Gente del oficio

El mejor país del mundo es una panadería

Fotos: Diana Baldera
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El Torbes va a cumplir 64 años funcionando como sucursal de Los Andes venezolanos en plena Av. Baralt, pero detrás de los mojicones, las acemas y el pan de guayaba hay un brillante ejercicio de inteligencia política y económica

Más que un retrato de la Caracas que existió hace 60 años, la Panadería-Pastelería El Torbes es el mosaico de un país que mira su pasado desde los embates del presente. La atemporalidad de los letreros que anuncian el precio de cada producto, los exhibidores ahumados por el paso de los años, el tope azul de la barra que se extiende a lo largo del local y la amplia fachada hacen olvidar por un momento que ahí mismo están las esquinas sucias de la Av. Baralt y, un poco más allá, Venezuela en pleno siglo XXI.

Toca volver a mirar. Cinco cámaras de seguridad registran cada rincón de la panadería zumbando tenuemente de un lado a otro, como para que los clientes no se alarmen, como para no romper el encanto de ese rincón inamovible desde hace 64 años, cuando abrió sus puertas por primera vez.

El centenar de personas que viene y va cada hora quizás no nota la santamaría que cuelga del techo, ni la moto que pasa cada cierto tiempo para cerciorarse de que todo está bien, ni el encargado de la seguridad interna, disfrazado de panadero. No lo notan, es normal: más de veinte variedades de pan y una buena selección de dulces abarrotan las tres paredes del local y en El Torbes todo es simpatía, todo es buen servicio.

Que un señor de 120 kilos baje de su grúa y bloquee el tránsito mientras se compra una quesadilla parece ser parte de la rutina diaria, seguramente porque los locales con tradición se miden por la cantidad de ritos excéntricos que pasan desapercibidos entre sus clientes y vendedores. Nadie se sorprende si entra un mendigo o un político y menos aún si un local especializado en la panadería y la pastelería andina está atendido por casi cualquier persona menos un andino.

El bigote espeso de Alfredo Graffe, por ejemplo, no lo es, su acento tampoco, pero desde los ochenta reparte el tiempo entre sus orígenes llaneros y la panadería que administra. En el año 75 su suegro, Carlos Julio García, compró el local y de inmediato introdujo un modelo de negocios que el tiempo ha confirmado como insuperable: que los empleados también sean socios. Sí, la idea se ha llevado a cabo más de una vez, pero en El Torbes es una realidad palpable.

En los alrededores la mayoría de los carros que están estacionados son propiedad del personal, ya que el 80% tiene acciones en la panadería. Varios han comprado ganado y apartamentos gracias a los incentivos de Graffe, un tipo realmente especial capaz de argumentar que ellos simplemente buscan el sistema ideal:

“El socialismo tiene sus cosas buenas, pero el capitalismo también, así que nosotros le damos igual importancia al enriquecimiento y a la justa repartición de esas ganancias”, repite Graffe cada vez que puede, interrumpido por los clientes que piden un aliado o un pan de coco.

No importa la necesidad, él y todos los que trabajan detrás de la barra están ahí para servir: “Yo podría estar hablando de estas cosas en mi oficina, con aire acondicionado y una botella de whisky, pero creo en el conductismo, ¿sabes?, en Skinner, así que yo quiero dar un ejemplo y alentar a todos a que actúen en pro de los clientes y se superen como personas.”

En tiempos de escasez, la panadería se las ha arreglado para buscar sus propios proveedores y hasta comprar algunas vacas, si bien a veces los problemas son más grandes de lo que pueden llegar a prevenir. Con las luces de las neveras y los aires acondicionados apagados, Graffe quiere creer que la tradición del lugar puede más que la contingencia del país, tal vez porque a estas alturas El Torbes es una ciudad-estado. Él asegura que la gente ya no dice que esa es la Esquina Maderero sino, simplemente, la Esquina de El Torbes. Y uno le cree. Probablemente ese es el primer paso hacia la independencia.

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