Semblanza

Alexis Romero, zurdazos que no encuentran palabra

Poeta per sé, el verbo en la médula y en los puños, Alexis Romero sabe que un escritor ha de tener como propósito reflexionar sobre el lenguaje y componer su historiografía. Galardonado e impetuoso, hace repaso —que no añoranza— de tiempos lejanos jamás olvidados. Desde sus libros, guardianes y profetas, se mantiene en lo que debe: la palabra en la hoja

Fotografías: Dagne Cobo Buschbeck
Publicidad

Nació en San Félix, en junio de 1966, en el seno del hogar formado por José, un obrero trinitario, y Cruz, un ama de casa proveniente de la India, además de cuatro hermanas, tres de ellas mayores que él. Todas las mañanas el pequeño Alexis salía, desde Loma Colorada, donde vivían, rumbo a Las Batallas, barrio donde quedaba el Grupo Escolar Francisco Conde, en el que cursó su primaria. Y todas las tardes, con el sol de Guayana a la espalda, hacía el recorrido de vuelta a casa. Por lo visto, eso de ir a Las Batallas a diario no era algo que su subconsciente se tomara a broma, porque no había día que no sacara a relucir su apodo de “El Zurdo”, el cual se ganó a punta de dejar no pocos testimonios de su ímpetu. Según cuenta, no es que le gustara, sino que no soportaba ver cómo “cayapeaban” a los más pequeños. Como se sabe, hay ambientes donde el poder del que se dispone se debe ejercer sin titubeos.

Tenía unos once años. Y como él sentía que debía hacer su parte, la maestra Judith Cedeño tenía que hacer la suya: citarle el representante. Un día, cansada de esas visitas semanales al colegio, la mamá le dijo a la maestra que ella sabía qué hijo tenía en la casa pero no podía saber qué hijo tenía en la escuela y que, como ellas estudiaron para educar, que vieran cómo lo cambiaban. Y que no la llamaran más. Y punto.

Pero no se desentendía del asunto. En realidad, tenía su plan.

En esa época el papá careaba gallos. Los sábados era el día de ir al centro a llevarlos. De regreso a casa, luego de la venta, se paraba en el quiosco de siempre y compraba revistas —Tamakún, Kalimán, Pepín, etc.— que toda la familia leía siguiendo un orden: primero él, por supuesto; luego la mamá, y finalmente los hijos. Ese sábado, luego de la lectura de los adultos, la mamá dictaminó que luego de que las hembras leyeran las revistas se la debían devolver a ella. Cuando las muchachas cumplieron la orden, la mamá, ante los ojos atónitos del muchacho, llevó las relucientes revistas al patio y, una vez allí, las prendió en candela. Al volverse, le dijo al consternado niño: «Mientras me vengan con cuentos de que usted peleó en la escuela, no hay revistas para usted».

Él lloró, pataleó, acudió a todo su arsenal de manipulación, pero la mamá, inflexible como la ley de la calle, cumplió rigurosamente su palabra las cuatro siguientes semanas. A la quinta, cansado de ver cómo quemaban en sus narices, sin haber podido leerlas, las revistas por las que tanto esperaba la llegada del sábado, evitó una pelea que no lo evitó a él. El contendiente se aprovechó de su deseo de redención y lo bailó a palos. Él, firme a su propósito, lo dejó hacer.

Al llegar a su casa, revolcado como gato callejero, le dijo a la mamá apenas entró: «Mire, yo no peleé. Me pegaron pero no me defendí». Ante esa demostración de virtud, la mamá suspendió de inmediato el castigo, y el placer de la lectura volvió a sus manos.

foto-Romero-1

El boxeador que no fue

Pero, aunque cumpliera su promesa, la mamá sabía que el muchacho necesitaba hacer, con esas manos, algo más que escribir lo que aparecía en la pizarra. Un día, cercano a sus quince años, le dijo que si tanto le gustaba pelear que se metiera en un gimnasio que estaba en San Félix, en el que la actividad principal era el boxeo. El muchacho hizo caso. Y demostró talento. Tenía un golpe que iba directo a la garganta del contrincante, que lo asfixiaba. Y una mamá cuyas palabras también iban directo a la garganta del contrincante, la cual le dijo un día: «¿Tú piensas terminar como Elio Díaz?», aludiendo a un invicto boxeador, oriundo de San Félix, quien luego de una derrota en un ring de Texas, terminó sus días dando tumbos en los bares de la ciudad.

Tras ese gancho materno, el muchacho se dedicó al atletismo. Drenando sus energías en ese deporte, transcurrió su bachillerato con excelente promedio. Recuerda que para inscribirse en el liceo debía sacarse la cédula. La mamá le dijo que estaba muy ocupada para acompañarlo. Entonces fue con un amigo al centro de San Félix a gestionar el documento. Como fueron y volvieron a pie, tardaron mucho. Y como tardaron mucho, cuando llegó a casa, bien tarde, la mamá lo estaba esperando para darle una pela del tamaño de su susto.

Pero logró inscribirse. El liceo se llamaba Joaquín Moreno de Mendoza. En esa época, más o menos, comenzó a escribir poesía luego de descubrir a Pérez Bonalde, quien lo maravilló con la forma en que manejaba el lenguaje. Musicalidad y ritmo en cada línea.

Pero, antes de eso, llenaba cuadernos Caribe con las historias que contaban los compañeritos del colegio, todos de barrios de San Félix, acerca de la violenta vida que los cercaba y que pocos lograron sortear. Era una patota significativa. Cada mañana, el primero que salía de su casa pasaba por la del siguiente y silbaba para que saliera. Juntos pasaban a buscar al siguiente y, así, iban sumándose y pasando por las otras casas. Al llegar al colegio, la pandilla estaba completa.

