Entrevista

Alejandro Castro, con el verso en la mente

Recorre Caracas, su ciudad natal, como errante de paraísos perdidos. No hay momentos en los que Alejandro Castro, en sus andares, no se extravíe en los versos y líricas que pergeña en su cabeza y luego en papel. Es que siempre lleva la poesía consigo, como escapulario al cuello. Este joven escritor, con dos libros publicados, gusta sacudir al lector

Fotografía: Oriana Lozada
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El talento literario parece preferir los ambientes extremos para germinar: crece en la aridez del abandono o bajo el cobijo del amor. El de Alejandro Castro es, sin duda, un ejemplo del segundo tipo. Al menos durante su infancia, que fue un flujo de sensaciones dulces y amables. “Mi madre era, y es, muy hermosa, muy viva, muy luminosa: la mujer más grande del mundo”, rememora esos años.

En ese entonces, aunque con personalidades muy distintas, formó con su hermano Francisco —dos años mayor que él— un equipo que encaró con feliz complicidad aquellas primeras aventuras. Fueron exploradores, conquistadores, naturalistas… “Mi primera infancia fue el mar. No había miedo, sólo esa enorme lejanía”, afirma, para agregar que al llegar a los once años se produjo, así lo considera, el acontecimiento clímax de ese entorno feliz: el nacimiento de su hermano Javier.

En esa época descubrió su fascinación por el sonido de las palabras. Quizá porque creció en un hogar en el que estuvo en contacto permanente con los libros. Tanto, que jugaba con ellos antes de leerlos. “Me interesaban más las enciclopedias, los tratados sobre la naturaleza y los animales. Quería ser zoólogo, quizá más por el sonido de esa palabra —que era como un laberinto. No sabía que eso significaba que quería ser poeta”.

La música de su infancia fue la lectura de poesía en la voz de sus padres. Poesía popular venezolana, Ernesto Luis Rodríguez o Andrés Eloy Blanco; latinoamericana, Neruda, por ejemplo, y española, Rafael de León, Bécquer o Lorca. “No eran libros, ni autores, eran poemas. Era la voz de mi madre, de mi padre. Me los sabía de memoria, largos poemas gauchescos, los palabreos de Andrés Eloy Blanco…”.

Luego, también por mediación de su madre, cambió el catálogo. Tenía catorce años cuando le regaló un libro que compró bajo el puente de la avenida Fuerzas Armadas. Un libro que lo deslumbró. “En algún sitio de mi biblioteca debe estar, destartalado a fuerza de leerlo y apretarlo. Era una antología del poeta español José Agustín Goytisolo”. Luego vino otro libro fundamental: Sadismo y masoquismo. Psicología del odio y de la crueldad, de Wilhem Stekel. “Lo compré yo porque me pareció que con ese título tenía que haber poesía adentro. Y tenía razón”.

De pronto, en ese mar sereno que era su vida de niño, se asomó la tempestad que dejó algunas de las cicatrices: la adolescencia. La suya fue particularmente borrascosa. No fue un encuentro, fue una colisión. Sus intereses eróticos, emocionales e intelectuales eran diferentes a los de los otros chicos. “Yo lo supe siempre y me sentía un perro verde. Supongo que todos los adolescentes se sienten un poco así, pero yo era un perro verde y gay”, señala con estoicismo.

En esa época la idea de la muerte como salida de emergencia lo rondaba con insistencia.

Y ese niño que se vio despojado de ese mar plácido en el que flotaba, entendió que debía hacerse de un fortín si quería sobrevivir. Y lo fue construyendo. “Tal vez me volví altanero”, reconoce. En ese proceso, luego de dar tumbos de un colegio a otro, encontró finalmente su lugar en ese mundo. Se trataba de la Unidad Educativa del CONAC. “Era un proyecto precioso, un Bachillerato en Artes mención teatro o música”, comenta. “Nunca voy a olvidar esos años, las personas y alegrías que conocí. Mis pasiones entonces eran, como ahora, el arte y la política”. Allí formó parte de un grupo de activismo político infantil y juvenil en CECODAP, una ONG de Derechos Humanos, y allí hizo sus mejores amigos y se sintió respetado. “Del suicidio sólo quedó, como dice Villena, una disposición a la bruma, en mi caso profunda, y una nostalgia fraterna hacia las caídas”, concluye.

La escasa relación de las inclinaciones artísticas con el mundo “productivo” suele despertar resquemores en los padres. Ante la pregunta de si no encontró en los suyos algún reparo a su decisión de hacer el bachillerato en Artes, comenta: “no recuerdo una sola vez que mi familia haya desconfiado de mis decisiones. Me respetan. Y respetan lo que hago. Además, son personas altivas, arrogantes: para ellos es imposible que yo no esté bien”, concluye.

