Deporte

Alcides Ghiggia, el hombre que calló al Maracaná

El delantero fue el artífice del triunfo uruguayo frente a la selección de Brasil en la mítica final del Campeonato Mundial de Fútbol de 1950. Su muerte, exactamente 65 años después de inscribirse en la historia, lo encontró convertido en héroe La historia se construye de instantes. Las hazañas deportivas también. Como la que protagonizó Alcides Edgardo Ghiggia el 16 de julio de 1950. Aquel día, el imponente estadio Maracaná de Río de Janeiro, templo del fútbol carioca, estaba repleto de excitados fanáticos, militantes de la oncena de camiseta blanca que aseguraron el registro del partido de fútbol con la mayor asistencia en la historia del campeonato mundial. Brasil estaba en el campo casi portando la corona pero el uruguayo dejaría una marca indeleble en el minuto 34 del segundo tiempo. La disputa con Uruguay sería sencilla.

Fotografía: AP images
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Goliat iba confiado, tanto que logró meter miedo en David y lograr que algunos dirigentes de la Asociación Uruguaya de Fútbol abandonaran la ciudad, temerosos de ser testigos de una goleada que se anunciaba desde el minuto dos del segundo tiempo del encuentro cuando Friaça empujaba la pelota contra la red y ponía de pie a la ovalada tribuna. Venía una fiesta y se esperaba humillación, en venganza, además por haber mantenido el marcador a cero durante los primeros 45 minutos. Pero Ghiggia usó el reto como motor de su fuerza, y respiró profundo en aquella caminata que dio “para estirar las piernas” –según le dijo a su director técnico Juan López antes de ingresar al campo.

El uruguayo nacido en Montevideo en 1927 conocía el tipo de juego de sus rivales, porque lo había medido en tres encuentros anteriores, de los cuales perdieron dos. Así, se dispuso a mostrar su característica de puntero veloz, siempre en la proa de su formación, la posición donde se afanaba tanto que ni siquiera vio el tanto que los puso a perder frente a Brasil. Con el cronómetro en contra, se escapó de la defensa rival y esperó que a sus piernas llegara la esférica, confiando en alguno de sus compañeros, cualquiera. Apenas la sintió en sus pies la mandó hacia atrás, sin ver, sabiendo instintivamente que otro de los suyos la estaría esperando. La sirvió a Schiaffino, quien remató a la red que custodiaba Barbosa. “¡Se quedaron fríos, helados!”, le relató alguna vez a El País. Pero la tarea no estaba hecha.

El empate no era suficiente porque la final se definía por puntos. Brasil quería remontar. El marcador volvía al empate y aún les daba la victoria, hasta ese minuto 31 cuando Ghiggia no la pasó, no la sirvió, no hubo asistencia sino que la pateó al arco con fuerza y precisión para rebasar de nuevo a Barbosa y darle nombre aquél día. Acababa de concretarse el Maracanazo. “El gol fue un calco del primero. Me fui de Bigode, que era mi marcador, entré en diagonal y el arquero, Barbosa, se pensó que iba a pasarla atrás. Entonces abrió un poco el arco en busca del centro, y como vi que dejaba un espacio tiré. Fue en cuestión de segundos. Por suerte, la pelota entró junto al poste”. El lugar se quedó en silencio, que no difiere de idiomas ni acentos. Alcides Edgardo Ghiggia le dio la victoria a su oncena, levantó la Copa del Mundo y se pavoneó frente a la fanaticada ajena. Su nombre se convirtió en trauma en un estadio que se estaba inaugurando y suyas paredes tomarían el color del ganador. La audiencia esperaba que el blanco dominara las paredes aún sin estilizar, pero el goleador rival truncó sus sueños. Es más, fue el causante de que la oncena carioca más nunca vistiera del prístino color y abrió la puerta para que dos años después se le asignara el amarillo ahora por todos conocido. Con apenas 23 años, Ghiggia inscribió su nombre en los libros de historia, y también en los de leyendas.

Con la selección uruguaya, el lateral derecho siempre marcó. No hubo partido en el que el portero pudiera más que su pierna, la misma que ganó tanta fama que lo llevó a jugar a Italia y luego regresar a su país para saltar al campo con la camiseta de los clubes Peñarol y Danubio. «Solo tres personas en la historia han conseguido hacer callar al Maracaná con un solo gesto: el Papa, Frank Sinatra y yo», repitió toda su vida el jugador que en sus últimos años vivió en la localidad de Las Piedras, en el departamento de Canelones de su natal Uruguay, donde se encargó de un modesto supermercado, un contraste con el recibimiento de héroe que disfrutó siempre en sus visitas como espectador al Estado Centenario de Montevideo, y el mismo trato con el que ahora es despedido a sus 88 años luego de que su corazón pitara el minuto final justo 65 años de haber latido de alegría al darle a su selección aquél triunfo global, histórico e imborrable.

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