Espectáculos

Cine de terror a la venezolana, Part Deux

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En este momento la única película venezolana que realmente quisiera ver se llamaría La leyenda de Orlando Urdaneta, la historia de un insólito personaje, inigualable actor de nuestro cine que condujo probablemente el programa más subversivo de la historia de la televisión venezolana, que hizo algunas de sus cintas más notables bajo la dirección de un luego notable intelectual del chavismo (Román Chalbaud), cuyos ojazos azules jugaron un papel todavía no bien determinado en abril de 2002, que en una fecha no demasiado lejana mandó por Twitter a los venezolanos a encerrarse en sus casas y lanzar avioncitos de papel y que ha terminado recibiendo una orden de captura en un expediente que seguramente le vincula a los cachitos de la finca Daktarí.

A Orlando (el actor, no la ciudad) volveremos dentro de poco. A falta de esa película soñada, tenemos El infierno de Gaspar Mendoza, nuevo experimento de terror a la venezolana luego de que Ruddy Rodríguez se metió en el spa de rejuvenecimiento equivocado en La casa del fin de los tiempos, esta vez ambientado en tiempos de la Guerra Federal.

Confieso que conozco poco de la trayectoria del director Julián Balam y que no consigo extirpar mis prejuicios burgueses acerca de la Villa del Cine. Esperaba que en algún momento me metieran de contrabando un panfleto acerca del cadáver insepulto de Ezequiel Zamora.

No obstante, al menos de entrada, El infierno de Gaspar Mendoza y susólida estructuración en primeros planos me agarraron gratamente desprevenido. La dirección artística recrea esa sensación de tierra arrasada, de improductivo y atrasado peladero de chivos partido en dos toletes, en el que algunos seguramente encontrarán paralelismos con la Venezuela de la de las colas de la mezquindad, año 2015, aunque acoto que donde yo observo un futuro decapitado, no pocos compatriotas pudieran disertar sobre las oportunidades que se les han abierto desde 1998, lo que pudiera llevarnos a una discusión interminable. Pero sigamos hablando de cine.

¿Lo mejor de El infierno de Gaspar Mendoza? El casting. Prácticamente se puede decir que no hay ningún actor que entró a la película por enchufado o algo por el estilo. Se siente que estamos realmente ante gente del siglo XIX, específicamente de la mugrienta y costrosa segunda mitad del siglo XIX venezolano —apartemos por un momento la barbita perfumada de Antonio Guzmán Blanco y su utopía de una Caracas afrancesada—, lo que no es decir poco. No me sé los nombres de todos los actores, pero por ejemplo, el anciano sacerdote Crispín (Gonzalo Camacho) es un clásico instantáneo del género. El niño demoníaco (Iván González) es uno de los mejores aciertos infantiles del cine nacional reciente, y no soy de los que opina automáticamente que todo niño actor es bello y maravilloso.

Diana Marcoccia, otrora protagonista de series juveniles de Venevisión, falsa hija pote- de-humo de la Baronesa Von Parker en La viuda joven y actualmente radicada en Miami, superó mis expectativas como protagonista, María Eugenia, hija de un oficial liberal (Alberto Alifa) atormentado por sus crímenes de guerra. Cuando se hagan las premiaciones del año del cine venezolano, desde ya es una fija en los habitualmente desiertos renglones de papeles femeninos.

Lamentablemente, El infierno de Gaspar Mendoza sufre del síndrome del partido del fútbol en el minuto 30 del primer tiempo, es decir, en algún momento, todo lo bueno de la primera media hora no deja paso a otras sorpresas.

Existe la tendencia de suponer que una película de horror es una especie de cortometraje estirado que se sostiene con ciertos recursos que se repiten una y otra vez: imágenes religiosas que lloran sangre, muñecos de porcelana sin ojos, amuletos, ataúdes con gente viva adentro.

A veces funciona y la pegas por el techo, pero otras veces no, y yo sentí que tanto yo como el resto de los espectadores que estábamos en el Metrocenter perdimos interés al final. Escuché más risas que gritos. Quizás fue por falta de recursos para efectos especiales (no es excusa: creatividad mata dinero), pero me faltó una gran escena de combate entre el bien y el mal con el niñito diabólico (ojo, spoiler: hay un personaje femenino que se la tiene jurada, interpretado por la veterana Ana Castell, pero después no pasa nada), y un cierre mucho más contundente, acorde con el género. Lástima. No siempre lo que empieza bien termina igual, por ejemplo, la extraña filmografía a caballo entre el burdel de El pez que fuma y las intrigas del Fuerte Tiuna de ese hombre precipitado, seguramente de corazón ardiente y sincero, llamado Orlando Urdaneta.

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