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Esa costa llamada UCV

“Es uno de los pocos lugares de esta ciudad donde he sido feliz”, señala con convicción para referirse a la Universidad Central de Venezuela, agregando que cuando piensa en Caracas “no pienso en el Ávila, sino en la Facultad de Humanidades, vista desde una colina de “Tierra de nadie” donde leí absorto todo Shakespeare, en la Plaza Cubierta. Y en la biblioteca, en las gradas de las piscinas…”.

Concluyó su licenciatura en Artes y comenzó a dar clases, a la vez que cursaba la Maestría de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Simón Bolívar. Luego de varios años de ejercicio docente, pasó a la Escuela de Letras, donde imparte clases en la actualidad. Le gusta preparar cursos, dar clases. Siente que es la experiencia más exultante y emocionante. “Creo que la docencia protege la agilidad intelectual, es asombrosa. Y es adictiva. Me gusta pensar en voz alta. La docencia es una antigua forma de espectáculo”.

Así como a la UCV le debe el haber encontrado una razón inquebrantable para amar Caracas, a su formación académica en general le debe en buena medida el desarrollo de su obra poética. “Escribir poesía es, desde que conocí a Gabriela Kizer en la Escuela de Artes, descubrir la música de uno. Escribir poesía es, desde que conocí a Gina Saraceni en la Universidad Simón Bolívar, introducir el desacuerdo, hacer ruido. Arturo Gutiérrez Plaza me enseñó a cuestionar el canon de la poesía venezolana, a revisitarlo con una mirada nueva”, reflexiona para concluir: “he tenido la suerte de contar con grandes maestros, que además se hicieron después mis amigos”.

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Poemas como puñales

La poesía de Alejandro Castro irrumpió —aquí el verbo no resulta exagerado— entre los lectores venezolanos con el libro No es por vicio ni por fornicio: Uranismo y otras parafilias, ganador del Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila del 2010, publicado el año siguiente. Dos años después, la editorial BID&Co. publicaría su segundo poemario: El lejano oeste. Sus poemas son como puñales venidos de la noche: breves, filosos, secos. Elocuentes en su parquedad, como su autor. “Me gusta que el poema zarandee al lector. Quiero que diga lo que yo no sé decir, que ilumine ciertas zonas de nuestro tiempo que andan mudas y pesan”, precisa para ilustrar su búsqueda estilística.

Ganar el Concurso de Monte Ávila y ver su primer trabajo publicado resultaron vivencias muy emocionantes, sobre todo por la naturaleza de ese libro. “No pensé que ganaría: es un poemario fuerte, árido, muchas veces duro”. Pero sintió que concursar era una manera de homenajear a Gabriela Kizer y Odette da Silva, ganadoras ambas de ese mismo concurso. Una manera de pelear por Monte Ávila. “Y, sobre todo, era una manera de saldar una cuenta con la poesía venezolana y su tradición de silencios, con la psiquiatría y la psicología”, acota en tanto agrega que tuvo suerte de tener como lector al poeta y psiquiatra Luis Enrique Belmonte.

Alejandro Castro escribe muy lento. Y trabaja mucho el poema. “Generalmente me toma años escribir un libro porque también me gusta dejarlo respirar o reposar. No siempre soy capaz de escribir, no siempre tengo la fuerza. Sin embargo, casi todo el tiempo estoy con un proyecto en la cabeza. Eso significa que salgo a la calle con el poema y miro el mundo a través de él, leo desde ahí, espero y entonces llega. Después hay que meterle mano”, explica, para subrayar que el título tiene una importancia capital en ese proceso. “Me sirve de mapa. El título es el primer verso de un buen libro de poemas”.

Para Castro la escritura no es un trabajo. Es, quizá, un instinto. O más bien un ancla. “A veces escribo poesía. A veces se escribe para no decir nada, persiguiendo imágenes o sonidos”. “Después de los veinte años, de la turbulencia, tenía algo para decir y resultó ser un poema. Era de esperarse después de la sobredosis de poesía de mi infancia y adolescencia”, concluye, demostrando que ciertos excesos jamás serán innecesarios. Y que la poesía, el asombro, el amor, en cantidades pródigas, generosas, pueden hacer columnas férreas con las que un adolescente, que se siente un perro verde, pueda hacer su casa, aún en esta falla de borde en permanente equilibrio que es Caracas.

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