Divagaciones gastronómicas

Las cactáceas: suculentas cápsulas de los desiertos

 Entre las mil quinientas especies de la familia de las cactáceas sobresalen, en tierra caliente, los géneros Opuntia y Cereus, en la nomenclatura de los botánicos y en nuestra memoria gustativa. La más conocida de las primeras es la tuna, Opuntia ficus-indica L. que, como su nombre científico lo indica, se la llamó higuera de Indias y se le puso la primera denominación como recuerdo de una población de la Beocia: Opuncia, famosa por sus higos

tuna, cactus
Ilustración: Andreína Díaz
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En esto de bautizar la flora americana andaban desencaminados los conquistadores y cronistas, pues no tiene la higuera parecido ninguno con el cactus; tal vez la similitud que encontraron fue en las diminutas semillas que comparten los frutos de ambas especies.

La voz ‘tuna’, según decir del sabio Ernst, es chaima, en esa lengua significa agua, lo que resulta mucho más acertado para designar fruto y planta, ambas muy suculentas. Desde el siglo XVI, se la menciona en los documentos y, particularmente, en la Relación de Caracas escrita por don Juan de Pimentel. Escribió que había: “[…] tunas, que por otro nombre llaman comochos”. Es, pese a su amenazadora figura y sus muy sutiles, pero hirientes espinas, un oasis en medio de las tierras áridas donde suele crecer.

Don Joseph Luis de Cisneros, en 1764, la encontraba “de muy buen gusto”; por su parte fray Antonio Caulín, a fines de la séptima década del siglo XVIII, decía en su Historia: “Los Higos, o Brevas de Tuna, que los Indios llaman Yacuréro, son una fruta parecida a los Higos, y Brevas blancos de la Europa; y de ellos hay tres, o cuatro especies; su médula es suave, algo dulce, y de ella hacen los Indios bebida, que en algunos países llaman cadúche, con que se embriagan demasiadamente”. A su vez, Humboldt aseguraba que era fruta refrescante y se vendía en el mercado de Caracas.

Mariano Picón Salas, estimulado por la contemplación de estos singulares vegetales, propone en su hermosa colección de ensayos que tituló Comprensión de Venezuela, una meditación sobre los cardones: “estos duros patriarcas de la estepa plantados enhiesta y virilmente en el paisaje erosionado como bravíos caciques indígenas.

Tienen algo de aquellos indios jirajara que se oponían a los Welser y a los conquistadores enfurecidos por el sol y la alucinación del oro, que anduvieron por estas tierras buscando los mil caminos indescifrables que conducían a los siempre inasibles reinos de Manoa. El cardón les enseñó, por fin, la recia conformidad de la vida; fue viril maestro del viejo estoicismo hispánico, tan enjuto y ayunador; y del aguante y frugalidad indígena”. Son las tunas muestra de las sorpresas que depara la naturaleza a los hombres.

Proliferan en la aridez, con su alargada y magra contextura, esconden tras su espinosa piel el frescor de una pulpa acuosa que sacia la sed del viajero que atraviesa el paisaje ardiente.

Los nativos, en las regiones donde crece, cortan y cuecen las pencas o palas, desprovistas de la corteza, para hacer una especie de encurtido. Pero quizá lo más apetecido sea la fruta, cuya pulpa, llena de diminutas semillas, consumen como fruta de boca. También la comen, pasándola por el cedazo, en jugo endulzado con algo de azúcar. Según los nutricionistas, cada 100 gramos de su carne contiene 68 calorías, 18 de carbohidratos, 26 miligramos de calcio, 16 de fósforo y 20 de vitamina C.

Una de las parientas cercanas de la tuna es el dato Lemairecereus griseus (Haw.) Britt. & Rose, de pulpa colorada y a veces blanca, que viene cantada en las Elegías del poeta cronista Joan de Castellanos: “Si son datos, fruto de cardones /De que hay cantidad innumerable /Unos redondos, otros perlongados, /Blancos unos y otros colorados”. Ya desde entonces se asoma su purpúreo color en los demás cronistas, celebrándose su sabor dulce y agradable.

Es abundante tanto en Nueva Esparta como en Lara y Falcón. Tiene la propiedad de eliminar el colorante por la orina, pigmentándola. Cualidad conocida en la conquista por los veteranos que ya tenían experiencia indiana. Empleaban esta peculiar tuna para asustar a los gachupines recién llegados que, después de consumirla, horrorizados contemplaban que sus aguas estaban teñidas de púrpura, clamando por atención médica o incluso por un cura hasta que les era descubierto el ardid.

Otra de las cactáceas más cercana al dato que a la tuna es la pitahaya, Cereus hexagonus, L. Es una planta arbórea que puede alcanzar los quince metros de altura y un grosor de cuarenta centímetros que semeja, como bien lo dice un autor, “un gran candelabro de color verde-gris”.

El fruto ovoideo como el de sus parientas presenta color violáceo al estar maduro; su pulpa es, en cambio, blanca y de consistencia semejante a la tuna, aunque de sabor más suave. 100 gramos de pitahaya tiene un alto contenido de calcio: 261 miligramos y 29 de vitamina. Se lo encuentra silvestre en nuestra tierra cálida y a lo largo de nuestro litoral, aun cuando no es tan abundante como las otras cactáceas de las cuales hemos hablado.

Estas tres jugosas frutas no sólo se comen y beben en jugo, como hemos ya dicho, sino que también con ellas se preparan hoy magníficos sorbetes de un delicado gusto que recuerda al del mosto de uva. Por su incomparable frescor, tuna, dato y pitahaya bien merecen ser consumidos aunque nos piquen las manos.

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