Me parece increíble pensar que fue Venezuela uno de los primeros actores en animar una ola aparentemente imparable. En 2001, Ben Ami Fihman creó el Salón Internacional de Gastronomía, probando que donde pone el ojo pone el balón. Así, en Caracas, nos acostumbramos a recibir a gigantes como Andoni Luis Aduriz (cuando apenas tenía una estrella Michelin), Paco Roncero, Santi Santamaría, Heston Blumenthal, Alex Atala… Me resulta más increíble pensar que Venezuela ya no cuente con ningún escaparate internacional, como esos en los que tuve la suerte de trabajar.
Madrid Fusión comenzó en 2003. Ese mismo año nació Mesa Tendencia, en Brasil. Lo que hoy se conoce como Mistura arrancó en 2008 como Perú Mucho Gusto, impulsado por Gastón Acurio. Entre los precursores, Carlo Petrini con Salone del Gusto (1996).
¿Qué ha pasado en todo este tiempo? La lista de encuentros es innumerable. Incluiría Salone del Gusto (Turín), MAD Symposium (Copenhague) y Diálogos de Cocina (San Sebastián) entre los más sólidos e interesantes.
Hace ya un año dejé Caracas para mudarme a Ciudad de México, invitada por el chef Enrique Olvera a formar parte de Mesamérica, entre las convocatorias más relevantes de la actualidad. La responsabilidad es enorme. Y las preguntas abundan. Para comenzar: ¿para qué hacemos estos congresos? Algo tan elemental parece diluirse frente a la perspectiva de hacer de esto solo un negocio, aprovechando el boom gastronómico como excusa para vender espacios de forma incluso despiadada y contradictoria; para lograr titulares en prensa sin mayor contenido; o simplemente hacer taquilla a punta de “famosos”, más repetidos que baratijas de Mundial de fútbol y más consentidos que astros de rock.
¿Para quiénes hacemos esto? Me espanto y deprimo cada vez que consigo un auditorio desolado. Y es lo que está pasando. Las salas están medio vacías, no medio llenas. Y no depende de cómo queramos ver el vaso. Los congresos se ensimismaron. Se creyeron tan importantes como las estrellas de sus pavimentos. Olvidaron que hay que salir a buscar a la gente, y no al contrario. Y que la gente importa. Claro que importa.
En la tercera edición de Mesamérica recibimos alrededor de 1.400 estudiantes de cocina y es algo que aún me eriza la piel. Aclaro: no caen del cielo, vienen porque se les busca –y hasta jala de una oreja– bajo la promesa de darles algo de valor a cambio. Y hacemos todo por cumplir con creces. Pensamos genuinamente en ellos.
No escatimamos en contenidos. Curamos hasta el insomnio un programa con personalidad propia, que ayude a traducir nuestras intenciones en aportes concretos, como la coordinación de un taller de periodismo gastronómico –dictado por Martín Caparrós y Julio Villanueva Chang–, la organización de un evento food truck para romper paradigmas y mostrar nuevos formatos de cara a la cantidad de jóvenes que se gradúan sin mayores posibilidades de inserción (más de 4.500 personas convalidaron la iniciativa).
En el Auditorio BlackBerry nos abocamos a un tema específico: “Expresiones urbanas”. Con ello rendimos tributo especial a Ciudad de México como capital internacional de la comida callejera.
Buscando contestar qué comemos en las grandes ciudades, cómo y por qué, usamos no pocos recursos (les recomiendo ver el video “Vitamina T”, del director Nanda Fernández, en www.mesamerica.mx, donde invitamos a personalidades de distintas fronteras y ámbitos por el valor de sus testimonios, no solo por su peso mediático específico). Chefs, cineastas, urbanistas, economistas, escritores, periodistas, músicos formaron parte de un caldo que esperamos sea de cultivo.
Entendimos la necesidad de ser congruentes y cuidadosos, pero también divertidos e irreverentes. Apostamos por un formato multidisciplinario que se pareciera a nosotros, los latinoamericanos –caos incluido–, a fin de hacer de la cocina un pretexto para una reflexión abierta y real, haciendo de lo inesperado un ingrediente clave.
Jugamos con apariciones cómplices como la de René Redzepi (chef considerado el número uno del mundo). Irrumpió de forma undercover para organizar un concurso a través del cual seis estudiantes de cocina acabaron ganando becas para hacer prácticas en Noma (Dinamarca) y en Chez Panisse, Mission Cantina y Cosme (Estados Unidos). Lo mismo la intervención sorpresa de la banda Café Tacvba junto a Enrique Olvera. No me alcanza esta columna para contarles todo lo que hubo ni el tamaño del éxito. Lo que sí quisiera es compartir inquietudes.
Soy periodista. No me resisto al vicio de las cinco preguntas: qué, cómo, cuándo, dónde y por qué. Me obsesionan los porqués y la necesidad –hasta enfermiza– de darles sentido a las cosas. ¿Cuál es nuestro aporte?, ¿qué logramos exactamente?, ¿por qué insistir? No son cuestiones sencillas ni evidentes. Y, paradójicamente, a veces lo que se requiere es un acto de fe. Cuando noté que más de la mitad de la audiencia se conmovía hasta las lágrimas viendo cómo Redzepi premiaba a los seis estudiantes de cocina –no miento, la gente se desbordaba en lágrimas–, entendí por qué sí vale la pena defender propósitos genuinos y por qué tiene sentido hacer las cosas bien.
No creo, por el contrario, en lo mercenario, en lo meramente comercial ni en el absurdo o espectáculo como premisa. El camino de los congresos gastronómicos merece ser repensado antes de que mueran de asfixia o inanición; o de que se estanquen en lo ridículo.
¿Cuál debe ser el propósito de un congreso gastronómico? Quién sabe. Cada cual que elija sus cartas. Buscar incansablemente las respuestas ojalá nos lleve a aprovechar estas convocatorias para comernos todo eso que somos, sobre mesas que se atrevan a evolucionar sus formatos y a expandir sus bordes, en favor de tender puentes hacia otras realidades, de incidir en pequeños cambios… de invitar a pensar y, por supuestísimo, a disfrutar. Si no, ¿qué sentido tendría todo esto? Ninguno.]]>