Ruta del sabor

El futuro de la cocina venezolana

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Las estampas robustas, por los medios o por las sopas, de los cocineros de postín relampaguean en la memoria de expertos y aficionados. Hay quienes, escondidos en las sombras, aseguran que no hay una generación de relevo. Bienmesabe alza el mentís: “que sí, y una bien gruesa en conocimientos y ganas de hacer país”. He aquí un paseo por las nuevas caras de los fogones. Jóvenes de filipinas y sueños que, desde ya, dan de qué hablar

Cuando de comer se trata no se toleran carencias: se exigen virtudes. La imparcialidad en las apreciaciones se percibe como una infamia. La comida es buena o mala. Así de simple. Al cocinero inexperto o desacertado se le ve como un agresor, un villano que invade tu intimidad para sembrarte un spam en tu sistema digestivo.

Ni todas las elegías, todos los réquiem ni todos los responsos son suficientes para apaciguar la rabia de haber malgastado el tiempo probando una mala comida, espejo del descrédito. Por eso resulta tan valioso cuando encontramos un plato sabroso, que no solo calma el hambre sino que genera ganas de reincidir.

Actualmente, Venezuela es testigo de una efervescencia en la escena culinaria. Ha surgido una generación de amantes de la cocina que ha venido a rescatar el patrimonio gastronómico. Adulteran procedimientos, fomentan ejercicios de aproximación, descubren nuevos productos y destierran sabores con una homologación ideológica y un impulso anímico dotado de sentido: rescatar la tradición. Entre ellos, la delación y zancadilla no existen.

No hay uno que no halague el trabajo que hace su colega o su mentor. Sus discursos parecen amalgamados por una fortaleza ética que les permite disertar con solvencia sobre el presente y el futuro de la gastronomía en el país. En este texto, la histeria sacra típica de la cocinas de los restaurantes se apacigua un poco para conversar de lo que está haciendo esta nueva camada.

JUAN PABLO GONZALEZ. 28 años

Instagram: @chefjuanpablog Su voz queda extraviada mientras revisa el celular. Cuando agacha su cabeza sus cabellos se resisten a la gravedad. Busca fotos de sus mejores creaciones y las describe con parsimonia como evocando cada uno de los detalles que conforman el plato. Sin alardes de omnipotencia, Juan Pablo no se regodea de su experiencia como pasante con el japonés Takeshi Nagahama en el restaurante de Mérida El Laurel, ni tampoco de su paso por el taller de El Bulli en España, ni por su pasantía en la cocina del chef Sergi Arola.

Como un alevín del histrionismo, González califica su comida como creativa pero con los pies en la tierra. Maneja largos procesos de cocción, usa los sabores conocidos pero de formas y texturas innovadoras; y a pesar de su preparación en la cocina molecular, solo la usa como adorno. Con un dejo de adulancia palaciega, habla sobre el uso que le da a la especia llamada zaatar, pero en cuestión de instantes, rememora con humildad y admiración los esfuerzos que tuvo que hacer su padre vendiendo empanadas para poder mantenerse.

ALEJANDRA GIBERT. 32 años

Instagram: @praprarest

Sometido al escrutinio de los comensales, el Boston Terrier de Alejandra se presenta como testigo ubicuo del restaurante. Sus rasgos coloridos, definidos de la mano del artista plástico Miguel Molina, se transforman en reliquia. Francesca, la perrita conocida como Pra Pra, aparece en primera plana cual miembro de la realeza en el Museo del Prado. Este restaurante, Pra Pra, ubicado en Mérida con capacidad para 48 personas despierta el hambre de evocación.

El apetito da muestras de impaciencia con la promesa de encontrar en esos platillos los sabores de la infancia; esa misma sazón que revuelve regiones del alma que suelen pasar inadvertidas. “Cuando me fui a España a hacer un master en arquitectura aproveché de estudiar cocina en la Hoffman en Barcelona para perfeccionar mis técnicas.

Cuando regresé a Venezuela, hace año y medio abrí mi negocio. Desde muy pequeña ya estaba comiendo callos y aceitunas. De mi abuelita paterna recuerdo las croquetas y el bacalao; en cambio, mi abuela materna tenía una cocina más al estilo Scannone. Quiero hacer feliz a la gente. Quiero llevar con mi amigo Nelson Castro, una propuesta itinerante súper nutricional por toda Venezuela”.

