Aniversario Clímax

El hambre indígena en Perijá se atiende rezando

Hace 71 años se fundó en la Sierra de Perijá, estado Zulia, el Centro Misional Los Ángeles del Tukuko. Gracias a la tenacidad de los Franciscanos y de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, allí funciona una escuela y una casa hogar donde estudian y comen diariamente al menos 745 niños. A pesar del riesgo de vivir en frontera y de la carestía de los servicios, los religiosos afirman que no abandonarán a los indígenas. Ellos, a su vez, sortean las carencias y mantienen su orgullo ancestral 

Texto: Dalila Itriago | Fotos: Cortesía Fray Nelson Sandoval
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En el Tukuko todo parece leyenda. Solo la Iglesia, tan imponente y hermosa al final de la carretera principal que va desde Machiques, luce inverosímil. Pero la historia que guarda detrás lo es aún más. Ella se levanta en el medio del Centro Misional Los Ángeles del Tukuko, el cual empezó a construirse en 1945; tiene un trozo del paisaje de la Sierra de Perijá al fondo, y su azulada fachada se exhibe justo delante de Piyitakü -una montaña cuya cima dibuja el perfil de un hombre acostado-. Dicen que se trata de un ser mitológico que mataron mientras luchaba y como cayó allí, quedó convertido en piedra.

Cuesta discernir entre la fantasía y la realidad. Las condiciones de vida son tan adversas en esos parajes que todo trabajo disciplinado y constante, como el que llevan los Capuchinos Franciscanos y las Hermanas de la Caridad de Santa Ana desde hace más de 70 años, desborda la comprensión humana.

Todo comenzó el 2 de octubre de 1945. En esa fecha dos frailes españoles, Primitivo de Nogarejas y Cesáreo de Armellada, fundaron en unos ranchos de palma la Misión de Los Ángeles del Tukuko. El objetivo era evangelizar a las dos etnias originarias de la Sierra de Perijá: los yukpas y los barí. A estos últimos también se les llamaba motilones y estaban siendo exterminados por los criollos.

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Fray Nelson Sandoval, director de la Casa Hogar Fray Romualdo de Renedo y párroco del Centro Misional Los Ángeles del Tukuko, subraya la importancia de este primer acercamiento intercultural. Explica que para ese entonces los terratenientes cercaban y prendían llama a los bohíos de los motilones. “La campaña de pacificación comenzó en el año 1945. La gente les temía, pues ellos flechaban a todo aquél que no fuera barí. Los misioneros comprendieron que se trataba de un grupo humano y buscaron establecer contacto con ellos. Querían procurar la convivencia y terminar con el exterminio que se hacía de esta etnia”, relata el fraile.

Al principio realizaron sobrevuelos en aviones. Lanzaban “bombas de paz” sobre la selva tupida, que contenían enseres de cocina, alimentos no perecederos, machetes, hachas, fósforos, y fotos de los frailes. Luego se dieron cuenta de que los paquetes se perdían entre tanta vastedad. Fue entonces el 22 de julio de 1960 cuando establecieron el primer contacto. Los capuchinos llegaron caminando a un bohío y al otro lo hicieron a través de un helicóptero. “A finales de los años 50 en las rancherías de Machiques pagaban cinco bolívares por cada oreja de motilón. Hasta allá se aparecían las personas con las orejas engarzadas en alambre, y esto fue lo que apuró a los frailes. Sabían que si no actuaban, acabarían con los barí”, apunta fray Nelson, mientras cuenta entusiasmado cómo, gracias a dos quimeras, se logró la meta.

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Supuestamente una noche antes de que llegaran los capuchinos al territorio barí, un líder indígena soñó que Sabaseba (la representación de su Dios) le decía que había que proteger a unos hombres barbudos vestidos de marrón que llegarían al bohío para ayudarlos.  Después, a ese mismo líder, se le presentó en otro sueño su hijo; fallecido poco tiempo atrás. Le repetía el mismo mensaje: tienen que cuidar a unos hombres que llegarán vestidos de marrón porque ellos son seres espirituales como los Basunshimba (antepasados buenos que protegen a los barís).

Esa noche el líder indígena metió un niño en cada una de las hamacas que habían llevado los frailes para dormir. Puso también a sus mujeres, junto a otras decenas de niños, en los alrededores de los chinchorros, para que fuera imposible que el resto del grupo intentara matar a los capuchinos. “La labor de esos misioneros permitió que hoy por hoy existan los barí. Si hubiesen matado a los frailes esa noche, los hubiesen aniquilados a todos. Desde entonces, los motilones no flecharon a más nadie y se volvieron amigables”, agrega el capuchino.

