Cómo cazar modelos y no morir en el intento

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wonderbra negro y ponerle estas palabras: “Mírame a los ojos… He dicho a los ojos”. -Soy publicista: eso es, contamino el universo. Octave sabe algunas cosas: “Un redactor que tarda una semana en escribir un artículo para el periódico Le Figaro cobrará 50 veces menos que un creativo free-lance que tarde 10 minutos en parir un cartel. ¿Por qué? Simplemente porque el creativo hace un trabajo que genera más dinero”. Aunque no lo reciba él y sea en realidad la agencia la que se quede con la mejor parte. Octave es un geniecillo de la publicidad que vive en un apartamento lujosísimo en París, rodeado de aparatos de hermoso diseño y alta tecnología, pero que en determinado momento asume que trabaja en las entrañas de un monstruo que le adula y le aprisiona y al que quisiera destruir no para salvarse él, cocainómano perdido, inestable emocional, sino nada más y nada menos que para salvar al mundo. Sí, Octave es un poco paranoico. Especialmente cuando interrumpe la presentación de una campaña y corre al baño del cliente a meterse unas líneas de coca y luego regresa convencido de que la Guerra Mundial está en curso y es la que perdemos día a día contra las corporaciones y los gerentes aburridos que no quieren saber de riesgos creativos sino de ventas concretas, de estrategias probadas. Por eso entonces, el libro. El libro que debería ser como una bomba activada justo en las vísceras del monstruo para hacer volar por los aires toda la podredumbre del sistema publicitario. Pobre Octave, quizás muera en el intento: “Lames el suelo. Te tragas  la sangre que chorrea directamente de tu nariz a la garganta. Tienes el tiempo justo para llamar a una ambulancia desde tu móvil antes de desmayarte”. Pero no, nuestro Octave, el primer Octave terminará preso por el molesto asunto de un asesinato, una cosa de justicia malentendida contra los accionistas de fondos de pensiones americanos, ya sabes, los jubilados gringos que mueven su dinero para acá y para allá… El segundo Octave Parango apareció años más tarde. Anda en otras cosas. Dice que ha dejado las drogas duras, pero es mentira. Se le nota un poco más reflexivo acerca del amor, del cual, quería prescindir por completo. También más consciente de sus orígenes: “Yo me había criado en una familia desestructurada antes de desestructurar la mía”. Y tenía trabajo nuevo. Uno envidiable: “Me pagaban por buscar a la chica más hermosa del mundo”. En Rusia. Solo. De su cuenta. Con dinero. “Mi futuro profesional dependía de algunas medidas, de un contorno de pecho, de una curvatura pronunciada o un perfil travieso”. Octave era un experto: “Buscaba la buena geometría entre la separación de los ojos y la altura del cuello, la contradicción perfecta entre la insolencia de un pecho incipiente y la inocencia de un hoyo clavicular frágil. La belleza es una ecuación matemática: por ejemplo, la distancia entre la base de la nariz y el mentón debe ser la misma que entre la parte alta De la frente y las cejas”. Más viejo, más sabio, más peligroso, Octave se pasea por la noche moscovita buscando al prototipo de la nueva belleza que la publicidad reclama, la belleza vendedora, siguiendo los pasos de quienes descubrieron a Claudia Schiffer, a Natalia Vodianova, de esos que supieron ver lo que otros no. Y Octave trataba de respetar las reglas: no abusar sexualmente de las chicas, andar con chofer y guardaespaldas, no probar cocaína. “Y, sobre todo, no enamorarse nunca”. -Mi trabajo consistía en saber lo que a los tíos se la pone tiesa. Las chicas que hacen consumir a las mujeres son las que excitan a sus maridos. Octave vuelve entonces a la carga, a pretender mostrarnos la fealdad dentro de la industria de lo bello, la que mueve el deseo, esa que a principios de la década empujó a desear pureza, jovencitas luminosas, ojos de cielo: “Uno creía que se había enamorado, pero solo obedecía a una campaña de Guess”. Y lo hace desde Rusia, la gran mina: “¡Las americanas son demasiado sanas, las francesas demasiado caprichosas, las alemanas demasiado deportistas, las japonesas demasiado sumisas, las italianas demasiado celosas, las holandesas demasiado liberadas, las españolas demasiado cansadas! Quedan las rusas. Las chicas rusas tienen una forma de bajar los párpados como niños pillados en falta; se diría que contienen las lágrimas, como si sus ojos turquesa sofocasen sollozos procedentes del frío polar, de una desdicha eterna…”. Viviendo así. Pastillas. Fiestas. Discotecas. Modelos. Presión. Desequilibrio. Esta historia terminará mal. Peor que la primera vez, esa en que leímos su historia en “13,99 Euros”. Frédéric Beigbeder, en “Socorro, perdón”, se ha repetido un poco, pero siempre será entretenido escuchar la voz del atormentado Parango, víctima del escritor francés que a veces se asoma tras los excesos de su personaje. ]]>

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