Degustación

Tasca Caribe y las cazuelas de Maria Fernanda Rodrígues

Fotos: Patrick Dolande
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Sobre la estufa, en un cazo de hierro, el crepitar de las cebollas marchitándose en copioso aceite de oliva da inicio al concierto culinario en los predios de María Fernanda. Por añadidura, luego de que el ajo esparce e inunda el lugar con su aromático vaho, las papilas se despiertan, se contraen, se excitan y se contorsionan porque en minutos las mesas estarán servidas en Tasca Caribe, el comedor de manjares portugueses en Caracas por antonomasia

Más de 120 maneras de aliñar y preparar el bacalao presenta el menú. María se solaza, al ritmo de los tenedores que chocan con los dientes, cada vez que un comensal se soba la barriga y limpia los platos con un mendrugo de su pan casero.

“El bacalao al horno es el que más piden. ¡Muy rico! Es un trozo grande de pescado sobre una cama de cebolla, ajo, pimentón, hojas de laurel y mucho aceite de oliva. También encargan el asopado, que lleva abundante tomate”, revela sus secretos.

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Es que la cocina de la chef de este lugar emplazado en la Av. Libertador no solo no asoma un atisbo de mezquindad —todo en su restaurante es profuso, rebosante y ampuloso, como el lenguaje de Pessoa. Verbigracia: las caraotas rojas de la fejueda feijoada que nadan en un mar de repollo, las migas de pan de maíz que se bañan en un caldo de gallina, las papas de la calderas de guiso—, sino que también evoca los sabores más vernáculos de la Lusitania de ayer y anteayer para causar un paroxismo de placer.

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“Los pollos rellenos de lentejas más deliciosos que jamás haya probado fueron los de mi abuela. Todo era muy rústico en sus recetas. Sus platos no ostentaban más que su sabor”, desliza exultante con esa característica inflexión que se endulza en pastelitos de Belén. “En mi restaurante no cuezo pollos sino gallinas, envueltas en jamón serrano y borrachitas de vino blanco. Pero la receta es la misma que la de mi avô”, se envanece pizpireta.

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Sí, en cada salsa, en cada estofado, en cada fritura, como las pataniscas a base de huevos, perejil y bacalao, se arremolinan los recuerdos de un viejo pueblo cuyos suelos lamen las aguas de la Ribera del Duero, prósperas tierras en las que germinan la ilusión y el trigo, las barricas de las que se ordeña ese vino dulce y oscuro que engolosina a los devotos de Baco y, por supuesto, a su gente: hombres y mujeres que “fueron librados de la guerra, mas no del hambre”, como les dijera, en los albores de la Segunda Guerra Mundial, el tristemente famoso dictador portugués António de Oliveira Salazar, y que han bregado dentro y fuera de sus fronteras para izar bien en alto la bandera rojo y verde de la Península Ibérica.

“Pasamos mucho trabajo. Cientos de nosotros buscamos en otros confines un terruño que nos adoptara. Venezuela me dio refugio. Ahora es mi segundo país y de acá no me voy. La manera de retribuir tanto cariño es llevando a los platos de todos lo único que sé hacer: cocinar como si estuviera en Portugal”.

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