Viciosidades

La leyenda de los dos policías buenos

“Ahí vienen los pacos” o “Veeeerga, una alcabala” son frases que ningún ciudadano, bien o mal portado, quisiera escuchar en sus andanzas. La imagen de la policía remite a extorsión, matraqueo, robo y hasta secuestro. Pero, ¿hay excepciones a la regla? En dos relatos te demuestro que todavía quedan funcionarios buenos o, por lo menos, empáticos.

Composición gráfica: Juanchi Parra @juanchiparra
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Nos hemos acostumbrado a historias y noticias sobre las malas mañas de muchos agentes policiales venezolanos. Tanto que ya no nos causan sorpresa o frustración. Nos generan miedo. Sabemos las cosas que son capaces de hacer. Y tenemos la certeza de que saldrán impunes.

Aun así, traté de pensar en policías “buenos” que me haya encontrado alguna vez. Me esforcé, y solo pude recordar a dos. A continuación, sus relatos.

Chacao cops

Después de una reunión ligeramente aburrida en un edificio de esa frontera que existe entre El Pedregal y el Country Club, mi amigo Claudio y yo nos dispusimos a fumarnos un porro, que era lo único que nos parecía divertido a los 18 años.

En su carro fuimos a una calle ciega de Altamira que nos pareció perfecta para la ocasión. Nuestros instrumentos, un grinder desproporcionado, unos rolling papers king size y 10 gramos de un creepy capaz de sedar a un luchador de sumo.

Armamos un tabaco más grande de la cuenta y para equilibrar el aburrimiento empezamos a fumar en la calle mientras nos contábamos esas hazañas que uno se inventa cuando tiene menos edad que historias reales.

Nos sorprendió la sirena de una patrulla municipal. Algún vecino debió llamar a la policía. Claudio saltó de clavado en la parte de atrás del carro. Yo lo seguí, escondiéndome en el puesto del copiloto. Por el megáfono del vehículo policial una voz autoritaria nos ordenó que nos bajáramos y ahí planeamos la repartición: él escondería la marihuana y yo el desmoñador, en las bolas.

Al bajarnos del carro vimos que nos enfrentábamos con un policía masculino y una funcionaria, la cual por supuesto, me tocó a mí.

-Pon las manos en el techo- dijo firme y apuntándome con su arma.

Le hice caso y esperé a que el hombre en uniforme hiciera la revisión necesaria. No sé ni para qué se molestaban porque ellos sabían lo que estábamos haciendo. Buscaron y tocaron, pero no hallaron nada.

Después el oficial se puso a revisar el carro y ahí encontró lo que Claudio llamaba “su bolsita mágica” y una pipa con restos, muy poco, de lo que alguna vez se fumó.

-Esto es marihuanita- dijo sin dudarlo.

Claudio y yo tuvimos que contener la risa.

Después de la requisa nos preguntaron a qué nos dedicábamos. Les dijimos, para su sorpresa, que éramos estudiantes de 5to año de un colegio de la zona. Nos pidieron los carnets de estudiantes. Los examinaron y nos dejaron ir.

“Si van a andar con el vicio mosca por ahí, que los pueden joder”, fueron las últimas palabras que le escuché a ese paco piadoso y al parecer bien dispuesto a dar consejos.

El dementor arrepentido

Lo que voy a relatar a continuación es una excepción a la regla. La regla: literalmente centenar y medio de muertos durante las protestas de 2017.

Lo que nos ocurrió a mí y a Juan fue realmente la excepción. No debería serlo, pero en medio de la desmedida masacre ordenada por el gobierno y ejecutada por los funcionarios que defienden un salario mínimo y un puesto para matraquear, el perdonar la vida fue tristemente algo distinto.

Nos corrieron a bombas y perdigonazos de la avenida principal de Las Mercedes, recorriéndola casi completamente y nos llevaron a la avenida Francisco de Miranda. Mi agotado amigo y yo nos dispusimos a descansar. El equipo anti motín se quedó tranquilo y respetando los espacios, cosa que siempre era sospechosa. Le advertí a Juan.

Estábamos en la esquina donde está la torre Europa, en la calle que sube hacia la Quinta Esmeralda y empieza a recorrer los coloridos caminos de Campo Alegre, cuando los pacos se abalanzaron sobre la joven multitud con sus motos y sus balas de rencor. Juan y yo corrimos, ya prevenidos, con todas nuestras fuerzas hacia arriba.

Una vez allí, ahogados, entre humo y cansancio nos detuvimos pensando que teníamos ventaja, ya que estábamos al final de la calle.

Miramos hacia abajo viendo a un grupo pequeño de personas imitarnos y correr hacia arriba, mientras los policías seguían por la avenida. Y de repente, de la esquina en la que nos escondíamos aparecieron 5 motos de la Policía Nacional Bolivariana. Los primeros no nos vieron, pero el último par de motorizados se percató de nuestra presencia.

El parrillero nos apuntó con una escopeta que, asumimos, estaba cargada con perdigones. Juan y yo nos sujetamos mientras desviábamos la mirada del infortunio que es recibir un castigo de estos represores. Transcurrieron apenas segundos y nada. Ni disparos, ni gases, ni golpes. Levantamos la mirada: se habían ido.

Normalmente nadie celebraría esto, no es natural que un policía mate a un manifestante, pero siendo una realidad arrasadora en nuestro país, nos sentimos afortunados.

Es difícil no generalizar un sentimiento que se da no solo en Venezuela sino en sociedades relativamente avanzadas como Estados Unidos: el odio a los policías.

Históricamente en nuestro país “las brujas” han estado parcializadas hacia quien les ponga la comida en el plato, siendo en nuestro caso el gobierno de turno. No por eso podemos negar la humanidad de aquellos pocos (muy pocos) que sienten un deber moral al ponerse el uniforme.

¿Hay pacos buenos? Sí, también hay un cruce entre cebra y asno que se llama cebrasno. Pero eso no lo hace el común denominador.

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