Arte

Armando Reverón: la luz en los huesos

Hace 65 años murió Armando Reverón, el pintor de Macuto, el dueño de Castillete, el hacedor de las muñecas que pestañeaban desenfado, el artista que algunos críticos apostillan en la corriente del expresionismo. Sí, Reverón, el artista que nunca deja de ser noticia

Fotografías de muñecas: Luis Brito | Fotografías del Castillete: AVN
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Hágase la luz, y el creador Armando Reverón se hizo. Pintor que tomara como herramientas las posibilidades más inauditas de la naturaleza, que extrajera los colores azul, blanco o sepia de sus bien diferenciadas etapas monocromáticas exprimiendo la esencia de las cosas, mezclando objetos con elementos imposibles, machacando lo que tuviera entre manos, ramas, hojas, semillas, cáscaras, telas hasta verle verter la íntima sustancia, sería el sol el instrumento del que se apertrecharía goloso como su dueño y señor para trazar lo que le era más entrañable: la mujer, la suya, Juanita, y el paisaje marino del caribe, ante sus ojos, los temas constantes que maceraría en el brillo enceguecedor de su paleta. Imbuido de la iridiscencia, sería durante sus casi 30 años en Macuto el conquistador de la refulgencia y el caballero luminoso y de sombras, las que confirmarían su excepcionalidad.

Su perfil, si lo trazan el conjunto de imágenes en las que aparece tan distinto, los 21 autorretratos y las tantas fotografías que le tomaría Alfredo Boulton, es el de un mutante que a veces va de barba y pumpá, y flor en la solapa, imagen peculiar que dará cuenta del caraqueño con estudios de arte que fue —hizo cursos regulares en la Academia de Bellas Artes, y becado por la municipalidad de Caracas viaja a Barcelona donde ingresa en la escuela de Artes y Oficios de Lonja. Vivió en España y Francia. Vio mundos, y que es, sin embargo, una suerte de caricatura jubilosa de sí mismo. Acaso ese que hace reverencias remede al Armando Reverón que vendió bien sus cuadros —La maja la colocaría en tiempos en que el salario mensual era 40 bolívares, en 1939, en 600—, y al que no le serían ajenos atavíos como el flux y la corbata.

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Otro Reverón es el que atesora la platea y la crítica, y la leyenda identifica con el mítico de la serie en la que ha sido fotografiado junto a su mono o tejiendo o fumando, per sé pincel en mano, y con su torso desnudo, que así pintaba, con los pantalones arremangados y la fe atada a la cintura. Llevaba la biblia enlazada con un cordel sobre sus caderas para protegerse de las tentaciones que él demarcaba territorialmente: sus pulsiones no estaban arriba, donde el pensamiento volaba, sino abajo.

Dos o más Armandos que son en realidad uno solo caminando, fluyendo, deslastrándose, encontrándose, desvistiéndose hasta llegar a aquél último, de luz y alucinado, sería él “un Adán junto a su Eva en el paraíso propio”, de su hechura, como diría el dramaturgo y actor Luigi Sciamanna, quien lo conoce desde el alma luego que se metió con pasión en la piel del pintor para protagonizarlo en la película Reverón (2011) dirigida por Diego Rísquez. Sciamanna habitó cada sinsabor o inspiración conmovedora del hombre luciérnaga, aturdido y glorioso.

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Para la cinta, vale acotar, la productora reconstruye el escenario de Castillete, un Castillete de utilería a falta del real que está pendiente, ay, porque se asume que es también protagonista principal: es la peculiar Meca donde tiene lugar la historia mágica en la que Armando Reverón trabaja afanosamente como el gran artista que fue y donde navega por entre sus extravíos mentales; y es eco y doble de sí mismo. Será vivienda y galería, refugio y contenedor de la identidad del creador, contenedor de todas sus metáforas. Sciamanna, en el papel del Reverón que fue rey y caballero al lado de su Dulcinea, y Noé junto a tantos animales, se dolerá, como todos, porque al cabo de cinco años Castillete sigue, en 2016, naufragando ya no en una cruel vaguada sino bajo las aguas empozadas del desdén. “Vi basura, vi carros estacionados, encallados allí, vi perdido Castillete, y todavía”, dijo.

