Viciosidades

La crisis de los casi 30: el síndrome del viejo prematuro

Perdí la conciencia por un rato. Todo se vino a negro de un momento a otro. El silencio no me daba pistas de dónde estaba. Nada de ruido. Nada de luz. Todo era un limbo de oscuridad hasta que la carcajada de una menor de edad me despertó. “Jajajaja ¿Todo bien?”, me preguntó la pasante mientras chasqueaba sus dedos frente a mi rostro porque me había quedado dormido frente a la computadora. Oficialmente era un viejo de 28 años ¡y había testigos de eso!

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Un coro de risas retumbó en las paredes de la oficina mientras yo me restregaba los ojos para terminar de volver al mundo real. Nunca antes el sueño me había vencido de tal manera, y menos ante un público tan efusivo. Traté de digerir la escena mientras recordaba las veces en las que mi hermana y yo nos burlábamos de mi papá cuando cabeceaba frente al televisor de la sala. Karma, le dicen.

En medio del agüevoniamiento por no cerrar el ciclo de sueño y la vergüenza por el chalequeo de los niños que trabajan conmigo, me escapé a la panadería que queda abajo del edificio para tomarme mi primer café negro cerrero y así aceptar el inicio de mi vejez con dignidad.

Lo pedí doble y sin azúcar. “Café pa’ macho”, me dijo la señora que me lo sirvió. Yo le sonreí tímidamente mientras esperaba que el vaso se enfriara un poco. Sin pensarlo demasiado me tomé esa vaina fondo blanco con la esperanza de que la sobredosis de cafeína me devolviera parte de mi juventud.

Me monté en el ascensor para subir de nuevo a la oficina. No marqué ningún piso porque me distraje con mi reflejo en el espejo. Las cuatro canas se reprodujeron, la papada tenía un mes de gestación, las ojeras ahora llevaban doble acento, y creo que dentro de unos años tendré más entradas que el Poliedro, si es que el aceite de ricino me salva de la calvicie. Dentro del elevador se subieron dos muchachos.

–¿A qué piso va USTED, SEÑOR?– Me preguntó uno de ellos. Quise pensar que era de San Cristóbal o Mérida y que se dirigía a mí con el característico respeto de los andinos, y no porque quería marcar distancia porque se notara una diferencia de edad entre mi semblante y su post adolescencia.

–Se me olvidó marcar, disculpa– Contesté con una arrechera no tan explícita.

Volví a la oficina y los carajitos me esperaban con sus sonrisas de medio lado por el espectáculo que les hizo la tarde. Ese es el problema de trabajar en una agencia de mercadeo digital, que la mayoría de los empleados nació más cerca del estreno de “Rápidos y furiosos 3” que de “Titanic”.

Hablan otro lenguaje. A ellos no les gustan mis chistes, les gustan mis “insights”; no meriendan ponquecitos, comen “cupcakes”; no chalequean, hacen “bullying”; no los invitan “Pa’ los miaos del niño”, los invitan a “baby showers”. Y cuando se trata del nuevo chisme de la oficina, se afincan. Yo les he dado bastante material desde que llegué con mi bigote carupanero y ellos me humillaban con sus barbas de leñadores veinteañeros.

–¿Qué pasa?¿No tienen trabajo, menores?– Bromeé y se quedaron tranquilos. Carlota* (nombre ficticio de una chama que se sienta cerca de mí) no entendía nada porque recién había llegado. Es una niña súper linda, súper sifrina, con un novio futbolista, que seguramente perdió la virginidad en su viaje de graduación en Punta Cana y que se indigna si alguien le dice que tiene cuenta en Banesco Panamá. Yo la jodo con su sifrinería y la trato de “Amy” (“Ami” en inglés).

–Hola, Amy–y le di un beso en la frente, no en el cachete. ¡En la frente!¡Beso de abuelo! Y todo fue inconsciente. Ella se río y me pidió la Bendición echando broma. Ahí mi vértigo volvió. Todos explotaron en carcajadas de nuevo.

–¡Ah bueno! Ahora si me gané “El Juego de la Oca” con ustedes– Les dije.

–¿Qué es el Juego de la Oca?– Preguntó uno de los chamos mientras los otros arrugaban la cara por no entender la referencia.

–Como un Mega Match español– contesto.

–¿Qué es el Mega Match?

***Me rindo***

Ya era un hecho, había pasado a otra etapa de mi vida. Cartoon Network y Corina Smith se impusieron. Me sentí como la vez en la que me prohibieron la entrada a la piscina de pelotas de Mc Donald’s porque a los 10 años uno está grande para esas cosas. Se había cerrado otro ciclo y se abrió uno más; una nueva era en el que las palabras “vesícula”, “tiroides” y “fideicomiso” estarían en mi lenguaje cotidiano, una era en la que prefieres dormir antes que rumbear, una era para usar cholas petroleras, jugar Animalitos y escuchar el programa de César Miguel Rondón. En fin, una era que pone fin a lo que eras.

Uno cree que la gente que nació en los 2000 todavía está aprendiendo a gatear y resulta que ya todos son mayores de edad. Como a uno no se le arruga el alma, uno nunca siente el paso del tiempo hasta que te empieza a fallar el cuerpo. En algún momento escuché que la carne del cuerpo humano empieza a pudrirse después de los 30 años (todavía me quedan dos vueltas al Sol antes de empezar a vencerme).

“Si una mujer de cuarenta años se despierta y no le duele algo, está muerta”, recuerdo haberle escuchado en algún momento a Elba Escobar en su programa de radio, uno que sintonizaba cuando yo tenía 8 años. ¿Vieron que desde siempre fui un viejo prematuro?

Lo único que les pido es que no me dejen decir “Avemaríapurísima” cada dos frases y no me permitan usar camisas chupi chupi –que me pongo ahorita porque no he podido comprar más ropa desde que era un pasante y el más joven de El Nacional– cuando tenga la edad suficiente para ser el doble venezolano de Morgan Freeman.

Si me ayudan con eso, y a conseguir ropa de mi talla, ya no me preocuparé por la edad, estoy muy viejo para la gracia…

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