Lecturas sabrosas

El Mediterráneo en salsera

Antes de que la creatividad desbordante de los cocineros mediáticos acabase, o al menos lo intentase, con la cocina clásica, la cocina tradicional, solía decirse que donde se apreciaba la calidad de un cocinero era en sus salsas; una salsa, decíamos, es el alma de un guiso

Por Caius Apicius | Foto: popsugar
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La teoría y práctica de las salsas era asignatura fundamental en el aprendizaje de todo chef que se preciase. Y, para empezar, debía dominar las que se llamaban salsas madres, desde una mahonesa a una española, pasando por bechameles, salsas de tomate, alemanas, holandesa.
Hoy vamos a fijarnos en una de esas salsas madre, aunque por la cantidad de derivados que han surgido de ella deberíamos llamarla «salsa abuela». Es simple de concepto, no tanto de ejecución y lo indudable es que se trata de una salsa absolutamente mediterránea, pues se basa en dos productos indispensables en esa cocina: aceite de oliva y ajo.
El aceite de oliva, que los griegos consideraron un regalo de la diosa Atenea y otras culturas le adjudicaron también origen divino, está presente en la cocina de toda la cuenca mediterránea. El olivo forma, con la vid y el trigo, la que hoy llamaríamos troika de plantas mediterráneas fundamentales.
Olivo, vid y trigo fueron emblemas de la civilización romana, que las llevó consigo hasta la máxima expansión de Roma; de hecho, esa expansión se detuvo allí donde fue imposible el cultivo de las tres plantas (el océano, los desiertos) pero al igual que los tres mosqueteros eran cuatro, la trilogía botánica del Mare Nostrum tenía su D’Artagnan: el ajo.
El ajo no despierta sentimientos unánimes en todo el mundo. Hay que reconocer su agresividad, que no gusta a todos. A los mediterráneos, en general, sí, y lo consideran un elemento imprescindible en la cocina. Hay que saber usarlo con tiento, desde luego: su rastro es indeleble durante mucho tiempo.
Aceite y ajo, o ajo y aceite, en catalán all i oli, que dio paso al castellano alioli. La idea es, ya decimos, sencillísima: se trata de ligar en el mortero ajo con aceite; el ajo se machaca, y se va añadiendo poco a poco, a hilo, el aceite de oliva necesario para ligar la salsa, ideal para muchos pescados y arroces marineros, entre otras cosas.
¿Problema? Que pese a su carácter de iconos de la cocina mediterránea, no es tan fácil conseguir que aceite y ajo se decidan a ligar por las buenas: suele requerir el uso de todas las dotes de convencimiento del ejecutor, es decir, que hay que trabajársela muy bien y, muchas veces acaba cortándose.
Por eso no es lo más habitual que le pongan a uno un alioli auténtico aunque la receta lo proclame así. Se suele domar. Y la forma más frecuente y fácil de hacerlo es añadir al binomio ajo-aceite una yema de huevo. Eso sí que liga con facilidad: el trío se entiende mucho mejor que la pareja. La salsa resultante es más untuosa, y hasta más atractiva a la vista.
Ésta sí que es una salsa madre. Su hija más conocida, la que llamamos mayonesa o mahonesa (se suele sostener que esta salsa nació en Mahón, en la isla de Menorca, en el siglo XVIII, cuando cambió varias veces de manos y fue española, inglesa, francesa, nuevamente inglesa y finalmente otra vez española).
Es posible que naciera en Menorca como pudo haber nacido en cualquier rincón del Mediterráneo. Una mayonesa no es más que un alioli al que se ha añadido huevo para facilitar su ligazón y al que, en cierto e indeterminado momento, se le suprimió el ajo para contentar a todos los paladares. Tan fácil como eso; pero, de una u otra forma, ahí está el origen de una de las salsas más populares de la civilización occidental. Puro Mediterráneo apto para todos los paladares.

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