Investigación

A mayor represión, más violencia opositora

La calle se calienta al ritmo de la represión. Van más de 50 muertos en poco más de dos meses, producto de la brutal contención y actuación de la guardia y la policía nacional. Los ánimos se atizan desde la oposición y dejan tres bajas en las filas de la seguridad del Estado. Sin quererlo, esa violencia salpica a transeúntes, fotógrafos y periodistas, que son tildados de infiltrados, chavistas y ladrones 

Fotografías: AFP
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Si algo han demostrado las protestas venezolanas de 2017 es la clara asimetría de fuerzas entre bandos. Perdigones y lacrimógenas contra bombas molotov. Tanquetas con protección antibalas contra escudos hechos de latón y madera. Quienes buscan hacer frente a la represión de los cuerpos de seguridad del Estado —más allá de alzar sus voces y patear la calle en descontento— arremeten con lo que tienen a la mano: piedras y proyectiles caseros. Hacen daño reducido pero real, mientras la violencia estatal incrementa sin mesura.
No hay cabida para comparaciones. Tanto la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) como la Policía Nacional Bolivariana (PNB) cuentan con material antimotín diseñado para disuadir manifestaciones y garantizar el orden público. Sin embargo, la represión se cierne sobre los marchistas opositores como un fantasma no deseado. La garra estatal ha generado un saldo de muertes y heridos que va en rápido ascenso. El defensor del pueblo, Tarek William Saab, declaró en una rueda de prensa el 1 de junio que van 52 fallecidos producto de las protestas en todo el país, más otros 13 por implicaciones en saqueos.
Las declaraciones vinieron luego de un hermetismo oficial roto solo por la Fiscal General, que se manifestó en contra de las agresiones a los manifestantes y esclareció el fallecimiento de Juan Pablo Pernalete (20), que murió por el impacto de una bomba lacrimógena disparada por un agente de la GNB. Saab diferenció las muertes: civiles y funcionarios de seguridad del Estado. Reportó la defunción de un guardia en San Antonio de los Altos y dos PoliCarabobo.
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Mientras que la Defensoría del Pueblo totalizó hasta finales de mayo 1.119 lesionados civiles, ha habido 340 heridos en las filas de la seguridad del Estado, 172 de ellos policías. Son el indicativo de una violencia que, de a poco, avanza y arremete contra la autoridad. El psicólogo y analista social Leoncio Barrios explica que responde a un mecanismo de la siquis denominado efecto espejo: “Cuando dos bandos contrarios están en conflicto, uno suele ver en el otro lo que el segundo ve en este primer grupo. La oposición ve a los chavistas como los malos, y viceversa. Cada quien cree y asume que su percepción es la correcta. Hay poca cabida a la duda, a creencias que quiebren coherencia perceptiva”.
En la mira
En Caracas, toparse con algún guardia que haya sido golpeado es una rareza. Cinco hombres vestidos de verde oliva que cierran un acceso a Plaza Venezuela desde la autopista Francisco Fajardo se miran las caras cuando se les pregunta por compañeros lesionados. Sus ojos pasean entre el pelotón que se concentra en el Bicentenario, cerca de Plaza Venezuela. Tampoco parecen identificar a algún prospecto, a pesar de haber al menos 150 reunidos. Un general de apellido Lira ofrece una explicación y una cifra oficial: “Es que acá no están, se encuentran de baja. Pero tenemos 343 efectivos militares heridos en todo el territorio nacional y unos 140, 150 en la capital, que cumplían con su labor de disuadir las manifestaciones de la oposición que no tienen autorización de pasar al municipio Libertador. Se ven impactos en las manos, en la cara. Uno hasta perdió el ojo con una metra”.
