Viciosidades

Vivir con depresión y reír para contarlo

Yo nací obligado. Como el 90% de las personas que conozco, fui un embarazo no planificado. Ni mis papás me consultaron si yo quería nacer en la Venezuela pre-Chávez, ni yo tenía los bíceps tan desarrollados como para aferrarme al cordón umbilical y no salir al espacio exterior. Mi mamá pujó más duro y yo no tuve opción. Aquí sigo, 28 años después.

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Te caen a labia y te dicen que la vida es un milagro, que viniste al mundo a dejarle un legado a la humanidad, que cada persona es un ser único. Y uno empieza a disfrutar su estadía con la felicidad de la infancia, un cartucho que yo me volé mucho antes de ser adulto. Nací con el gen del drama de telenovela.

Fui coleccionando frustraciones desde antes de la pubertad: sufría en silencio cuando el barbero me cortaba el pelo más de la cuenta, me traumé cuando vi cómo Disney dejó huérfanos a Bambi y al Rey León, y dejé de confiar en El Niño Jesús cuando me enteré que todo era un chantaje para que me portara bien durante el año.

Me volví adolescente, como Sabrina, pero sin poderes de bruja para acabar con el acné. Me faltaba un diente y usaba lentes gruesos, no tenía el atractivo necesario ni para hacer un comercial de Movilnet. Me frustré porque no había perdido la virginidad a los 15 años con una puta. Luego de la turbulencia propia de saberme gay, a los 17 acepté que siempre me gustó el Power Ranger Rojo.

Recibí la adultez con el dólar a 6,30 y con mi salud emocional pasándole factura al cuerpo. Enfermedades fantasmas. Visité dermatólogos, endocrinos, gatroenterólogos y hasta un homeópata (la peor inversión de mi vida después de haber comprado una cotufera de aire caliente). Todo con tal de no pisar un consultorio psiquiátrico, el único especialista que podía saber porqué ninguno de los otros médicos conseguía una causa física a mis síntomas.

Un buen día toqué fondo. Lloré tanto que creo que el cauce de ese río de lágrimas me hizo nadar hasta la terapeuta que me diagnosticó “Fobia social”. La valeriana era un caramelo al lado del Paxil, el antidepresivo que llegó a mi vida luego de meses de resistencia. 10 miligramos no me hacían cosquillas. Me subieron la dosis a 20mg. Lo tuve que combinar con Rivotril porque los primeros días no podía dormir. Estaba cansado, tenía la voluntad de soñar, pero cuando cerraba los ojos, Morfeo no pasaba. Todo era negro. 8 horas de oscuridad total hasta que el sol me levantara los párpados y me calentara las ojeras la mañana siguiente.

¿Cómo que un carajo jodedor como tú sufre de fobia social?”, me dijo un amigo al que no valía la pena explicarle que mi actitud ante el mundo siempre ha sido una cortina de humo. Vivo de hacer reir a la gente. Como guionista en una de las emisoras juveniles más importantes del país, como columnista y como comediante de almuerzos. Pero en el fondo el humor consiste en contar problemas haciendo analogías. Así que no soy humorista, soy un quejón con gracia.

El Paxil me puso en el hombrillo de la autopista. Mientras lo tomaba no tenía ansiedad, pero tampoco emociones. Ni buenas, ni malas. No sentía nada, pero al menos no pasaba todo el día hiperventilando y con el corazón hecho una tambora. La pastilla empezó a escasear. Conocí al Lexapro y al Ipran. Desaparecieron. Comencé a tomar genéricos. Desaparecieron. Quedé rueda libre. La farmacodependencia no era una opción para vivir en paz, era un lujo en vía de extinción.

Conocí el Síndrome de abstinencia y los consejos enlatado. “Tienes que ser fuerte”, “Tómate las cosas con calma”, “Date la oportunidad de equivocarte”. Pero ya el mal estaba hecho. ¿Cómo le dices tú a un muchacho que creció exigiéndose sacar 20 puntos en la boleta que se dé un chance de equivocarse? Cada metida de pata era un vaso de agua en el cual ahogarse.

Respiraba profundo y contaba hasta 10, veía tutoriales de meditación en YouTube. Quería aprender a domar al Monstruo de la Depresión, una bestia parlanchina de 100 bocas.

Un día a la vez…

Abro los ojos y tengo 5 segundos de paz antes de ver al borde de la cama. Allí me observa el mismo fantasma preguntón de siempre. “¿De verdad tienes talento para algo?”, “¿No serás una farsa?», “¿Viste que tu ex tiene novio?”, “¿Sabes que la pila del celular se va a dañar?”, “¿Ya todos tus amigos se fueron del país?”, “¡Creo que te vas a enfermar!”. Lo dice todo al mismo tiempo, mientras el ruido de las cornetas de los carros se encarama por la ventana del cuarto y por debajo de la puerta se desliza el susurro de las noticias que se escapan del televisor de la sala. Gajes de vivir al borde de la Avenida Francisco de Miranda.

