Memoria gustativa

El Gran Café, nido de la vanguardia caraqueña

Lugar obligado de encuentros de todo tipo, corazón de la vida bohemia caraqueña, terraza panorámica para “ver -a todo el mundo- y dejarse ver”, peña literaria, improvisada oficina al aire libre, encuentro de intelectuales y de los que no lo eran, espacio para citas non santas, rincón de desempleados, una de las sedes de la República del Este, todo eso y lo que la fértil imaginación del lector pueda abarcar, era la vida que ofrecía a sus habituales y eternos contertulios el siempre recordado Gran Café de Sabana Grande y su hermano el Piccolo Café, que estaba a escasos 50 metros, en la entrada de las Galerías Bolívar

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Fotos: cortesía Alberto Veloz
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A mediados de la década de los 50 del siglo pasado comenzó la construcción de la oficialmente llamada avenida Abraham Lincoln, que todos conocen con el rimbombante nombre de Calle Real de Sabana Grande, apelativo que data desde 1743 ya que era el camino que unía la antigua Santiago de León con las grandes haciendas del este del valle de Caracas, pero esto es historia que se consigue en libros.

Lo que nos interesa son las vivencias personales y el ambiente despreocupado y desprejuiciado pero intelectual de avant garde y mundano que se gestó en sus espacios, en concreto en el área de una las más amplias aceras de la ciudad que le hacía la competencia a la avenida Victoria y que a pesar de los embates destructores y salvando las distancias, todavía son el asiento de Le Grand Café -nombre original- y el Piccolo Café.

“Nos vemos en Sabana Grande…” era más que suficiente para saber que el encuentro furtivo, la cita de negocios o sentarse a componer y recomponer el mundo y sus políticas, era en ese trozo de acera mundana o en el de al lado y no menos famoso Piccolo Café, donde tomarse una taza de la legendaria y arábiga infusión era toda una experiencia, por lo bien preparado, al gusto exacto del vicioso cafetero y acompañado de tertulias interminables con gente de todas la condiciones culturales, de indumentarias y variadas especificidades.

El aromático café se acompañaba de algún sánduche, especialmente recuerdo los Club House y las merengadas con crema. Luego aparecieron los batidos de frutas. Pocos clientes pedían dulces porque al frente estaba el Bar B.Q. cuya nomenclatura remataba en pequeñas letras de neón rojo la palabra Chicken. Nunca probé el pollo, pero lo que sí comí fueron las tortas sacher y selva negra. Eran las mejores tortas y pasteles de tradición auténticamente austríaca que se conocieron en Caracas. Igual sucedía con las pizzas. A nadie se le ocurría pedir una margherita o nápoli en el Gran Café si a pocos pasos estaba la mejor pizzería del momento: la Pizzería Royal, en la entrada del Callejón de “las Siete Puñaladas” o “Callejón del Pecado”.

La discriminación y el apartheid no existían en Sabana Grande

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Una verdadera delicia era observar el mar de mesitas con sus sillas de aluminio con asiento y respaldar de malla plástica entrelazada que se diferenciaban por los colores para cada sector de la amplísima terraza, con el clima más perfecto del mundo y plena de conspicuos personajes, no tanto por ser ilustres, que algunos sí lo eran, sino porque sobresalían del resto de los paseantes, normalitos y corrientes.

Y es que la fauna humana que se sentaba en el café variaba a medida que pasaban las horas. En las mañanas, algún abogado apremiado apuraba un cafecito; al lado señoras que iban de compras por las innumerables y elegantes tiendas de la zona; oficinistas y dependientes de comercios vecinos y sempiterno trasnochado que no alcanzó a llegar a su casa después de una larga noche de bar en bar.

Al mediodía llegaban los primeros clientes fijos que pedían un vermouth o un Campari al mejor estilo del aperitivo milanés o un whisky para no perder la costumbre vernácula y prepararse para el larguísimo almuerzo. También se hacían presente hacia la 1:00 de la tarde los primeros poetas, periodistas e intelectuales de la República del Este, casi todos con caras y cuerpo de resaca que, si ésta era fuerte y dolorosa, pedían un Bloody Mary o un Bullshot.

De inmediato se trasladaban a las sedes oficiales en el famoso “Triángulo de las Bermudas” de la vecina avenida Solano: Al Vecchio Molino, Franco´s y el Camilo´s. En las tardes del Gran Café aparecían familias con niños para saborear algún helado que jamás podían competir con los exquisitos de la cercana heladería Castellino y, en la noche, casi con rigurosidad suiza, se dejaba ver la mejor mescolanza de contertulios donde pululaban todos y todas, con una algarabía continuada, que recuerda el título de la novela de Fausto Masó, Sabana Grande era una fiesta.

