Cultura

"Araya", recorrido por el mundo blanco de Margot Benacerraf

El mundo estéril, blanco, de una belleza terrible y que consume despertó en Margot Benacerraf el deseo y la fuerza para contar una historia de múltiples lecturas que ha sido redescubierta una y otra vez y que fue doblemente premiada en el marco del festival de Cannes, aunque no -claro- con la Palma de Oro

"Araya"
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Cuando a finales de 1957, Margot Benacerraf decidió filmar «Araya», tenía muy claro lo que quería mostrar. Había dedicado dos años a investigar todo el material al que tuvo acceso en las bibliotecas de Sevilla, Madrid y Ámsterdam, además de vivir durante unos meses en el lugar que se había convertido a todas luces, en una obsesión para la cineasta. Lo que se proponía a hacer no era sencillo, ni mucho menos, con referencias inmediatas en la Venezuela de los años cincuenta: una película capaz de captar una historia entre líneas, extraña, dolorosa e incluso inquietante. Araya  -el pueblo- era un lugar al extrarradio, fuera del tiempo y consumido por el esfuerzo de sus habitantes para sobrevivir en condiciones cada vez más brutales.

Para Margot Benacerraf no se trataba solo de contar una historia con un poderoso atractivo visual, sino, además, combinar la idea con algo más elaborado: la posibilidad de sostener todo el discurso visual a través del trabajo, descarnado e interminable, que los habitantes de la región llevaban a cabo como un ritual que se heredaba de generación en generación.

La sal -considerada por siglos como un lujo- era ahora también una forma de esclavitud. Una lenta y progresiva erosión de lo cotidiano en la que se mezclaban la necesidad de subsistencia, la arraigada costumbre de un legado en común y al final, un duro estilo de vida que se conservaba intacto década tras década.

Le debió asombrar ese mundo estéril, blanco. Tanto, como para que la idea de filmar su terrible belleza, fuera uno de sus objetivos más inmediatos cuando partió junto al camarógrafo Giuseppe Nisoli, para comenzar la película. Por supuesto, era una época anterior a cualquier idea como una forma de arte, al menos en Venezuela: Benacerraf solo contaba con sus recursos, su determinación y en especial, con la percepción intuitiva del artista de que había algo extraordinario que contar bajo los valles calcáreos interminables, osificados bajo un sol candente en que la vida dependía de un tipo de habilidad casi primitiva para el comercio básico.

"Araya"

Ya con «Reverón» (1952) Benacerraf había demostrado su capacidad para captar el color local y traducir las pulsiones del entorno en algo más elaborado que una mirada a lo que le rodeaba. A pesar de su corta duración, el documental le valió aplausos en el Festival de Berlín (junio de l953) y en el Festival de Edimburgo (agosto de l953).

Benacerraf era una cineasta ambiciosa, aunque el trabajo de las mujeres en el cine de la época era escaso y menospreciado. Pero la realizadora estaba convencida del poder de narrar, tanto como para que su vida se basara en la percepción de lo que se cuenta como núcleo motor de toda su condición como creadora. En 1947, cursó estudios de Filosofía y Letras en la Universidad Central de Venezuela, una proeza para cualquier mujer de su época y en especial, en un continente en que la independencia intelectual femenina era objeto de crítica, burla y menosprecio.

En 1949, Benacerraf dio el paso definitivo que quizás moldeó su especialísimo punto de vista sobre la belleza, el dolor y la percepción del entorno como un elemento narrativo: es el año en que obtiene una beca de tres meses en el Departamento de Drama de la Universidad de Columbia, en Nueva York. La artista en ciernes comenzaría su recorrido hacia una forma de contar historias únicas y además hacia la consolidación de una identidad muy marcada sobre el arte de contemplar un tipo de belleza esquiva.

Un recorrido a ciegas

Cuando Benacerraf se propuso filmar la vida cotidiana de una comunidad de recolectores, parecía un proyecto pequeño, pero en su imaginación ya era algo más elaborado y complicado. “Quería hacer más que un simple documental” contó a Los Ángeles Times en el 2009, cuando su obra fue descubierta por un grupo de jóvenes cineastas norteamericanos. En realidad, la intención de Benacerraf era enaltecer y conferir importancia a lo que ocurría detrás de una aparente quietud uniforme y ultraterrena. Quería “registrar, registrar todo lo que estaba pasando, porque me interesaba la desaparición de este mundo que filmé”.

