Sexo para leer

#SexoparaLeer: "el pibe"

En la bahía de Varadero un turista argentino se convierte en el peor dolor de cabeza de dos chicas mexicanas que solo quieren disfrutar del mar y la arena. Lejos de casa, cualquier cosa puede pasar en esta fantasía sexy tropical 

Texto: Vivian Stusser
Publicidad

“Nossa, nossa, assim você me mata…”. Todo el tiempo repetía la misma coletilla, que luego supimos provenía de último hit de un cantante de moda brasileño, que él escuchaba todo el tiempo por el celular. La melodía era realmente pegajosa y todos en el hotel terminaron repitiéndola también, a fuerza de escuchársela.

El chico tendría unos veinticinco años, y aunque viajaba solo, siempre se lo veía acompañado, pues no desaprovechaba la oportunidad de establecer un diálogo con cualquiera que hablara su idioma y mostrara el más mínimo interés por él, aunque solo fuera un saludo de cortesía, o un comentario al pasar. Con su escaso vocabulario y una sintaxis verbal bastante limitada (que de primer impacto le hacía parecer un angloparlante que no dominaba bien el español), les contaba a quienes se quedaran a escucharlo que era argentino y trabajaba como obrero en la industria automotriz. Había ahorrado todo el año, haciendo muchas horas extraordinarias, para poder pagarse al fin aquel soñado viaje a Cuba. Y para reafirmar su admiración por el Ché Guevara y de paso hacer bien evidente para todos su cortedad de luces, se dejó aconsejar por un grupo de cubanos que trabajaba en la playa (siempre a la caza de turistas incautos) y terminó pagando porque le estamparan en la espalda un inmenso tatuaje con el rostro de ese personaje sobre el fondo de una ondulante bandera cubana.

SEXOPARALEER1 UB

Pronto se convirtió en un personaje pintoresco de aquel hotel de Varadero, en el que un heterogéneo y multinacional grupo de turistas había convergido en aquellos días tempranos de enero, para ser sorprendidos por el primer frente frío de la temporada invernal cubana, con una temperatura entre los 15 y 20 grados, y constantes ráfagas de un viento del norte helado y cortante, que obligaba a los pocos que se atrevían a acercarse al mar a protegerse con gruesos abrigos. Ya todos se referían a él como “el pibe” y la mayoría lo toleraba por un rato y luego buscaba el modo de librarse de él. Algunos lo admitían en sus grupos y se divertían haciéndolo blanco de inocentes burlas (que era evidente que no lograba captar) y solo unos pocos lo detestaban francamente.

Entre estos últimos se encontraban un par de chicas mexicanas a las que él se dedicó con más vehemencia que al resto. Al principio coincidieron en varias actividades, como las prácticas de buceo, un viaje en yate y una visita dirigida a una emblemática cueva de la zona. Luego él insistía en unírseles todo el tiempo, ya fuera para las comidas, para los eventuales tragos en el bar del lobby o en la terraza (muy frecuentados, ante la imposibilidad de bañarse en el mar) o para presenciar los espectáculos nocturnos que se ofrecían en las instalaciones el hotel. Ellas intentaban escabullirse, pero él siempre las encontraba y como su simplicidad le impedía notar su displicencia, no había manera de zafárselo. Terminaron por aceptarlo como un mal inevitable, tal vez como algo más en aquel paquete de “todo incluido” que habían pagado.

El Pibe llegó a confesarles a quienes lo escucharon el tiempo suficiente, que estaba “encamotado” de la más flaca de las dos “minas” (que era de contextura normal, mientras la otra era más bien gordita), llamada Martha y le estaba “echando los galgos”. Si lo dejaban hablar un poco más, contaba que estaba a punto de “levantarla”, pero que ella aún dudaba, pues tenía un novio en México que no dejaba de llamarla a todas horas por el celular.

