detrás de un convoy militar y dos sujetos gordos y uniformados ingresaron al galpón, seguidos de otros militares pero mucho más flacos.

Solo los mórbidamente obesos hablaban.

-Martínez, es que ya no se recluta hermano. Atraemos a los nuevos y vienen solo, se escuchó mientras entraban.
-Pero, camarada, ¿cómo que los atraen?
– Bueno pana, a través del hechizo
-¿El qué?
– ¡Coño vale el hechizo!

Respondió como si de algo obvio se tratara: «Nosotros estamos en todos lados. Medios de comunicación, vallas publicitarias, cadenas, SMS, Whatsapp, Twitter. Por ahí lanzamos un hechizo a través del lenguaje populista y los encantamos. Creen que sus soluciones están en nosotros y vienen solitos».

El gordo Martínez sonrió complacido.

La escena que sucedió a continuación fue terrorífica. Todos, militares gordos y flacos, comenzaron a desvestirse revelando unas extrañas túnicas negras que tenían debajo del uniforme.

El grupo comenzó a vociferar en una lengua extraña, que sonaba a algo antiguo, mientras se agarraban de manos formando un círculo. Maickel se aferraba a su rosario y me miraba llorando.

«Corre», le dije mientras huía por donde habíamos entrado al galpón. Maickel prendió la moto, quedándose atrás y escuché sus gritos pidiendo de ayuda. Mientras corría vi en el piso las sombras de quienes volaban riéndose encima de mí. Era inevitable mi muerte.

Me desperté sudando frío a las 4:13 de la mañana. No quise dormir más.

Escuché a Cerati hasta que fue la hora de ir al trabajo, tratando de borrar de mi mente la espantosa pesadilla.

Al amanecer supuse que no era el mismo sol para mi que para un zombie y que a pesar de que no era real lo que sentí, ellos y yo nunca pensaremos igual.

Vivo en un país lleno de zombies y muchas, muchas brujas.

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