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Ya que menciono la República del Este, no puedo dejar de citar algunos nombres de los selectos miembros de esta nación enemiga del Palacio de Miraflores de aquel entonces. Recuerdo a personajes como Caupolicán Ovalles, Francisco Massiani, Pastor Heydra, William Niño, Oswaldo Trejo, Adriano González León, Luis Pastori, Manuel Alfredo Rodríguez, Manuel Caballero. De las pocas mujeres a la periodista y crítico de arte Miyó Vestrini, entre muchos otros republicanos. También aterrizaron por esos predios figuras como José Luis Rodríguez y Orlando Urdaneta.

Si de nombres se trata, otros famosos se sentaron en las mesitas del Gran Café como el Premio Nobel Gabriel García Márquez, el escritor argentino Julio Cortázar, el diseñador de alta costura Christian Dior o el presidente Juan Domingo Perón. Un muy curioso personaje fue el primer propietario del Gran Café, me refiero al ex presidiario Henri Charriere, mejor conocido como Papillón por su rocambolesca novela autobiográfica luego vertida al cine con Steve McQueen en el rol del prófugo de Cayena, acompañado de Dustin Hoffman.

A finales de los 60 y bien entrada la década de los 80, tres grupos importados y perfectamente diferenciados, hicieron su aparición en la zona: Los Hare Krishna con sus cánticos, sahumerios, batolas anaranjadas y pelo al rape quienes sonaban los crótalos monótonamente a la par que pedían de forma educada una colaboración e invitaban para el siguiente domingo a un almuerzo vegetariano en sus lugares de culto. Estos remedos de monjes hinduistas jamás se sentaron en las terrazas.

Quienes sí tomaron sillas, mesas y manteles a mediados de los 70 fue el grupo de argentinos quienes venían con tradición de terrazas del verano porteño y tuvieron que recalar en Sabana Grande por las feroces dictaduras del Sur. Por lo tanto, se convirtieron en refugiados políticos, algunos muy cultos, otros chulapones pero siempre engreídos y los menos se quedaron a vivir en este exótico país lleno de trópico.

SABANA GRANDE, GRAN CAFÉ

Una verdadera invasión fue la de los gitanos. Mientras los hombres fumaban sin parar y tomaban un solo y único café negro durante toda la tarde-noche, sus mujeres vendían mercancías variadas, especialmente manteles y los niños deambulaban solitos por todo el bulevar. Los gitanos, sin excepción de sexos, vestían de riguroso negro. Ellos con pelo engominado, camisas muy abiertas para lucir las gruesas cadenas de oro y ellas con impresionantes ojazos negros, zapatos destalonados y un tanto desaliñadas.

El cruising, ligue o «levante» estaba asegurado en las mesas del Gran Café. Había para todas las combinaciones y gustos posibles de dos en adelante, y con alternativas cercanas de baños, bares y restaurantes para continuar el “feliz” encuentro, que podía terminar en algunos de los alojamientos, de muy dudosa reputación de la archiconocida calle de los hoteles o Acacias Sur, y si había más dinero en algunos de más categoría de la Casanova o Francisco Solano, que se convertían en escenarios protagonistas porque hacían recordar la célebre película argentina de Daniel Tinayre, La cigarra no es un bicho (1963). El término inseguridad existía, pero no se practicaba mucho.

Su ubicación equidistante entre el centro y el este de la ciudad lo hacía el lugar de encuentro para gente de todas las condiciones sociales: económicas, políticas, culturales, donde cabían escritores de gran valía y los emergentes. Ministros de turno sin guardaespaldas. Poetas de lustre. Periodistas de alto vuelo. Artistas reconocidos y de cabaret como la famosa y estilizada Madame de ébano que se sentaba todas las tardes en la misma mesa con su pinta de “retirada” y de haber gozado la vida. Músicos que se empeñaban en amenizar con clásicos boleros y rancheras harto conocidas. Borrachitos consuetudinarios y fastidiosos. Pintores de toda talla donde sobresalió por su calidad plástica Pascual Navarro, versión tropicalizada de Dalí, con excéntricos trajes e innumerables sortijas, una en cada dedo, que lo hacían parecer un hippie con su hirsuta barba y sienes plateadas. Cientos de tardes, sentado frente a su caballete, pasaba largas horas pintando. En su justo honor y como un homenaje, la ciudad designó la calle oeste del Gran Café con el nombre de: Calle Pascual Navarro.

Era tal la atracción de estar en una de las mesitas del Gran Café, que a pesar de no existir en la mente de los planificadores urbanos la palabra metro, subte, subway o tube, una pléyade de personajes y personajillos venidos de todos los rincones de la ciudad, hicieron de este emplazamiento su lugar de reunión y encuentro para ser vistos al lado de algún famoso o famosa, según fuese el caso y los gustos. Lástima para ellos que no existía el selfie.

Aquí es… Aquí es…

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Quizás no sea muy original este intertítulo, pero es el que más se adecúa a mi primera memoria del carnaval caraqueño, cuando los niños gritábamos para que nos lanzaran, no solo caramelos y chupetas, sino juguetes de verdad como muñecos y títeres, cajitas de creyones de cera, juegos de jacky, pulseritas y collares, tacos de goma, los recuerdos son inagotables.

