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Aristeguieta: Rojo hasta los tuétanos

Cuesta mucho, por no decir que no existen, ubicar jugadores que en el fútbol venezolano sientan un real sentimiento por la camiseta que representan. ¡Y no es cuestión de culpa o de ser estos unos simples mercenarios! Fomentar una identificación real por una institución no es realmente un hecho común en un fútbol que sobrevive gracias a bombonas de oxígeno

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Fotografía: Caracas FC

Caracas FC ganó adeptos y una base sólida de seguidores por sus magníficas actuaciones en la Copa Libertadores de las ediciones 2007 y 2009. Con una campaña de mercadeo realmente brillante y en época de real bonanza económica, el equipo rojo comandado por Noel Sanvicente tenía en sus filas una buena cuota de jugadores de Selección Nacional. Rey, Vizcarrondo, “Zurdo” Rojas, “Maestrico” González, “Lobo” Guerra, Carpintero, Weymar Olivares, “Pájaro” Vera, Castellín…una pléyade de monstruos que fueron capaces de competir en el escenario internacional y, por fin, fomentar un sentimiento de identidad del caraqueño con el color bermejo. Era atractivo ese Caracas.
Mientras este fenómeno se producía, en la cantera roja trabajaba un muchachito con características muy particulares. De familia acomodada, llegaba al entrenamiento del primer equipo con la chemís beige y el pantalón de gabardina azul. En su pecho, el mítico escudo rojiblanco del colegio San Ignacio de Loyola, aquel que alguna vez representó mucho en el incipiente nacimiento del fútbol rentado en el país.
Al lado de aquella cantidad de aquilatados jugadores, se dejaba ver un mocoso con más aspecto de futuro estudiante de economía en Yale que de futbolista.
Pelirrojo, pecoso, fortachón, el tenis también le venía bien, pero sus goles y su potencia hacían que esa predisposición por su aspecto se extinguiera. Caracas tenía en sus filas a un delantero de raza. Una raza roja, pura, casta.
«Polín» Páez – Pumar, aquel rubio ex central de Caracas junto con Johnny Hernández, y Edgar Bolívar, quienes alguna vez también vistieron la camiseta de los rojos, extendieron como técnicos en el Loyola el amor por los colores infundados por el mismísimo padre de Fernando, quien siempre lo llevó de pequeño al estadio.
Su primera identificación con el club fue esa, sentimiento transmitido por su papá. Siendo muy niño, en una entrevista hecha por un segmento de deporte colegial del diario El Universal, le preguntaron de qué equipo era y no dijo ni Real Madrid ni Barcelona ni la Juventus: dijo «Soy del Caracas». Tendría unos ocho añitos aquel carricito. Llamó la atención del mismísimo club quien lo invitó a entrenar con ellos. Ahí comenzó la historia.
Desde afuera lo buscaron. Internacional venezolano Sub 15, su porte llamó la atención en un sudamericano de la categoría y varios cuadros de Europa preguntaron por él. Al “Colorado” le preocupó más terminar el bachillerato en su ciudad, con su gente, con sus amigos. Eso sí: no dejaría de jugar en su Caracas FC, con el que debutó en el primer equipo a los 17 años.
Adolescente, veía aquel gran Caracas de 2007. Las gradas del Olímpico eran un infierno. Teñidas completamente de rojo, las banderas, los trapos, las bengalas y los originales cánticos atraían a todos quienes en la Capital veían por Fox Sports aquellos ambientazos en los campos de Sudamérica. Era en Caracas. Era con un equipo de aquí. Competían. Uno de tantos era Fernando, que maravillado por eso, se convenció de que tenía que estar del otro lado de la grada, en el césped, para vivirlo como protagonista y no espectador.
De ahí en adelante, fue un idilio. En plena efervescencia de la fanaticada roja, Aristeguieta se convirtió en uno de los símbolos del equipo. Juvenil, ya marcaba goles importantes y se hacía con un lugar en el ataque del once titular. A los 20 años, terminó siendo goleador en un semestre, despidiéndose del país para fichar por el Nantes francés. Antes de irse, no dejó pasar el momento de meterle tres en un partido a Táchira nada menos que en Pueblo Nuevo. Los Demonios Rojos, la facción más fuerte de la afición de Caracas FC, lo elevó al altar de los más grandes ídolos del equipo.
Desde fuera del país, donde no tuvo quizá el desempeño de su carrera deseado, se mantuvo atento a todo el acontecer de Caracas. Desde Portugal, Francia o Estados Unidos, no dejaba de ver los encuentros, de seguir a su adorado equipo.
Como un furibundo fanático más, se expresaba en las redes sociales con particular signo de apoyo a su rojo querido. Dejo provocador al rival. Siempre pendiente. Y no lo ha dejado de hacer, ahora que volvió a una Venezuela en crisis, pero donde está el club de sus amores.
En San Cristóbal, en el último clásico, volvió a dejar claro que en su sangre, por más azul que pueda ser su linaje, corre un rojo extremadamente carmesí. Autor de un gol en aquella masacre a Táchira, la provocadora celebración sin camisa y mostrándola de frente a la afición atigrada (similar a lo que Messi hizo contra Real Madrid, solo que Aristeguieta enseñó el escudo con el león de Santiago y no su nombre) ha quedado como el pacto eterno de su matrimonio con la divisa de los Valentiner.
Guste o no, sobre todo a los rivales, es bonito y hasta necesario que en nuestro fútbol esto se multiplique. Un futbolista enamorado de su equipo es la muestra más fehaciente que esa identidad tan envidiada con los clubes del sur del continente, se fomente por los equipos de aquí. Ayudará a que la gente quiera sus colores. A que tenga ídolos, una necesidad real de un fútbol que adolece de eso.
Aristeguieta es todo rojo.]]>

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