El general Lira comenta que las quemaduras son la lesión más frecuente, producto de las bombas caseras. Surgen desde el frente de las marchas opositoras cuando se intenta responder a la defensiva de las tanquetas, los gases, los perdigones. Son mecanismos que se emplean cuando se intenta pasar al punto final de destino. La PNB cumple con los mismos protocolos de resguardo. “Tienes que bajar hasta Chacaíto, por donde está el Beco. Ahí donde se prende la cosa”, suelta uno de los veinte hombres que intentarán mantener el orden público durante la movilización de ese 31 de mayo. Dispersos como pequeñas colonias por la zona, los uniformados no se preguntan por los heridos. Remiten directamente al encargado de la unidad de 150 policías. “Tenemos de reposo a dos efectivos hombres y dos mujeres. Tienen heridas en la cara y en las manos. Uno tiene una raja que le atraviesa toda la cara. A otro le impactó un proyectil en los testículos y está tan mal que está hospitalizado”, dice desde el anonimato un supervisor del grupo que se apostó ese miércoles en la avenida Francisco Solano, frente a la urbanización Sans Souci.
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En la avenida Casanova, otros núcleos policiales esperan pacientes —quizás aburridos–, con sus escudos y sus escopetas de bombas lacrimógenas a que la oposición se desplace por la autopista vía el centro de la ciudad. El encargado de la unidad también ha presenciado cómo sus subordinados se prenden en llamas o son apedreados. “Yo hasta tengo unos morados en el cuerpo”, se queja, recostado de su moto y con un ejemplar de Últimas Noticias en mano, y continúa: “Nosotros hacemos nuestro trabajo. Tienen que entender que uno evita un enfrentamiento entre dos pueblos. No queremos que se repita una masacre como la del 11 de abril, con ese poco de muertos”.
“Los que corren más peligro son los policías que no están directamente en un piquete. Toda la arrechera la descargan contra el uniforme. Es entendible, se sienten frustrados. La represión es un gran bloque”, apunta Cristian Hernández, fotógrafo de la agencia española EFE y El Estímulo. Ha captado desde su lente la escalada de violencia desde que el 1° de abril, cuando la oposición empezó a mostrar su descontento en las calles tras la emisión de las sentencias 155 y 156 por el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ). A más gas, más bombas molotov. “Pero también hay mucha gente que le gusta el caos y el bochinche, y eso aleja a mucha gente que quiere protestar. Es una violencia implícita”.
Causa y efecto
Barrios subraya que los sentimientos están a flor de piel en cualquier protesta en contra del gobierno de Nicolás Maduro. La disconformidad popular ya la asomaba Colette Capriles hace un año cuando reflexionaba sobre la firma por una salida constitucional y ordenada. Ante la incompetencia del gobierno, la psicólogo social no sentía que el venezolano fuese precisamente conformista, sino “que la gente está absolutamente arrecha y está dispuesta a cualquier cosa. Solo que, por no tener la contención política suficiente, esa arrechera se distribuye minuto a minuto, a lo largo del día”.
Barrios también saca a colación el término “arrechera”. Dice que es el ingrediente principal de un coctel perfecto para la agresividad. Todo producto de la regia represión gubernamental que ha generado pérdidas humanas y materiales. “Es un sentimiento de rabia que se ha mezclado con el odio. Lo peligroso es que el odio te conecta con la perversidad, con hacer el mal, pero se justifica el mal pensando que lo que haces está bien”, indica.
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El 20 de mayo fue un día de triunfos y pérdidas. Entre 150 y 200 mil personas se plantaron en la autopista Francisco Fajardo de Caracas en una demostración de unidad en contra del gobierno. Sin embargo, en horas de la tarde, el horror rondó la avenida Luis Roche de Altamira a la altura de la Torre Británica. Un grupo encapuchado detuvo a un muchacho de 21 años identificado como Orlando Figueras, presuntamente estaba robando a los marchistas. Lo desnudaron en el espacio público, lo golpearon, lo patearon. Le siguió la gasolina que le vertieron sobre la piel, seguida de la chispa que lo incineró. La masa enardecida que celebró el hecho se dispersó segundos después. “Hay una pérdida de civilidad y de capacidad de racionamiento en lo simple. Que sea chavista y ladrón no puede justificar que le prendas fuego a una persona. Cuando son acciones grupales, nadie asume la responsabilidad del acto”, esclarece el psicólogo. Orlando Figuera falleció el cuatro de junio por quemaduras de primer grado y heridas de arma blanca.

