Cultura

"A todos nos ha abandonado un padre, una pareja, un sueño o un país"

Angustiada por la posibilidad de enfermarse de coronavirus y morir, la periodista Dulce María Ramos evocó el destino de su padre, quien sucumbió al HIV cuando ella era una niña. En esta entrevista, Ramos habla de la crónica que conmovió a sus lectores en Facebook.

"A todos nos ha abandonado un padre, una pareja, un sueño o un país"
Cortesía
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«Tengo la misma edad de mi padre cuando murió por una pandemia», así comenzaba la nota de la periodista venezolana Dulce María Ramos Ramos, difundida en el diario El Universal, el 31 de marzo y luego puesta en su muro de Facebook, donde la vi.

—Antonio Ramos Hernández (Canarias, 26-03-1952 / Caracas, 03-07-1993)- narraba Dulce María-. Su infancia y adolescencia transcurrieron durante la dictadura de Francisco Franco en un pueblito llamado Vallehermoso, en la isla de La Gomera. Apenas sabía leer y escribir. Al poco tiempo de la muerte del Generalísimo, emigró a Venezuela, que se convirtió en la tierra prometida, en una nueva vida y, por ende, en la posibilidad de salir de la pobreza y de tantas privaciones. Empezó trabajando como carretillero en el Mercado Mayor de Coche, en Caracas. Años después, decidió tener su propio negocio: una distribuidora de plátanos. Cuando por fin logró establecerse, se casó con su prima Ana Luisa, y a los ocho meses nació su única hija.

Cuando la vida parecía sonreírle a Antonio Ramos, su negocio marchaba bien, podía enviarle remesas a su familia en Canarias y había comprado una casa, fue diagnosticado con VIH-sida.

—Fueron largos meses de exámenes y de consultas médicas -escribió su hija Dulce María- hasta que en 1989 le confirman que era seropositivo. Luego vendría el peor trance: someter a su esposa y a su hija a las mismas pruebas.

La periodista, entonces en su infancia, salió negativa, a diferencia de su madre. «Mi madre resultó ser seropositiva, yo estaba sana, aunque tuve que pagar un alto precio: la soledad. Todo cambió en casa. Trece años de mi vida fueron una especie de cuarentena domiciliaria: nada se compartía, cada quien tenía sus platos, sus vasos y sus cubiertos. No había abrazos ni besos, se hablaba poco, salíamos lo necesario, se tenía precaución con las heridas o cortadas; y, lo más importante, todos asumimos el compromiso tácito de guardar el secreto de la enfermedad para evitar el rechazo social. […] La pandemia del siglo pasado no hizo de mí una mejor persona, vivía con rabia del mundo, sin poderlo hablar con nadie, inventando razones para explicar la ausencia de mis padres. Yo no quería cargar con un estigma o tener la etiqueta: hija de sidosos. Ya no siento vergüenza de ello, con el tiempo el dolor se ha ido diluyendo, quizás la edad ayudó un poco. También contarlo, primero a mi novio, después a mis amigos cercanos.

Días raros, confusos

Dulce María Ramos Ramos es periodista especializada en las fuentes de literatura y cultura. Licenciada en Letras por la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), con estudios de maestría en Comunicación Social en la misma universidad, en los últimos años se ha dedicado a la promoción de editoriales y cine independiente. Muestras de su trabajo creativo ha sido incluido en las antologías “Cien mujeres contra la violencia de género” (Fundavag Caracas, 2015) y “La desconocida que soy: diarios íntimos”, (Editorial Índigo España, 2018). Escribe para El Universal, el suplemento El Dominical del diario El Comercio, de Perú, y para el diario El Espectador, de Colombia.