Las primeras casas de paredes de caña y techos de palma se reemplazaron por otras de piedras traídas del río que fueron pegadas con cemento. El edificio que ahora constituye el Centro Misional se hizo sin que existiese carretera. Solo un camino de tierra conectaba a Machiques con la zona del Río Yaza y de allí cargaban los materiales en carretas tiradas por bueyes. Sin contar que a veces el río estaba crecido y tumbaba el carro.

Los frailes se inventaron un horno para hacer ladrillos de barro de 15 centímetros y los orificios que quedaban hacia arriba los rellenaban con concreto. La casa de largos corredores y jardines floridos en el centro es, en realidad, un búnker.

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Cuestión de fe

La Misión de Los Ángeles del Tukuko está adscrita al Vicariato Apostólico de Machiques. Se calcula que en la comunidad hay entre 2.500 y 3.000 personas, pero en todo el sector viven cerca de 8.000. Según Sandoval, más de la mitad de la población total de la etnia yukpa del país se encuentra entre el Río Tukuko y el Río Santa Rosa. La etnia barí está más hacia el sur: desde el Río Santa Rosa hasta el Río de Oro, frontera con Colombia.

Gracias a la tenacidad de los Franciscanos y de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, en el Centro Misional funciona una escuela y una casa hogar, donde  estudian y se alimentan diariamente al menos 745 niños. De este total, 119 están internos. La atención es gratuita. Subsisten gracias a sus valores, terquedad y perseverancia. También al apoyo del Ministerio de Educación, que envía un mercado para cumplir el programa de alimentación escolar; y a la Gobernación del Zulia, que también ayuda con comida. De marzo a junio de este año se suspendieron las entregas y los chicos estuvieron comiendo solamente caraotas sancochadas con sal.

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Fray Nelson asegura que habló con el gobernador Francisco Arias Cárdenas quien garantizó el suministro de alimentos. “Para que coman solo los internos, 119 niños en una sola comida, tenemos que hacer 24 kilos de arroz. Eso es un bulto. Pero aquí nosotros les damos comida a todos. Entonces, cuando no tenemos, nos vamos a las comunidades y recogemos plátanos, topocho, yuca, malanga; y también les pedimos a los papás de los chamos que nos den de lo que ellos cultivan”.

Las Hermanas de Santa Ana fueron la segunda congregación en llegar a Venezuela. Arribaron hace 125 años para encargarse del leprocomio que quedaba en la Isla de la Providencia, en el mismo estado. Si los Franciscanos se esmeran por vivir el Evangelio en fraternidad, para estas religiosas el sentido de su grupo es la hospitalidad. Así trabajan en 15 países de América Latina y 30 del mundo entero. “Somos servicio, entrega y donación, en la acogida y en la forma de atender al hermano”, explica Liliana Duarte, secretaria provincial de la Congregación de las Hermanas de Santa Ana, en medio de los trabajadores que pintan los pasillos de la escuela y el internado de las niñas.

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La hermana empieza a enumerar las limitaciones actuales de la Misión: el repartidor de gas industrial tiene año y medio sin despachar, están cocinando con leña, las tuberías de agua se partieron, la entrega de la comida es inconstante, entre otros. Cree que a pesar de toda la ideología que a su juicio le han sembrado a los indígenas en contra de los religiosos, tantos los yukpas como los barí siguen viendo al Centro Misional con respeto.

“La comunidad sabe que estamos menguando. Antes llegábamos acá 120 jóvenes y nos íbamos en grupo a la montaña al menos tres veces al año. Ahora no podemos. Aquí vive solamente la hermana superiora Lida Corona y Natasha Ramírez. Quienes quedan se han puesto mayores y nos falta más personal religioso. Sin embargo, creemos que todavía nuestro carisma tiene algo que decir”, comentó la religiosa.

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Sembrar con hambre y no saciar

En marzo de 2016 se produjo un incendio en la Sierra de Perijá. Las noticias indicaron que se trató del más fuerte que se haya registrado en los últimos 15 años. El fuego arrasó con grandes territorios de las comunidades de Tayaya, Chaparro, Shitakay, Sherepta, Yopotoponna, Piyitakü, Potuchi, Santa Inés de Chukumu y la Misión del Tukuko.