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Barrios apunta que la masa se manifiesta de una forma irracional: “Hay un impulso bestial, muy animal, hasta la gente aplaude, porque responde a esa rabia acumulada”. Los mismos arranques de desconfianza se vuelcan contra periodistas y fotógrafos. Andrea Hernández, fotoperiodista de El Estímulo, lo vive en carne propia cuando asiste a las movilizaciones opositoras para registrar la noticia con su cámara. “Desde hace un mes nos ordenan que no tomemos fotos a los chamos encapuchados. Me han empujado para que no lo haga. Entonces luchan por la libertad, pero no por todas. Por la libertad de expresión definitivamente no”.
Pocas han sido las veces que su lente ha captado cuando la llamada “resistencia” ha hecho mella en algún guardia o policía nacional: “Sucede más por accidente que por otra cosa. Es como un David torpe contra un Goliat que cambia de estrategia constantemente”. También ha presenciado cómo, por inculpar a alguien de infiltrado de chavista o de ladrón, casi se le lleva a la muerte a punta de golpes. “Lo he visto tres veces ya, una en El Paraíso y dos en Altamira. En una oportunidad, al hombre le pegaban la cabeza contra la acera repetidas veces. Le dan con todo. Eso no es humano, pierdes totalmente tu civilidad”.
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Miguel Gutiérrez, fotógrafo de la agencia española EFE, fue agredido y robado cuando cubría una movilización opositora que intentaba llegar al TSJ el primero de mayo. Justo antes de llegar a la avenida Boyacá donde tomarían el atajo, hubo un enfrentamiento entre la guardia y los manifestantes. Gutiérrez hizo su trabajo sin mayores contratiempos entre el gas. Cuando se devolvía hasta donde lo esperaba el motorizado, cerca de 6 encapuchados le cortaron el paso. En cuestión de segundos, intentaron robarle su morral y lo tildaron de espía, mientras el grupo crecía en número de integrantes. “Intentaron quitarme las cámaras. Me maltrataron. Al ver que no pudieron quitarme los equipos, decidieron arrancarme el casco y la máscara. Hasta que pude mostrarles el carnet, ahí se dieron cuenta de que lo que hicieron estaba mal”. La caterva escapó del lugar, pero otros presentes los alcanzó y Gutiérrez pudo recuperar su casco antibalas. Lamenta que la máscara antigases fue imposible conseguirla.
No solo los fotógrafos son blanco de agresiones. Elizabeth Ostos estaba cubriendo la movilización opositora del 29 de mayo para El Pitazo, cuando una señora de unos 70 años comienza a gritarle infiltrada a todo pulmón. “‘El Pitazo es chavista, El Pitazo es VTV’, decía la mujer, bien loca. En eso, se me acercan tres tipos y me empiezan a jamaquear, mientras un poco de gente empieza a gritar ‘¡Fuera!’. Me caí al suelo y nadie me ayudó a levantarme, hasta unas muchachas con gorra tricolor me dieron la espalda. Vino un escudero que me reconoció, porque yo he estado cubriendo estos dos meses, y me separó del problema. Me dio un abrazo no correspondido. Que quede claro que yo no se lo devolví”. En apenas tres minutos, Ostos estuvo a punto de perder su celular y poner aún más en riesgo su integridad por cumplir con su labor como periodista en medio de la turba.
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Desde la perspectiva de Leoncio Barrios, son chispas de violencia entre la arraigada civilidad de quienes han salido a ejercer su derecho a la protesta por más de 60 días. Incluso, lamentablemente comparado con los desmanes opresores de los efectivos de la GNB y PNB. “Terminan minimizándose, perdiéndose en el berenjenal que cotidianamente se vive. Cada uno de estos actos está seguido por el muerto del día”. No cree que tengan la fuerza de manchar de rojo la imagen de la oposición, aunque abre el espectro a la reflexión colectiva. “Es una sed de venganza que, vista a futuro, nos crea un caldo de cultivo para que la situación política se convierta en una especie de razia, de persecución de grupos contra otros”.
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