Desde septiembre de 2017 vive en Bogotá, adonde huyó tras ser secuestrada en Caracas por unos colectivos. Su madre nació un 12 de septiembre, día del Santo Dulce Nombre de María, y siempre pensó si tenía una hija se llamaría así. «Así que mi nombre de protagonista de novela no tiene nada especial», dice Dulce María, en entrevista para este portal.  «A veces me preguntan si es por la poeta Dulce María Loynaz y, como todo se vale en la literatura, en ocasiones digo que sí. Total, tenemos muchas coincidencias: vivimos una revolución, nuestras firmas se parecen y lo más importante: la poesía.

—Cómo fue el proceso de escritura de este texto, que ha conmovido a muchos lectores.

—Estos días de la pandemia han sido raros, confusos. Primero, suspenden la Feria del Libro de Bogotá FILBo, donde yo tenía mucho trabajo. Estaba cansada, pero contenta, porque he tenido la fortuna de emigrar y trabajar en mi profesión, así que esos primeros días sentía rabia y frustración. A la par, hablaba con amigos regados en el mundo y cómo iban viviendo esta situación. Luego, pasé a otra fase: empecé a recordar cosas de mi infancia y adolescencia; y entonces caí en cuenta cuán distinta es la percepción de la humanidad ante el coronavirus y lo que fue el sida.  Pensé escribir una crónica sobre los escritores en su cuarentena, pero por una u otra razón esa crónica no tomaba forma. Hasta que decidí contar mi historia. Empecé con mi miedo de morir de coronavirus y las coincidencias que esa muerte tendría con la mi padre.

—Cómo fue escribirlo. Cómo te sentiste. ¿Estuviste tentada a dejarlo?

—Me costó mucho, sobre todo, encontrar el tono y establecer qué contar. Sí, por un momento dudé si publicarlo. Le consulté al padre Jesús María Aguirre, quien fue mi profesor en el postgrado, y él me preguntó si estaba preparada para lo que vendría después. Me sugirió irme por la ficción, pero me siento cómoda en la no ficción. Me gusta lo que hacen Vivian Gornick y Ariel Levi, por mencionar un par de nombres.  Lo escribí y se lo envié a Juan Antonio González, mi editor en El Universal, quien me dejó un audio en WhastApp que me conmovió. Juan Antonio me preguntó si estaba segura de publicar esa nota. Le dije que sí, que era mi historia y que quería que los lectores se movieran emocionalmente al leerla, porque en estos momentos es necesario reflexionar sobre eso. El día que se publicó estuve con taquicardia por varias horas. Nunca me había pasado eso con ningún texto. Ya ha pasado una semana y estoy agradecida con quienes lo han leído y me ha escrito. Especialmente, con tantos escritores, como Jacqueline Golberg, Carmen Verde, Krina Ber, Eloi Yagüe, Slavko Zupcic, tú, y tantos otros que tienen una trayectoria y se acercan sin mezquindad a mi trabajo.

—¿Qué edad tenías cuando murió tu papá?

—Cuando él se entera de la enfermedad, yo tenía doce años. Muere cuando tengo quince años.

—Qué fantasías tenías en tu infancia acerca de lo que era una familia ideal?

—La típica fantasía que una podía derivar de las películas norteamericanas: mamá, papá, hermanos, comidas los domingos, cumpleaños… No tuve hermanos, no crecí con mis abuelos, no había costumbres familiares. Soy el deseo de un hombre que quería tener una hija y buscó a una mujer -mi madre, su prima- para realizar ese proyecto. Nunca faltó comida o dinero en casa, pero sí afecto. A mis padres no les enseñaron a amar. No puedo culparlos. Fueron víctimas de sus familias y del contexto de pobreza y dictadura donde nacieron y crecieron. Pero eso lo pensé después, de adulta. El caso es que no supimos querernos y tampoco lo intentamos.

