Oídos hambrientos
Si escuchar es inevitable, si no hay sueño para la audición, me pregunto, en más de una ocasión, ¿por qué no darle importancia a la música en los restaurantes?
Si escuchar es inevitable, si no hay sueño para la audición, me pregunto, en más de una ocasión, ¿por qué no darle importancia a la música en los restaurantes?
No puedo evitarlo. Si de repente, en establecimientos de alta cocina, consigo que suena Bossa n’ Stones, se me dispara una especie de tic nervioso que ya conocen mis pobres amigos. Si el ambiente resulta demasiado estruendoso o estridente, hasta me voy. “Oigan, está sonando un mismo disco por tercera vez, ¿se dan cuenta?”, “¿Aquí también Michael Bublé?”, “¿Acaso estamos en el lobby de un hotel?”…
Más allá de las histerias de esta melómana de poca paciencia y oído quisquilloso, lo que nos entra por las orejas, igual que por la boca, es relevante. Para bien o para mal, la experiencia del comensal depende de cuanto ocurre en el espacio que habita. Al final, el recuerdo que nos llevamos no se asocia exclusivamente con lo que aparece sobre el plato; tiene que ver más bien con la sana y lógica interacción de un conjunto de estímulos.
Cada elemento importa. Por una razón: cada elemento comunica. De la misma manera en que un chef nos revela detalles sobre sí mismo a través de su cocina, lo hace a través de los demás recursos que elige para interactuar con sus comensales. Creo, en consecuencia, que si con la música un chef no tiene qué decir, es mejor que no ponga nada, que acuda al silencio e invite a romperlo.
De todos los sentidos, el oído es el que antes desarrollamos. A las 14 semanas, el feto ya es capaz de distinguir voces como la de la madre. Luego, en el mismo instante en el que nacemos, anunciamos nuestra presencia precisamente con un fuerte sonido. Lloramos para arrancar la vida y, desde entonces, oímos hasta acabar nuestra existencia (a menos que algo extraordinario nos lo impida, claro).
No hay forma de que el oído se ausente de su entorno. Cuando escuchamos música, se activan sustancias químicas en nuestro organismo que actúan sobre el sistema nervioso central, estimulando la producción de neurotransmisores. Las reacciones, por supuesto, nunca son iguales, el efecto se vincula con factores culturales y subjetivos que tienen que ver con lo que, en el tiempo, nos gusta.
Si la música nos agrada, se incrementa la oxitocina y se generan ondas cerebrales alfa, asociadas con estados de relajación corporal y psíquica. Cuando no nos complace, ciertas neuronas del cerebro se impactan negativamente, pudiendo incluso provocar cambios de humor, sudoración, nerviosismo y hasta taquicardia.
Manuel Martin-Loeches, profesor titular de Psicobiología de la Universidad Complutense de Madrid y experto en neurociencias, me contaba que la música es capaz de disparar emociones que modulan e influyen en procesos de percepción, incidiendo en la memoria y facilitando el recuerdo posterior de una situación. En resumidas cuentas, detona y sella recuerdos. ¿Acaso no es lo que intentan lograr los cocineros? La música, más que un relleno, es aliada y cómplice.
Impacta directamente el sistema límbico del cerebro sin pasar por el filtro de nuestra parte más consciente, estableciendo un contacto directo con eso que guardamos en nuestro interior.
“Escuchamos dentro del sonido, inmersos en su propia realidad, y no a distancia como ocurre entre la vista y el objeto que se observa”, decía Tim Ingold, para quien se trata de un fenómeno que no es mental ni material, sino propio de la experiencia.
Aunque buena parte ocurre de forma subliminal, o de forma periférica a las necesidades más inmediatas, parece evidente que los sonidos pueden influir en el ánimo, en la atención –y en la vida misma–, igual que el encuentro con algo insospechado.