«De esos veintiocho, solo seis seguimos con vida», comenta sombrío.

Fueron cayendo poco a poco. Unos por delincuentes. Otros desde el bando de los policías. O víctimas de sus propias vidas. O por estar en el lugar equivocado a la hora equivocada. Historias alucinantes: un amigo contó que estaba pescando en el Caroní con el papá y un animal enorme saltó llevándose al padre. Otro, que había dejado a su mamá rígida en su cama, y que estaba en la escuela porque aquella, en su lecho de muerte, le hizo jurar que cuando ella no se despertara más, él igual iba a ir a la escuela. Todas esas historias, y otras más cotidianas pero igual de feroces, iban al cuadernito Caribe. Allí intentó contener las vidas de esos barrios inclementes: la muerte, la violencia que padecían al interior de sus hogares, lo que el Caroní arrastraba…

El poeta que sigue buscando

Un día, releyendo esas notas, se preguntó cómo podía hacer para que esas historias produjeran eso que le producían a él. «¿Cómo haré para que esto suene menos seco?», se preguntaba, revisando sus apuntes. La respuesta llegó en un libro que cayó en sus manos. Leyendo y releyendo Pedro Páramo y El llano en llamas, de Juan Rulfo, comenzó a rescribir esas historias. Y así, pasó de los cuadernos Caribe, a publicar cosas en periódicos del liceo y en diarios locales. Ya durante sus últimos años viviendo en San Félix, publicaba con regularidad en El Expreso y en El correo del Caroní.

foto-Romero-2

Curiosamente, de todos los animales raros y exóticos que viven en las márgenes del Caroní, el que vino a picarlo fue el gusano de la poesía. Sin antídoto y con esa enfermedad en la maleta se fue de San Félix, llenando cuadernos, en adelante con poemas.

«Quien vuelve la lectura un hábito, comienza a asombrarse con cosas de la vida cotidiana», señala, recordando esa época.

Al terminar el bachillerato se fue a Barquisimeto, a estudiar Matemáticas. De allí, gracias a una beca Fundayacucho, se vino a Caracas a estudiar Ciencias pedagógicas, en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). Teniendo como 19 años, en una fiesta donde había amigos de San Félix, se encontró con una muchacha de allá, con la que había tenido trato sin demasiado entusiasmo. La nostalgia, o quién sabe qué, los llevó a iniciar una relación. De allí nacieron sus dos hijos mayores. Por ese tiempo, en tanto daba clases de Castellano en un liceo, comenzó una maestría de Filosofía en esa casa de estudios, donde ingresaría luego como docente, y allí permanecería más de veinte años ininterrumpidos, hasta la actualidad.

La obra poética de Alexis Romero es extensa. Se inicia con Lo inútil del día, publicado en 1995. Esa lista seguiría creciendo a lo largo de los años: Que nadie me pida que lo ame (1997), Santuario del verbo (1997), Los gestos mayores (1998, Premio Vox Novula 1997 y finalista del Premio Internacional de Poesía Juan Antonio Pérez Bonalde), Los pájaros de la fractura (1999), Los tallos de los falsos equilibrios (2001, Premio Internacional de Poesía XIII Bienal José Antonio Ramos Sucre 2000), Cuaderno de mujer (2002), Demolición de los días (2008), La respuesta de los techos (2008), concluyendo con Escribo para ser perdonado (2012). Actualmente sigue escribiendo. Poesía, pero también está trabajando, desde hace años, una novela que lleva el título tentativo de El baile de mi padre.

La Era que lo esperaba

No volvió a San Félix. De visita, cada tanto. Teniendo como 35 años, solía acercarse los sábados a la librería Noctua, en Centro Plaza. Era una de sus preferidas. Un día entró en otra que no había visto antes, en ese mismo centro comercial. Se llamaba Templo interno y era atendida por una mujer muy hermosa. Se puso a conversar con ella y se dio cuenta de que la gente preguntaba por libros que ella no tenía y de los que no sabía dar información. Le preguntó por qué no tenía títulos de literatura y ella le confesó que no sabía mucho del tema, que su intención era montar un centro para hacer yoga y terminó con libros de Nueva Era y temas afines.

Él siguió frecuentando la librería y orientando a los visitantes. Se hicieron amigos y, un día, ella le pidió que se quedara en el negocio porque debía hacer un viaje urgente. Él le dijo que podía hacerlo tres tardes a la semana, porque daba clases en la UCAB. Y eso hizo. Con el tiempo, siguió yendo cada vez más, hasta que aquella se fue del país y él se quedó al frente del negocio.

Alexis Romero es un tipo peculiar. Tiene mejor humor de lo que parece a primera vista. Con su voz nasal y pausada, que delata muy al fondo recodos de ese sur de donde proviene, conversa con amigos que pasan a saludar y con clientes que piden libros que ya no se consiguen en el país. Templo interno actualmente, por cierto, está en proceso de cerrar un ciclo en la vida del librero en que devino Alexis sin proponérselo. Fue, como toda buena librería, un lugar de encuentro y un refugio para amigos y conocidos.

La crisis dejará, a su paso, no pocas cicatrices sobre esta ciudad.

Más de treinta años después de haber salido del hogar materno, criando su tercer hijo, de tanto en tanto le vienen recuerdos de esa infancia en su natal San Félix, y siente que sigue sin encontrar el tono para contar esas historias.

«Es una de las frustraciones que tengo», confiesa.

Y quizá esa sea la razón por la cual siga escribiendo: quizá ese niño al que, en castigo por el ligero uso de la zurda, le prohibieron leer las historietas que el papá llevaba a casa, sigue sin encontrar la forma de contar las historias que se hunden en el espeso silencio de ese gigante de aparente mansedumbre llamado Caroní.

Publicidad
Publicidad