De temporada

Hasta Matt Damon puede llevarse un chasco en Caracas

Contrariamente a lo que supone la imaginación popular, muchos de los vegetales que consumimos no se reproducen de manera espontánea. El precio de la simiente (90% traída del extranjero) se atraviesa en los planes oficiales de promover huertos citadinos. “Suministrar semillas a una persona que no está adiestrada puede ser un grave desperdicio de recursos”, advierte Valentina Semtei, dueña de un invernadero privado en el este de la capital

huerto cocina emocional, la casa bistro
Fotos: David Egui|Patrick Dolande|Techos Verdes
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Germinar una caraota en un frasco de compota en el colegio probablemente nos hizo más daño que bien. Todo parece tan simple: las plantas echan raíces, tallo, hojas y fruto de la nada, y algún día producirán semillas de las que nacerán infinitas plantas. ¿Puede haber algo más rentable? Los que nos venden las hortalizas nos están estafando. Todo eso se cosecha en Venezuela.

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Espere, un momento. Dese de bruces como yo lo hice: muchos de los vegetales que consumimos no producen semillas, al menos no de una manera que sea comercialmente aprovechable.

A veces, sobre todo en el caso de las hojas como las lechugas, necesitas que la mata muera para tener sus semillas. Y si la mata muere, no obtienes su producto, me explica como a un niño de kínder Valentina Semtei, una de las creadoras de Cocina Emocional, un huerto urbano en Boleíta Norte que suministra verduras 100% orgánicas y frescas para el restaurante La Casa Bistró en Los Palos Grandes, Caracas.

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No hay producción de semillas orgánicas certificadas en Venezuela, y a través de caminos verdes como la página web Mercadolibre.com, el precio de un kilo de simiente importada de rúcula, por ejemplo, ha escalado de 1.200 bolívares hace un año a más de Bs 120.000 en la actualidad (se necesitan unos dos kilos cada dos meses para sostener la cosecha de un huerto comercial promedio). “Dejamos de sembrar ajoporro, ya no es rentable”, lamenta Ana Rita Rodrigues en la célebre Hacienda San José, una hectárea de cultivos que desde hace más de 55 años comparte cuadrícula con el Parque del Este.

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Luego del derretimiento de los precios del petróleo y la derrota electoral del 6-D, el gobierno del presidente Nicolás Maduro ha desempolvado la consigna de la agricultura urbana y ha llegado al extremo de crear un ministerio exclusivamente para esa área, que en menos de dos meses ya ha rotado a dos titulares: Emma Ortega y Lorena Freitez.

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Los representantes del sector privado que acumulan notable experiencia en la “guerrilla verde” de huertos en plena jungla de concreto, sin embargo, relativizan sus posibilidades y limitaciones como alternativa a la escasez de alimentos. Hasta Matt Damon, que sobrevivió a una catástrofe en otro planeta cultivando papas marcianas en la película Misión Rescate, podría llevarse un chasco en Caracas: “Los tubérculos, en líneas generales, no se dan bien a 900 metros sobre el nivel del mar. Te va a salir una yuca flaca y dura”, ejemplifica Rodrígues.

Albahaca violeta en Boleíta

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Boleíta Norte es un sector de galpones industriales en Caracas urbanísticamente mucho más deprimente que una humilde barriada de techos de cartón. Por si fuera poco, allí está la sede de Telesur (la competencia para CNN impulsada por el oficialismo) y la Dirección de Contrainteligencia Militar, cuyos custodios no son precisamente amigables. Pregúnteles por una dirección y le regañarán con un pito.

Pocos capitalinos lo saben, pero aunque parezca sumamente extraño, por esos lados se esconde el que es quizás es el huerto urbano más tecnificado de Venezuela: Cocina Emocional, 900 metros cuadrados verdes en la terraza de una fábrica de la zona y en los que desde comienzos de década se cultivan rarezas como albahaca violeta, flores de lavanda, zanahorias amarillas y hasta 13 variedades de incomparables tomates para los comensales de La Casa Bistró.

Se riega con agua tomada de la lluvia (o cuando hay sequía, de la humedad atmosférica) y, en lo posible, sus administradores tratan de recurrir a plaguicidas naturales: algas marinas, coquitos y ranitas. Solo uno de sus inquilinos está alojado fuera de la malla hermética que protege a las plantas de los bichitos y la brisa del Ávila: Don Ají Dulce, convenientemente separado de su primo Ají Picante para evitar que se polinicen híbridos azarosos.

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“La naturaleza tiene distintas formas, y no todas son perfectas o correctas”, es uno de los lemas de la co-fundadora del invernadero, Valentina Semtei, quien aconseja desconfiar de una flamante mandarina sin semillas o de tomates de apariencia tan estandarizada como el Ford T.

“Aquí han venido estudiantes de gastronomía que hasta ese momento pensaban que las espinacas brotaban de manera espontánea en los supermercados. Impulsamos la vuelta al oficio, a lo sencillo, a la vida, a lo natural, pero sin ser hippies, veganos u holísticos. No es nuestra filosofía como empresa”, aclara Semtei.