Antes de que ocurriera la catástrofe, yo vivía en mi mundo. Cantaba los temas de las telenovelas, porque a mi madre le gustaba, jugaba con barbies y con soldaditos, con mi perrita, un pastor alemán que se llamaba Espantoja (por la cantante Isabel Pantoja, mi padre la amaba), íbamos mucho a la playa y mi padre escuchaba merengue. Me refugiaba en los pocos libros que tenía, de ahí el cariño que le guardo a Memorias de Mamá  Blanca, de Teresa de la Parra, El mago de la cara de vidrio, de Eduardo Liendo y El Principito; y en los domingos, llenos de periódicos, que devoraba, soñaba con ver mi nombre en ellos, como los de los periodistas que solía leer. Fui una niña solitaria, tímida, siempre en el cuadro de honor del colegio. Hoy veo mi foto de niña, hablo con esa niña, me hubiera gustado darle una mejor historia.

—En tu texto dices que has contactado al médico de tu padre para preguntarle cómo se había contagiado este. ¿Qué crees que ocurrió? ¿Sabes qué pensaba tu madre al respecto?

—A los pocos días de la muerte de mi padre apareció una mujer por mi casa. Le dije que estaba equivocada, que él no vivía ahí. Pensé que era ella quien lo había contagiado o que ella estaba enferma por culpa de mi padre. Nunca más apareció. En fin, no vale la pena buscar culpables. Con mi madre tuve una relación tóxica. Yo le recordaba a mi padre en todos los sentidos, tanto mi físico como mi carácter. Toda su frustración y rabia la desahogó en mí. Desde luego, ella era víctima del machismo de un hombre. Yo siempre me ocupé de ser una mujer muy distinta a ella.

—Tu texto puede ser el germen de un novela. ¿Lo es? ¿Lo has pensado? ¿Has empezado la novela ya?

—Sonará a cliché, pero los libros consciente o inconscientemente se van escribiendo primero en uno. Antes de que tomen forma afuera, quiero decir. A diferencia de mis colegas de mi generación, no he tenido afán o prisa por publicar. Todo llega a su tiempo. No puedo adelantar mucho, pero quizás poco a poco la periodista le dará paso a la escritora, quizás esto fue un adelanto. Yo estudié literatura y me he dedicado al periodismo, oficio que me ha permitido ir a ferias, conocer a escritores de todas partes, tener disciplina y constancia para escribir; y tener magníficos editores, como Albinson Linares, Betty Vázquez, Lavinia Muñoz, y muy especialmente, Juan Antonio González, Dante Trujillo y Manuel Gerardo Sánchez, quienes me han tenido mucha paciencia y me han dado libertad para conseguir mi propia voz. Lo que sí puedo asegurar es que todo lo que escribo es auténtico. Apuesto por la autenticidad en la literatura.

—¿Cambió algo en tus sentimientos hacia tu padre, después de haber escrito este texto?

—Mis sentimientos han ido cambiando a lo largo de la vida: desde el odio por su abandono hasta el perdón. También he lamentado mi timidez, que me impidió preguntarle tantas cosas, especialmente ahora que soy migrante como lo fue él. Casi no recuerdo nada de mi padre, aquella no era una época como ahora, que se registra todo. Cuando lo olvido aparece en mis ojos, especialmente cuando estoy mal, quizás para recordarme que puedo superar cualquier adversidad.

Más que catártico, mi texto es una forma de justicia poética. Alguna vez, de niña, pensé que iba a escribir sobre él para reivindicar su historia. También es una forma de entender quién soy: una forma que se construyó sola, sobre los errores de mis padres. En estos días vi la miniserie de Netflix, “Una mujer hecha a sí misma”, protagonizada por Octavia Spencer, en el rol de Madam C.J. Walker, quien en un momento dice: “A veces, el silencio es la única protección que tiene una mujer de color y ahora que al fin aprendí a contar mi historia, ya no puedo callarme”. Eso resume cómo me siento hoy.

Era momento de contarla. Mi padre es el padre de muchas otras personas, que se sintieron identificadas con mi historia. Todos hemos sido abandonados por un padre, una pareja, un hijo, un sueño o un país. Mi crónica es mi testimonio, pero la esencia de la literatura es lograr que esa historia particular sea universal para que los lectores se identifiquen.

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