Lo hizo. Benacerraf no solo logró captar el ambiente lírico que soñó para su película, sino que el blanco y negro de Araya contara en 82 minutos (aunque la versión original tenía una duración de casi tres horas), una historia muy antigua sobre el trabajo, el esfuerzo, el anonimato y al final, los dolores inconcretos de la pobreza.

El resultado es un film con un indudable aire contemporáneo, que logró ser admitido en el Festival de Cannes y que causó sensación por su cuidado uso de la cámara y pulcra percepción sobre la historia, debajo de largos silencios y la narración en off de Laurent Terzieff (en francés para 1959). La película conquistó dos premios en el festival: el de la Comisión Superior Técnica y el importantísimo Premio de la Crítica Internacional (FIPRESCI), que compartió con la extraordinaria “Hiroshima Mon Amour” de Alain Resnais.

Resulta curioso que después de un comienzo tan auspicioso el filme atravesara todo tipo de pequeños escollos, incluyendo la pérdida del negativo inicial, así como una larga disputa con los distribuidores de la película, que insistieron en editar el metraje original de tres horas hasta llegar a sus ya conocidos ochenta minutos y un poco más. Solo después de 18 años, fue reestrenada en Venezuela, y se convirtió en un éxito instantáneo. En esta ocasión narrada por José Ignacio Cabrujas, la obra tiene la capacidad de mostrar una región que podría pertenecer a cualquier época y lugar del mundo en que los rituales del trabajo se han transformado en un tipo de sumisión misteriosa.

Convertida en un símbolo del nuevo cine latinoamericano, Benacerraf demostró el valor fílmico de un tipo de cine que desconcierta por su pureza, poder y el incesante diálogo entre lo abstracto, lo etéreo y lo primitivo, todo desde un punto de vista sofisticado que aún en la actualidad, resulta desconcertante.

Un renacer tardío

Durante cinco décadas y en medio de las transformaciones de la industria fílmica nacional y latina, la película pareció desaparecer hasta que en el 2009 fue reeditada por Milestone Film & Video y proyectada en el Teatro Nuart de Los Ángeles, lo que demostró que la capacidad para cautivar de la obra de Benacerraf, continuaba intacta.

“Araya”, fue comparada con películas de Luis Buñuel y Glauber Rocha. Los críticos estadounidenses llegaron incluso, a encontrar el realismo mágico primigenio de Gabriel García Márquez en la quietud casi siniestra que se adivina en cada una de las escenas de “Araya”, a las que Benacerraf imprimió una cierta cualidad de tensión inclasificable muy semejante a las grandes escenas descritas por el ganador del Nobel colombiano en sus obras. También hubo quien encontró el aire antropológico y pulcro de Sebastião Salgado, en la que el hombre no lo es todo, sino la única referencia temporal y física en parajes que han tenido el mismo aspecto por siglos y que de la mano de Benacerraf, toman la estatura de un poema temible.

"Araya"

“No creo que la gente realmente entienda la película como un poema”, dijo por entonces Dennis Doros, que dirige Milestone Film & Video con su esposa, Amy Heller. “La gente quiere etiquetar películas y clasificarlas en categorías. Lo pone automáticamente en documental con narrador. Y ‘Araya’ sin duda, no lo es”.

Pero en realidad, la película es lírica en cientos de formas distintas. Algunos de los recolectores que Benacerraf captó son descendientes directos de familias que han trabajado en el mismo lugar y haciendo las mismas cosas prácticamente desde la llegada de los colonizadores españoles en el siglo XVI. Las condiciones de vida, de trabajo y en especial, las crudas perspectivas de subsistencia son las mismas y de hecho, es ese paisaje sin nombre y sin forma, lo que Margot Benacerraf supo aprovechar, sustentar y crear como un escenario moderno de una historia mitológica anónima, lo que termina por resultar desconcertante, brillante y profundo.

De una otra u otra forma, Benacerraf supo captar a la America Latina cristalizada en una imagen perpetúa sin una redención clara y encadenada a los terrores que le unen a algo más profundo. Esa percepción de la era pre industrial a una industria que sigue conservando las percepciones fragmentadas y retrógradas de un pasado idéntico que repite en una postal interminable.

En el 2007, Benacerraf regresó a Araya y se sorprendió de encontrar de nuevo, el pueblo fantasmal, ahora aun más hundido en las tinieblas de la no existencia: los trabajadores sustituidos por maquinaria y las largas tradiciones de recolección, convertidas en una leyenda de boca en boca, sin valor ante el auge de la maquina.

En lo esencial, Araya era exactamente la misma que había captado su cámara. Como si el tiempo dejara de transcurrir, convertido en una imagen estática de todo un continente. Quizás el mayor legado de la película de la artista.

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