Viciosidades

#MaracaiboSinLuz: Casi a punto de largar el rin

Los recientes apagones han golpeado con saña a los habitantes de la capital zuliana. Con episodios de 96 y hasta 100 horas sin electricidad, Maracaibo ya concentra mucho de lo peor de la tragedia nacional. Margarita Arribas, escritora y profesora universitaria (autora del blog Escenas baratonas), propone aquí una mirada desde la ciudad a oscuras

TEXTO: MARGARITA ARRIBAS @PIMPINA COMPOSICIÓN GRÁFICA: @DONCREMADES
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Es el sábado 30 de marzo. Me despierta —es un decir— un sonido extraño. Son las ocho y media de la mañana. Llevamos 13 horas y media de apagón. Hemos pasado otra noche a oscuras, acunados por el viento y el bochorno a partes iguales. Este bache acústico no es el cese del zumbido monótono de la planta eléctrica de la casa de enfrente, no es el tráfico aletargado de un sábado en la mañana. Es otra cosa. Es una suerte de silencio rumoroso.

Me asomo por el ventanal. Veo entonces una fila de carros que avanzan a velocidad crucero y van dando la vuelta en U en orden, como en una coreografía de Busby Berkeley, para ir estacionándose a contramano a orillas de la acera de mi cuadra. No entiendo. Otra cosa más que no entiendo en este oprobioso mes de marzo que quisiera no haber vivido, pero que no quiero olvidar. Lo peor es no saber. Y yo estoy por pasar muchas horas sin saber.

Ya con menos sincronía, van abriéndose las puertas de los carros y se van bajando casi todos sus conductores. Entonces pregunto a gritos desde lo alto:
—¿Y esta cola para qué es?
—Es la cola de la bomba —responde un hombre de mediana edad, sin mayores aspavientos.

Me pongo a sacar cuentas. Esa estación de gasolina no está tan cerca de mi edificio. Ya desde hace mucho tiempo (¿más de un año, quizás?), siempre hay que hacer fila para poder poner gasolina en ella. Pero a lo sumo, la fila se muerde la cola al rodear por completo la manzana. Para que llegue aquí debe haber ocupado al menos siete u ocho cuadras. Más tarde sabré que cubre al menos otras siete más.

Es de agradecer que haya amanecido nublado. Los carros no se mueven por varias horas. No debe haber llegado la gasolina aún a la estación. Los conductores se van agrupando. Unos se cobijan debajo de las escasas matas que hay en el sector y se sientan en el bordillo de la acera. Otros —que evidentemente se han puesto de acuerdo para venir juntos—, se sientan en alguno de los vehículos que está a la sombra. Una señora se pasea por la parte sombreada abanicándose con continuos gestos de desaprobación. Veo incluso asientos traseros llenos de niños que se dan manotones de vez en cuando.

No tarda en llegar un hombre en silla de ruedas. Es delgadísimo y su silla ha visto mejores días. Se desplaza a lo largo de la fila de carros tratando de conseguir algún dinero. Pero lo que pide es un tesoro. Nadie tiene efectivo; si acaso, el billete con el que se piensa pagar la gasolina (el que se tenga a mano). Veo que alguien le da un pan; otra persona, una galleta. Luego hace el mismo recorrido una mujer que camina con agilidad en cholas y con un niño en brazos y dormido, pese a sus gritos y el continuo cambio de lado de apoyo. Algo le dan también. Tiene que esquivar continuamente los carros que ahora asumen como indudable el doble flechado de la calle que siempre ha sido unidireccional. Veo a otro mendigo. Y a otro. Un muchacho aparece con una botella de un líquido verdoso y ofrece limpiar los parabrisas. Nadie acepta. Nadie tiene cómo pagar.

Me retiro del ventanal. Son un ejército de invasión, pero al menos uno silencioso. Diríase que manso.

Ya en pleno mediodía escucho un ruido que no puede significar otra cosa que el final de los tiempos. Es metálico y rasposo; es desordenado y franco: es absoluto. Corro al ventanal. Entonces lo veo. Es uno de los carros que están en la cola, que ahora han avanzado algo gracias a quienes se han rendido y han preferido el tanque vacío. Se trata de un Century de finales de los ochenta pintado de un azul fuera de catálogo —de cualquier catálogo—, aplicado al parecer a brochazos. La tapicería, según puedo ver desde mi altura, está llena de remiendos de tirro y tiras de tela puestas como un vendaje in extremis.

Pero el ruido monumental, el que convoca un silencio ceremonioso a su alrededor, lo produce su cuarta rueda, la trasera del lado del copiloto. O más bien, la ausencia de esta: el carro rueda con un rin pelado. Un rin oxidado y casi romo, que sirve de exfoliante al asfalto. Así está haciendo la cola para poner gasolina, y su chofer se apea desperezándose una vez que el carro debe detenerse justo frente a mi edificio. Todo en el Century suena: el cigüeñal, los amortiguadores, los vidrios flojos en las ventanas, los goznes de las puertas…

Ese Century es la verdad. Escandalosa. Chirriante. No disimula: aúlla.

Solo entonces reparo por primera vez en el resto del elenco: carritos por puesto de Ziruma que deben ya estar cobrando pensión; un LTD con parrilla de Mercedes Benz amarrada con alambres; modestos Getz, mucho más jóvenes, con techos a los que el sol les ha comido varias capas de pintura; carros con cuatro rines de distinto diseño; algunos Fiesta sin faros; unos Mazda con espejitos de polveras pegados como retrovisores; camiones escorados; camionetotas de tres pisos con cauchos cuyas intimidades se ven a simple vista desde mi almena… en fin, la corte de los milagros.

Tal como vamos siendo sus dueños: puertas amarradas con mecates, guardafangos pintados solo con antioxidante, capotas de color distinto al resto de la carrocería, bolsas plásticas de tintorería que fungen de vidrios traseros, y solo de vez en cuando algún carro que no me haría voltear con curiosidad si viviera en una ciudad distinta a Maracaibo y no llevara en un solo mes un apagón eléctrico de 100 horas corridas, un segundo de 60 y este tercero, que ahora va por sus primeras 17 horas de las 96 que terminará teniendo, mientras trato de comunicarme con alguien fuera de mi lugar de confinamiento, desde una ciudad en la que los cables telefónicos cortados cuelgan como lianas en las esquinas y los celulares se convierten en solo algo que es urgente cargar en caso de que lleguen a servir por tres minutos. Quiero saber. Quiero noticias.

Lo peor es no saber, ya lo dije.

O quizás lo peor es que el deseo se reduzca a un vaso de hielo. O el dolor en los brazos de cargar baldes y baldes de agua escaleras arriba. O la tristeza iracunda. Quién sabe. A lo mejor lo peor es saber y terminar de largar el rin.

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