Crónicas de alimentación y resiliencia

Preludio de un "gustico" y un cachito

De vez en cuando hay que darse un gustico. Claro, mis gusticos han cambiado, o mejor dicho el poder adquisitivo de los mismos

gustico, cachito
Por Enrique Peña @sibarita100 Diplomado de Antropología de la Alimentación UCV |foto tirachard / Freepik, Patrick Dolande
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Mientras lee este texto, lo invitamos a escuchar de fondo, esta pieza:

Para los que tenía hace 10 años llegué incluso a planchar una camisa de puños, ponerme unas mancuernillas y hasta una chaqueta porque “un gustico” era irse a un restaurant de moda, recién inaugurado con un chef que según mis amigas me decían en una sola frase y a manera de hashtag verbal “Tienes-Que-Ir-Es-Un-Must”. Por lo que salía de la oficina sin que me importara dejar abandonado a mi jefe, quien fungía como el vicepresidente (en aquella época yo era el director) y le decía que todo estaba bajo control, que cualquier cosa me llamara al celular y que le prometía tener adelantado “eso” para cuando él llegara mañana en la tarde.

Por fortuna, laboralmente crecí. Ahora estoy en el cargo de mi jefe y voy a darme un gustico. Ya no me pongo mancuernillas, ni plancho camisas.

Cómo era domingo, abrí la gaveta de las franelas y me puse una de mis favoritas, una que me trae buenos recuerdos y que casi no uso porque no quiero que se me dañe. De hecho, no le doy el uso que debería. Es una franela de esas que te regalaban cuando te inscribías en una carrera. Parece una tontería pero fue la primera carrera de 10k que hice y que casi, a duras penas, terminé. Luego han venido unas cuantas franelas de carreras pero esa, particularmente la he conservado.

Una vez listo, me fui a desayunar un cachito, tomar un café y leer El Nacional en una panadería que tiene mesitas en la urbanización San Bernardino.

Sin duda, los tiempos han cambiado y aunque, tal vez, los gustos han tenido que simplificarse, los pocos que hay se han convertido en un deber disfrutarlos. El cachito de jamón de esa panadería no cambiará mi vida, pero está decente. El café, mejor lo hubiese preparado yo con todos mis “coroticos” de cocina, pero la practicidad tiene un precio sobre todo cuando amaneciste sin agua en casa.

cachito

Lo mejor de este desayuno es la luz del sol que atraviesa entre las hojas de los árboles que calientan sin abrasar y la compañía de mi iPod. Por nada del mundo sería capaz de quitarme los audífonos mientras escucho, con servilleta y cachito en mano, el Réquiem de Mozart. Usted se preguntará: “¿Y tú tienes el Réquiem de Mozart en tu iPod? Y yo seguramente te contestaré: No juzgo tu reggaetón así que déjeme a mi escuchando mi liturgia tranquilito.

A mitad del gustico, al medio vasito de “café grande marrón no muy marrón”, y en pleno inicio del Réquiem, mi vista se posa en un hombre que está en la acera de al frente. Los violines retumban y los coros profundos piden descanso del alma. El hombre no ve a los lados, no tiene pena. La música sosiega, la soprano se destaca con voz adolorida. Con lenta parsimonia, el hombre abre la bolsa para ver qué hay en su interior.

merida

El café se enfría en mi mano. Él no es un reco gelata. No está sucio. No tiene aspecto desaliñado. La reacción al mirarlo tan fijamente, es la reacción que se nos ha enseñado desde pequeños: dejar de verlo. Mientras tanto, los coros de la música piden la salvación de su alma o quizás la mía. El papel de la servilleta deja de arropar el cachito en la mesa y él se desnuda ante el plato de cartón.

Ante mi hambre venida a menos, ante el hombre que descubre un trozo de fruta, la sacude y la sopla para quitarle borra de café, surge un silencio en la música que es largo, profundo. Suena el corno y canta el bajo, muy bajo. El hombre muerde la fruta que inicia su descomposición y a la vez, la soprano y la mezzo sangran su voz, su tristeza. Los violines lloran. Veo el cachito y sorbo el café ya frío, mientras las voces cantan al hombre que está en la acera del frente. Pero él no lo sabe. Tampoco sabe que está en mi interior.

Mi mirada baja y cumple con obediencia una norma de educación pero también para disimular mi tristeza. Y cuando sube la mirada me mira. Y cuando subo la mirada lo veo. Y los coros que pudieran llevarte al cielo se esparcen como el sol. Me inundan y lo inundan en esa mirada. La de él con una tristeza de vieja data. La mía vidriosa por el agua. Lacrimosa se llama el área que suena y es en ese preciso instante que me doy cuenta de que tiene una franela igual a la mía. Está vestido como yo. Pudo haber estado allí y ser él, quien me mirase.

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