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“Hasta ahora mi gran frustración es no haber podido sembrar romanesco, necesitaría otros mil metros sobre el nivel del mar. También me resulta incomprensible que en Venezuela solo se consiga un solo tipo de brócoli y un solo tipo de coliflor”, suspira Semtei, que pone en contexto las posibilidades de otros huertos soñados como el de Boleíta Norte: “Pudimos hacer la inversión hace más de tres años con materiales importados para garantizar una producción con la etiqueta de 100% orgánico, pero si quisiéramos comenzar en 2016, con la actual convertibilidad del dólar, sería inviable. El objetivo de esto es producir variedades distintas y únicas de vegetales, porque no tendría lógica sembrar aquí los mismos tomates perita que puedes comprar en el supermercado. Es absurdo que, con el clima que disfrutamos en Caracas, no se haga nada en nuestros techos. Pero si en el interior del país cuentas con cientos de kilómetros para cultivar caraotas, no puedes emplear en ello metros cuadrados que necesitas en la ciudad para parques, viviendas, escuelas y hospitales”.

Cilantro y perejil ya es muchísimo

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Techos Verdes (@verdestechos en Instagram) es un emprendimiento de tres jóvenes egresados del Colegio Universitario Hotel Escuela de los Andes en Mérida que han supervisado, por ejemplo, la creación de un huerto que produce hierbas aromáticas y tomates en las instalaciones del hotel caraqueño JW Marriott para los comensales de sus restaurantes.

Uno de sus fundadores, Oscar Pereira, también recomienda hundir literalmente los pies en la tierra y arrancar con expectativas muy realistas: un humilde kit de cilantro, albahaca, tomillo, orégano y yerbabuena ya sería una clavada de LeBron James en el balcón de su apartamento.

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“La idea de promover la agricultura urbana es positiva, pero no está siendo transmitida de la mejor manera. Puedes complementar tus necesidades alimentarias, pero suponer que te vas a autoabastecer 100% con lo que cultivas en tu jardín es imposible, además de una subutilización de espacios. Que sepas que tienes tus propias hierbas aromáticas en casa y a ‘kilómetro cero’ ya es muchísimo. Y eso sin hablar del aspecto espiritual: lo que te transmite producir tus propios alimentos. Lo verde es terapia. Canaliza energías. No puedes trabajar con plantas si te sientes alterado”.

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“Para que sea sustentable, un huerto urbano tiene que generar recursos en espacios subutilizados. Resulta ideal, por ejemplo, como un proyecto precioso para que las escuelas enseñen a los niños de dónde salen los alimentos y además obtengan un ingreso extra. En un condominio es más complicado: la propiedad se diluye, todos quieren beneficios pero nadie se hace responsable. Si crees que te voy a regalar una semilla de tomate, una bolsa de tierra y un porrón y te va a salir una mata como la de nuestro huerto, puede ser una gran desilusión. Esto requiere dedicación y adiestramiento. De lo contrario es un gran desperdicio de recursos y de semillas que producen cientos de kilos de alimentos”, pontifica Valentina Semtei.

Rúculas y masajes

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Ana Rita y Laura Rodrígues son las “portuguesas” de la Hacienda San José, un huerto urbano que da empleo a 10 agricultores y que es todavía más antiguo que el aledaño Parque del Este.

Lo fundó el fallecido padre de las hermanas —un inmigrante de la isla Madeira— hace 63 años. Los sábados por la mañana se llena de visitantes que buscan tanto sus lechugas, rúculas, repollos morados, acelgas, espinacas y chicorias como los masajes de las manos sanadoras de Laura.

En los brazos robustos de Ana Rita, entre tanto, provoca echarse para escuchar su romancero inagotable con los frutos de la tierra: cómo cocinar arroz licuando los supuestamente inservibles tallos de las espinacas; porqué conviene hacer los semilleros en luna menguante y trasplantar en luna creciente; cómo preparar una composta (capa de abono) casera con todos los desperdicios de la cocina excepto los de los frutos cítricos, que echan a perder la tierra; cómo distinguir las semillas hembras de las machos (las que flotan en agua) del ají dulce y luego ponerlas a secar sin exponerlas al sol.

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“Lo más bonito de la agricultura urbana es la satisfacción de ver hecho realidad todo lo que has trabajado. ¿Y lo menos bonito? No me parece que eso exista. Pero mucha gente cree que sembrar plantas es: ‘Zumba las semillas, que ellas salen solas’. No. Esto es un trabajón de 365 días que te puede ocasionar hasta un cáncer de piel si no te cuidas. Puedes perder todo lo que has cosechado por la lluvia o por una plaga de maripositas que traen gusanos, como las que aparecen a comienzos de enero.

Además requiere paciencia: los rábanos salen en 21 días, pero no vas a ver lechugas sino en 60 días y acelgas o espinacas en 90 o 100 días. 90% de las semillas que necesitamos son importadas. Para que una rúcula te diera simiente, tendrías que esperarla seis meses a que se pusiera amarilla y luego tener un cuidado excepcional para cortarla y secarla. Y los precios de las semillas no es que han aumentado de precio 100%, sino 10.000% en el último año”, clama Ana Rita. “Pero eso sí: en toda Venezuela, durante todo el año, puedes sembrar haya lluvia o haya sol”.

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Antes de aplicarle las tres “R” a las caraotas inconcebiblemente desparecidas en acción de los platos de Venezuela, conviene escuchar a las Ana Ritas esparcidas por la ciudad y no tan visibles como un mall.

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