Y es que desde las aceras de Sabana Grande y a todo lo largo de la Calle Real – que en los años 50 y 60 era de tránsito vehicular- nos agolpábamos para ver el desfile de las más vistosas carrozas, cada una con su reina y cortejo que representaban alguna institución o comercio privado. Las comparsas más variadas con disfraces originales, donde la inventiva del caraqueño era casi infinita; auténticas lluvias de serpentinas y papelillos. Y la gente común y corriente también regalaba caramelos y dulces sorpresa a los niños paseantes.

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Pero si alguna carroza quedó grabada en mi memoria fue la del gran globo terráqueo que constantemente daba vueltas, coronado con una sillita de color gris donde permanecía sentada y con la mano en alto saludando a sus súbditos la más hermosa y bella Miss Mundo que ha tenido Venezuela -no existían las cirugías plásticas como práctica habitual- la eterna Carmen Susana Duijm Zubillaga, Miss Mundo 1955 y primera finalista en el Miss Universo de ese mismo año.

Esas carrozas desfilaban no solo por Sabana Grande, hacían un largo periplo por las más importantes avenidas de Caracas como la Urdaneta, Andrés Bello y la zona de El Silencio y cuando fue inaugurado el Paseo de Los Próceres en 1956, hasta allá llegaban los fastos carnavalescos.

Teatro Radio City, una joya casi perdida

La primera impresión del teatro Radio City recuerda el Art Deco pero un rápido análisis muestra una fachada más bien pseudomodernista con elementos propios de la primera mitad de la década de los 50. Inaugurado el 15 de abril de 1953 en el nuevo centro comercial que comenzaba a gestarse en Caracas, en la cuadra que marca casi el inicio de Sabana Grande cruce con la avenida Las Acacias, esta singular sala de cine no pasa desapercibida. Un elemento de aerodinámica arquitectura acentúa su extravagancia con un techo sobresaliente encima de la marquesina coronado por una extraña águila con las alas muy abiertas y la figura de una misteriosa mujer con lanza vencedora que vigila a los peatones del bulevar.

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No hay que tener mucha imaginación para darse cuenta que al entrar a esta sala de cine la construcción era un homenaje, guardando las dimensiones, al archifamoso Radio City Music Hall de la Gran Manzana. Solo faltaban Las Rockettes. El techo abovedado simula o simulaba un ensamblaje de láminas de zinc y en el proscenio dos esbeltas sirenas daban la bienvenida a los cinéfilos. En esa misma edificación funcionó un salón de billar, donde se presentaron escenas de todo tipo. Dudo al escribir en pasado o presente, porque este hermoso teatro mutó a centro de apuestas hípicas y luego servicio de seguridad del Estado, por lo que no se tiene acceso y no puedo dar fe de su conservación y respeto a las formas originales.

Todavía se conserva el piso original de granito del hall de entrada, donde dos extravagantes taquillas en cornucopia de aluminio vomitaban los tickets que solicitaban los espectadores, previo a una marcación que realizaba una señora taquillera, porque casi siempre eran mujeres las que se encargaban de esta venta y caballeros los que “picaban” las entradas.

RADIO CITY HALL

El piso del foyer del teatro era de pedazos de mármol negro veteado en blanco, verde y colores tierra, bellamente pulidos. El techo iluminado al mejor estilo Art Deco daba la sensación de ambiente cálido que invitaba a pasar a la sala, la única de Caracas que tenía la particularidad de poseer un standing room, especie de pasadizo a todo lo ancho con grandes ventanales de vidrio, que hacía de antesala.

Y la gerencia del teatro Radio City ofrecía un aditamento cultural con la presencia de la pianista Paquita, quien amenizaba con hermosas melodías, mientras se colocaban los espectadores en sus respectivos asientos o compraban golosinas. Paquita era una señora muy particular, de nombre Frances Monge Bartle, de madre española y padre inglés. Tuvo una vida intensa que le dio mundanidad y muchos oficios. Era una elegante secretaria bilingüe, sabía de alta costura, cocinaba como experto chef, profesora de música, practicaba deportes y para ganarse unos realitos extras le divertía tocar el piano y el órgano.

RADIO CITY

Así, los asiduos al teatro Radio City escuchaban clásicos norteamericanos como Cheak to cheak, obras de Cole Porter, Irving Berlin o musicales al estilo My Fair Lady, canciones de moda italianas y españolas, pasodobles, tangos y sambas entre un largo repertorio. El tiempo de espera antes de comenzar la película era muy entretenido.

Por cierto este emblemático teatro se inauguró con la película Mesalina, la mujer más perversa en toda la historia del mundo, protagonizada por la controversial actriz mexicana María Félix, “La Doña”. Pero más perverso que Mesalina fue el destino de Sabana Grande.

Créditos de fotos:

  • Los cines de Caracas en el tiempo de los cines, Nicolás Sidorkovs 1994
  • Caracas en Retrospectiva (Facebook)
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