MARIO DA SILVA. 25 años

Twitter: @bicuyegg

Como si de una labor de contrición se tratase, Mario se empeña en rescatar sus raíces. Su acento es en lo benéfico de la tradición y su promesa de militancia está centrada en preservar los platos que conoció de niño. Cada una de sus palabras está escoltadas por sueños de grandeza y por la necesidad de darle vida a todas esas recetas que no saboreó pero que ha encontrado en los libros, en la cocina del vecino y en la sazón de esas doñas que llevan décadas cocinando.

La promesa está plasmada y tiene nombre: Alimentos criollos. El primero de los objetivos es rescatar el tequeño como refrendo de identidad nacional. Da Silva quiere actuar en base a lo que considera inamovible. “El tequeño es de queso y cualquier otro relleno le haría perder su esencia”, asegura el cocinero. Ensalzar el lomo prensado y los bicuyes —capullos de la flor de maguey— es otra de sus condiciones inamovibles para asegurar fidelidad en la generación de relevo. “(…) Quedé en la cocina de Francisco Abenante.

Luego, entré a la universidad de Yaracuy, que ofrecía la licenciatura de alimentos. Ahí conocí a Humberto Arriete, quien es el forjador de mi filosofía como cocinero. Ahora trabajo con él en su catering. Paralelamente, tengo un proyecto, junto con Daniel Saldivia, Luis Rumbos y Darelys Alvarado, que se llama Bicuye Gastronómico”.

Continúa: “Hay un respeto que debemos tener con lo propio para poder tener la confianza de comprar un lomo larense en Francia y que te sepa igual al que compres acá. En cuanto a mi madre, considero que ella nos salvó a punta de panadería. Hacía unos golfeados divinos. Tendría yo como 13 años cuando salía con mi hermano a venderlos. No los ha vuelto a hacer. Tal vez no le traigan tan buenos recuerdos”. Su declaración de amor tiene varios remitentes conocidos: Venezuela, su madre, el libro de Rafael Cartay Entre gustos y sabores y la constancia y la pasión de La Niña en Gracia, panadería de Barquisimeto con una tradición importante al trabajar la acemita tocuyana, el pan de Tunja, el pan de aguada grande y el pan de guayaba.

ASMIRIAM ROA. 31 años.

Twitter: @asmiriamroa

La obscenidad es aceptable cuando de chocolate se trata. La naturaleza venal del ser humano, tan llamativa como impropia, sumerge en un soliloquio delirante de ganas. Aunado a esto, se fomenta el desmadre al tener frente a frente un pedazo, un postre o una fuente del tan deseado manjar. El juicio escurridizo termina de desvanecerse para caer presa de la desmesura. Es como si la barbarie se vistiera de civil para colarse en las familias más serias o de importantes apellidos para venir a corromper al punto de sucumbir a cualquier petición con tal de obtenerlo.

“Nací en Mérida y empecé a los 24 años en la cocina. Cuando me fui a estudiar en Londres con mi hermana, comenzamos un viaje de mochileras y al tercer día ya casi me había quedado sin dinero porque decidí comprar unos chocolates que me costaron casi 1000 dólares y para colmo, estaban hechos con cacao venezolano”. “Me gradué de abogada y al hacerlo monté un negocio chiquito donde primero vendía marcas de terceros y luego me puse a hacer chocolates fundidos.

Actualmente, la situación del cacao es un poco triste porque los venezolanos cada vez producimos menos. Yo lo que hago es trabajar mi producto base. Le hago el secado, el tueste y la molienda”. Y finaliza. “Compro el cacao en la zona sur del lago. Es mi acceso más directo al correcto beneficio del cacao. Mi hermana es mi cómplice de vida”.

Roa habla del cacao con evocaciones nostálgicas y de su búsqueda de los diferentes tipos como si de una peregrinación religiosa se tratase. Ha estudiado 28 aunque son tres los que aquí dominan. Alaba que las chocolaterías venezolanas han comenzado a vender el chocolate como producto y no solo como material de exportación.

LEANDRO MORA. 34 años

Twitter: @casacania

Con dicción juiciosa cuenta su repertorio de anécdotas. Narra su memorial de triunfo, incólume a la vehemencia, sin ningún énfasis ácido en sus comentarios. Su propia mitología está fraguada por las cocinas en grandes cantidades, como la de los cruceros. Mora, a pesar de su letargo, no le tema a ninguna afirmación que pueda empeñar someramente el donaire de alguien más. Una temeraria ingenuidad ligada a un tono respetuoso, lo envuelve pero no se deja atrapar.