Sentado en la piscina del hotel, observaba a la chica despojarse de sus abrigos y tenderse en una tumbona para intentar broncearse un poco bajo los escasos rayos de un tímido sol que emergía a ratos, para a los pocos minutos volver a ocultarse tras las nubes. Ella le sonreía de lejos y él imaginaba que lo estaba incitando a admirar su bien formada figura, embutida en un minúsculo bikini verde. “Nossa, nossa, assim você me mata…”, tarareaba en voz baja mientras abombaba las piernas de su short playero con el pretexto de tomar sol en los muslos, pero con la finalidad de ocultar la potente erección que le había provocado el solo imaginar su cara hundida entre aquel par de senos turgentes que el sostén del traje de baño a duras penas lograba contener.

Fantaseaba con que ella los dejaba libres del sostén y él los recorría con labios y lengua, atrapando con sus dientes los erguidos pezones oscuros, mientras sus manos bajaban por su espalda y acariciaban las nalgas expuestas por el minúsculo hilo dental. Cuando abría los ojos y buscaba su rostro, veía que ella estaba sonriendo (tal vez por algo que la amiga le decía), pero en su mente aquella sonrisa significaba que aprobaba y hasta compartía sus fantasías.

Una noche, al terminar las actividades nocturnas del hotel, un grupo de huéspedes quiso seguir la rumba en una conocida discoteca del lugar. Al ver que las mexicanas se sumaban, el pibe también se anotó, y cuando, ya en el lugar, Martha le dejó invitarla a unos tragos (también tuvo que invitar a la amiga, pero eso no le importó) y hasta bailó con él un par de piezas de salsa cubana, ya no tuvo dudas de que era plenamente correspondido. Verla moverse tan cerca de él, siguiendo el contagioso ritmo caribeño y poder incluso tocarla y hasta pegarse a ella cuando las evoluciones del baile lo permitían, lo hizo sentirse el hombre más afortunado del mundo. “Nossa, nossa, assim você me mata…”, repetía mentalmente, aunque la música que sonaba era muy diferente.

Al salir del local, la gordita estaba bastante mareada para caminar y él de inmediato se ofreció a brindarles el taxi hasta el hotel. Cuando llegaron, la chica apenas se sostenía en las piernas, lo que le dio la oportunidad de ayudar a Martha a llevarla hasta la habitación que ambas compartían y tenderla en la cama. Como ella luego volvió a sonreírle a modo de agradecimiento y se dirigió al baño sin despedirse, el pibe asumió que lo estaba invitando a quedarse y hasta se tendió en la otra cama para esperarla. Mientras escuchaba el sonido de la ducha, imaginó que ella salía del baño envuelta en una toalla, con la piel aún sonrosada por el agua caliente y pequeñas gotas mezclándose con los dorados vellos de su piel. Al verlo en la cama se acercaba y despojándose de la toalla de un tirón, se colocaba a horcajadas sobre él y con los mismos ondulantes movimientos con que había bailado la salsa casino, iba dejando que su miembro erecto la penetrara, mientras las manos de él aferraban los desnudos y aún tibios senos.

Epígrafe2-UB

-¿Pero qué carajos haces? –casi gritó la muchacha al salir del baño y verlo allí echado, con el pantalón por los muslos, el interior también abajo y con los ojos cerrados, masajeándose el rígido miembro–. ¡Fuera de aquí! ¡Vete a chingar a tu madre!, agregó, señalándole la puerta.

De cualquier manera el pibe se puso de pie, logró subirse el pantalón y salió al pasillo, seguido por los insultos de la chica.

-¡Guarro, chaquetero!- todavía la escuchó gritar mientras se alejaba.

“Qué tarado”, se lamentó para sus adentros. “La piba pensaría que me la estaba haciendo solo, sin esperarla. Bueno, a ver si mañana se le olvida y me da otro chance”, se consoló.

Y cuando abrió la puerta de la habitación que ocupaba en solitario, ya repetía de nuevo aquel estribillo pegajoso. “Nossa, nossa, assim você me mata…”.

Publicidad
Publicidad