En San Fernando de Shitakay, a una hora de camino desde la Misión, pareciera que las llamas aún siguen encendidas. Se perciben en la negativa de algunos yukpas a hablar, y en el dolor de unos ojos que increpan al visitante qué hace allí, en los niños que corretean descalzos sobre una extensión de tierra yerma. En un espacio asolado por la pobreza, que espantó al resto de los pobladores. “Hicimos la tumba (proceso de tala y quema) para limpiar primero. No había agua. Vino la brisa y quemó todo. Nos quedamos sin nada. La candela llegó hasta aquí (parte baja de la Sierra) y se nos quemaron las casas. Cayeron los niños con bronquitis, neumonía, fiebre y diarrea. Como no hay cobres para correr con ellos al médico, les hicimos remedios yukpas con matas. El manantial también se nos secó. Tuvimos que carretear el agua con mula desde el río hasta acá. Comimos porque un tío nos dio ñame. Y todavía estamos aguantando así. Ahora no estamos vendiendo nada”, explica Hilda Sematerachi, de 29 años de edad.

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Dice que en la comunidad viven 25 adultos y 35 niños, pero ese viernes 18 de noviembre solo estaba ella con sus hijos, unas primas, su mamá y su papá: “Las personas se han  ido de la Sierra por necesidad”, añade. Martín, su papá, está tallando un trozo de madera. Dice que no hablará. Que no tiene sentido hacerlo si nadie los ayuda ni los visita. Eva Romero, su mamá, sí saluda y ofrece maíz tostado. “Vendía artesanía en Maracaibo pero me regresé. Me daba pena pedir. Por eso volvimos. Todo el que tiene tierra allí se la regaló Chávez, pero a nosotros no. Este fundo es propio. Vamos a sembrar yuca, maíz, plátanos, frijol y auyama, para nosotros y para los demás. Esta comunidad está abandonada. Ni el gobierno ni el cacique nos ayudan. Solo en diciembre vienen las monjas y nos traen ropa y muñecos”.

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Chaparro es otra de las comunidades de la Sierra más cercanas a la Misión. Se llega allí atravesando un montarascal que no tiene trayectoria clara. La vía se ha dañado y los jóvenes de la Casa Hogar, que fungen de guías, dicen que hay que atravesar el camino de las vacas, hasta toparse con un hombre de mediana estatura quien, machete en mano, se declara “el que manda”. Gilberto Méndez es el cacique del lugar, escogido entre 20 personas. “Aquí vivimos 24 familias, con una población como de 100. Nadie nos visita. Nadie viene a dar misas. Somos artesanos y vendemos nuestro trabajo en Maracaibo, Valencia y Valera”.

Aunque defiende con orgullo su terruño, el cacique admite problemas. “Las viviendas están en mal estado, son inseguras y desprotegidas, y por eso nos llegan las culebras. La escuela necesita ampliación y el techo está por caerse. Nos falta un ambulatorio. La doctora cubana que nos visita viene cada quince días y en mula. También que arreglen la carretera. En el consejo comunal dicen que tiene que ser a través de un proyecto, pero cuando lo llevamos nos explican que no hay recursos”. La ristra de demandas continúa y solo calla cuando la lluvia amenaza con caer y los guías advierten que el río crece rápidamente, obligando al desalojo.

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Elisandro Yorde tiene 22 años de edad. Es bachiller en Ciencias y funge como maestro en la escuela de Chaparro. No oculta su molestia. “Pedimos ayuda a la Alcaldía de Machiques, en Maracaibo, en Caracas, y hasta el sol de hoy no tenemos respuesta. Aquí no llega visita y yo siento rabia porque ignoran a nuestra comunidad”. Y el cacique complementa: “Nosotros sembramos con hambre, trabajamos con hambre y dormimos con hambre”.

En Peraya, a 15 minutos en carro desde la Misión del Tukuko, los bohíos de caña brava y techos de palma dan identidad, con exuberancia y prodigalidad. Allí viven 56 familias, que reciben en la escuela primaria San Francisco de Peraya desde cursos sobre comunas hasta homilías en honor a la Virgen de la Chinquinquirá. No hay ambulatorio sino apenas un “defensor de salud” que acompaña a los enfermos hasta el ambulatorio del Tukuko. Pero a la voz “onay amor”, que en yukpa significa “¿cómo estás?”, la respuesta siempre es “patume”: bien.

Fray Nelson tiene entre sus tareas visitar estas y otras comunidades, un total de 60 que rodean la Misión. Enviado desde Caracas, le queda distante tanto cemento, concreto, semáforos y tráfico. En aquel entorno rural admite no darse abasto para cubrir todas las poblaciones, pero no desmaya. Del Tukuko no quiere irse, a menos que su congregación lo movilice a otro lugar. “Antes nos decían que éramos unos perros porque los defendíamos. Ése fue el precio que tuvimos que pagar cuando hicimos opción por los menores de la sociedad. Jugarnos la vida, el pellejo y la moral por ellos, porque eran indefensos. Ahora les hemos enseñado a tener voz propia y hoy por hoy esperamos que se defiendan por sí mismos, aunque seguirán contando con nuestro apoyo. Estamos aquí por y para ellos”.

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