A diferencia de muchos artistas de los fogones, la autoafirmación no es su defecto. Cimentado en las recetas del libro La cocina tachirense de Leonor Peña, Leandro se llena de un orgullo genético por la comida de su tierra. Sopesa cada palabra para no rebasar en sus ponderaciones. Y como buen dispensador de tradición posee un interés particular en el rescate de las recetas de las abuelitas. Obtura la memoria y habla de todos esos momentos que pasó sentado sobre la lavadora de su casa viendo cómo cocinaba su mamá. En este momento, su voz solo se parece a una sola cosa, la de la admiración.

No solo por Leonor sino por la satisfacción de haber trabajado en el restaurante Gaucho de una estrella Michelin y con el chef y presentador de televisión británico Gordon Ramsay. “Soy de aquí de San Cristóbal donde tengo mi restaurante Casa Cania Comedor”. “He buscado las recetas antiguas y lo que hecho es plasmarlas con nuevas técnicas y nuevos ingredientes. Durante mis investigaciones descubrí un plato típico que se había perdido: la sopa de arbejas fresca con fondo de rabo de res. También descubrí que antes se comía mucha gallina rellena y yo he rescatado esa costumbre. Quiero que la gente coma de la mejor manera. Amemos primero lo nuestro para que después amemos lo de los demás”.

CARLOS TEODORO ZURITA. 32 años.

La elocuencia de lo simple es testigo de su lealtad. Desde hace 40 años su familia posee una finca en Bailadores, estado Mérida, que nació con la producción de fresas. Y como un hecho que refrenda su pensamiento, su embeleso por la tradición le ha permitido expandir y continuar lo que sus padres empezaron. Formado en el corsé del mundo agrícola, Teo, como lo llaman, posee un amor por los cultivos que está sedimentado en el fondo de su naturaleza. Ubicados en una zona turística, los Zurita comenzaron a conquistar a sus clientes con sus creaciones de fresas en almíbar y mermeladas.

Años más tarde inauguraron el restaurante De la Capellanía. Así que nada es merced de la inspiración. En este proyecto todo ha sido concebido de manera meticulosa. Como una pitonisa retrospectiva se estudiaron las fortalezas para ampliarlas y presentar un producto de calidad. Comparte: “Yo siempre quiero trabajar con fresas. Me fascina. En cuanto a la comida salada me parece una lástima darle tanta cocción a los vegetales porque me parece que la textura ayuda mucho al sabor y como me gustan los sabores muy intensos, entonces ahumamos mucho y utilizamos muchas especias”.

SONIA SEMIDEY. 29 años.

Twitter: @soniasemidey

Los quesos siempre fueron el aperitivo ineludible de su infancia. Su madre, como artífice de sus deseos y vigía de su preparación, le preparaba a Sonia, los quesos de acuerdo a la intensidad que lo que requería en el momento. La finca de queso de cabra Las Cumbres representa un ambiente embriagado de tradición y muchas ganas de transformar al país. De un lugar con tanta vida surgen sentimientos menguantes que en los fogones se transforman en el mejor reflejo del sabor de la tierra. En Barquisimeto, mantiene el cariz de una virtud secreta bien guardada, solo apta a los mejores paladares.

“Nací en Carora y sigo aquí. Comencé haciendo cenas temáticas y ahora estoy a cargo de la cocina de la posada Los Granados”. “Estoy realizando junto a un amigo un evento que se llama Carora Viva para mostrar lo que se está haciendo aquí. Tenemos el cocuy y los vinos de bodegas Pomar. A la gente le gusta comer bien, en todos mis platos no falta el queso de cabra. He tenido la virtud de tener a mi mamá que ha sido un apoyo fundamental y se ha adaptado a mis necesidades”.

EDGARDO MORALES. 36 años

Twitter: @casaveroes

La calidez del lugar se cuela por los chaguaramos de más de 100 años. Se comportan como los elegantes anfitriones de una casa que data de 1700. Casa Veroes representa el aliciente perfecto para fisgonear por el centro de Caracas a través de esa tentadora dualidad que representa una comida honesta hecha al momento en un ambiente totalmente refrescante.

La arqueología de la memoria hace buenas pasadas cuando uno apuesta por la comida de la infancia, ya que son recuerdos que permanecen en la retaguardia pero que nunca se desvanecen. Son sensaciones que están escondidas como objetos jubilados en una suerte de litigio esperando el momento oportuno para volver a aparecer.

“Desde 2001 estoy trabajando en cocina. En 2005 estoy con Café Veroes. En general, hoy en día tenemos la ventaja que hay mucha gente que, aunque no conoce los platos típicos, no le tienen miedo a lo nuevo. Aquí está todo por hacerse. Hay complicaciones pero el que quiere trabajar tiene que moverse. Hay que seguir cocinando, probando y hay que apostar a la comida con la que uno creció”.

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