Lo ignoro. Me levanto de la cama y el malvado fantasma me acompaña hasta el baño. Se asoma en el espejo: “Mira esa pepa que tienes en la cara”, “Tienes la caspa alborotada”, “Tres canas más”.

–¿Me vas a dejar orinar?–le digo.
–¡Claro!

Me bajo el cierre:

–¿No deberías tenerlo más grande?
–Soy un negro con el pipí normal. ¿Qué quieres que haga?
–¿Será por eso que no te llaman para una segunda cita?
–Solo pasó una vez…
–¿Seguro?

No le paro. Me visto por inercia, salgo a la calle sin desayunar. Hasta el año pasado el fantasma preguntón me llenaba el estómago de dudas y no quedaba espacio para la comida. Si me atrevía a tomar bocado en público era muy probable que me dieran ganas de vomitar. Fobia Social, que le llaman. Pero yo evitaba a toda costa demostrar los síntomas. El humor fue mi escudo.

El monstruo me hacía tenerle miedo a almorzar con figuras de autoridad o gente que me pareciera atractiva. En esos casos se sentaba a mi lado y empezaba a preguntar: “¿Ella es tu jefa?», «¿Sabes que todo lo que digas puede ser usado en tu contra?», «¿Este es el chamo que te gusta?», «¡Creo que está viendo que te estás sintiendo mal!», «¿Tienes que comerte todo?», «¿Y si te dan ganas de vomitar?», «¿Y si pasas pena?», «¿Ya sabes dónde está el baño?”. Llegaba el vértigo a mitad del plato. Cada bocado era un reto. Pedía la otra mitad de la comida para llevar.

–¿Estás más flaco?
–¡Claro! Si por tu culpa no puedo comer tranquilo.
–Pero estás perdiendo músculo. ¡Mira cómo te queda la ropa!

Mientras yo perdía peso, la Depresión seguía engordando. Se alimentaba de mis inseguridades, de mis miedos, se los comía crudos, de un bocado. Yo solo esperaba llegar a casa para dormir, era el único momento en el que no me molestaba la bestia de 100 bocas, esa que permanentemente me revolvía el pasado y lo mezclaba con mi presente en un país en el que la juventud tiene los sueños regulados.

Despedidas semanales, un salario que complementaba con 4 tigres, colas, paranoia, las medias rotas. Venezuela se me volvió patria y condena. En medio del caos una noticia me sirvió de alivio inconsciente: “Holanda propone ampliar la eutanasia a quienes estén cansados de vivir”. Jamás me había tomado tan en serio la idea de emigrar luego de leer esto. Aunque en el fondo pensaba: “¿Así de obstinado estoy de todo que veo esa drástica opción como un alivio para el alma?”.

No me quiero suicidar, pero si descubriera que en realidad somos fichas en un simulador tipo “Los Sims” y el juego me ofrece la opción de cancelar la partida, aceptaría.

Seguramente en este momento el psicoterapeuta que me atendía está tratando de ubicar a mi familia para decirles que escondan el cloro y los dos cuchillos que aún tienen filo en la cocina. Repito, no me voy a suicidar. Pero sí, debo aceptar que vivo bajo la filosofía del “Bueno, ya qué coño”, para ahorrarme las arrecheras, porque hasta eso me da flojera. Perdí el interés por todo. Me mantengo activo más por mi sentido de responsabilidad, de cumplir con mis compromisos, que por mis ganas de dejarle un legado a la humanidad y de “vivir cada segundo como si fuera el último”.

«Deberías sentirte afortunado, porque hay gente que la está pasando mal de verdad». Y no lo dudo, pero no es justo que deba buscar consuelo por contraste con la vida de alguien más. Esto no es ni una pataleta ni un texto para dar lástima. Escribo estas líneas porque no todas las personas que sufren de depresión son ese estereotipo de emo que está todo el día escondido detrás de su pollina. Muchas somos las personas que tratamos de hacer una vida normal, sin mencionar el tema, aunque por dentro carguemos el alma rota cargada en un guacal que se vuelve pesado.

Ya estoy mejor. Ya puedo comer en público sin problema. Cuando salgo a compartir en una tasca escondo al fantasma preguntón detrás de las botellas de cerveza, detrás de las risas, de las anécdotas divertidas. Pero también descubro, allí, sentado en Los Chinos de Los Palos Grandes, que otras personas con las que comparto la mesa también deben domar sus demonios internos y fingir como si no pasara nada. Somos una cuerda de náufragos que de vez en cuando tendemos puentes entre nuestras islas.

Mi Depresión pasa tanto tiempo conmigo, que se sabe los chistes que repito. Al parecer es un huésped que va y viene, que con su pasaporte diplomático me perseguirá incluso si me voy del país. Y es tan poderoso, que logró que pasara toda una noche escribiéndole esto. A veces la mejor manera de combatirlo es tuteándolo, diciendo su nombre en voz alta, reconociendo su existencia.

Si me estás leyendo, te recuerdo que se te venció la renta. Paga el alquiler con la cuota de felicidad que me das cada tres meses y luego puedes volver a quedarte.

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