Factible de rehacer —“no era de titanio ni de nada del otro mundo, Castillete era un espacio armado con palmas, ramas y troncos”. Hay fotos para guiar el trabajo, hasta planos del celebérrimo Gio Ponti por lo que se trabajaría no a tientas ni a ciegas; Castillete está documentado. “Hamburgo se alzó de nuevo después de la guerra”, acota. “¿Qué mejor homenaje a Reverón que rearmar su Castillete?”. Homenaje a su nombre: armando y reverencia de apellido, eso sería un justo reconocimiento. ¿Qué pasaría con los 42 millones aprobados para su rescate? En 2015 se anunciaron otros a propósito de un nuevo aniversario de su nacimiento. En 2016 se dejaron ver las primeras fotografías de resultados, con una estructura aún queriendo mostrarse, con unos trabajos lentos, lentísimos de restauración, con más fachada que contenido.

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Castillete nuevamente entero sería un acto de justicia, de ética, una promesa cumplida y un gesto amoroso de inimaginable repercusión para Macuto, para el arte, para la memoria, para la creación. Entero y con las muñecas de nuevo allí, cuidándolo, cuchicheando sin saberse bien sobre qué, que también es posible. Aquellas mujercitas de trapo, de bocas cosidas y miradas ahítas, tienen molde: las retrató el otro señor de la luz, Luis Brito —imágenes de figuras femeninas flotantes adoloridas y rotas en su soledad— quien al hacerlo hizo poesía sobre poesía. Luis Brito, por cierto en algunas escenas de la cinta Reverón —se interpretaría, aunque no fuera la idea, a sí mismo— ahora en el cielo que también fue suyo, estará con el admirado artista de palique. Ambos intensos y geniales, sensibles y sociables, y enamorados del mar jugarán con preferencia en el territorio de lo azul.

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“Era visitado, querido, conocido”, registran textos biográficos de Reverón. Llegaban a su Castillete críticos, estudiantes, amigos, periodistas, fotógrafos, navegantes, curiosos; también hay fotos que documentan eso. También amador de la gente, aunque cascarrabias, Brito con Reverón, de tan sensibles, comparables a una película de muchas asas a la que baña un chorro de bromuro de plata, acaso ahora sean un par de ángeles fluorescentes.

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Su obra reconocida mundialmente —fue inquilino del Museo de Arte Moderno de New York, Moma— destaca cada vez con más luz en las colecciones privadas de los devotos de sus piezas, que se codean con las de Picasso, Matisse, Miró o Bonnard. Así en las paredes del apartamento neoyorkino de Patricia Phelps de Cisneros e igualmente maravillan.

Armando Reverón, nacido el 10 de mayo de 1889 —hace 129 años— y por él cada diez de mayo se celebra el Día del Artista Plástico, fue llevado, junto a César Rengifo, al Panteón Nacional, ese reducto mayoritariamente habitado por próceres de botas y charreteras. Llevarlo al olimpo de las glorias patrias es sin duda una aceptación de la genialidad de su quehacer.

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El programa de bombos y platillos tan merecido por Armando Reverón —“pero que no se trate solo, ojalá, del estallido de unos cuantos fuegos de artificio, que sea el plan darlo a conocer en las escuelas, para reinsertarlo”, añade Sciamanna— tiene fecha inminente y ojalá sea valorada su vida y la riqueza de su trabajo y no por cierto que deriva en una discusión sobre su linaje; de la rama más pobre de los Reverón, como diría en una ocasión Luis Enrique Pérez Oramas, no fue, sin embargo, un pobre de solemnidad, tuvo el dinero para comprar el inmenso terreno de Macuto. Claro que no vería la espumosa cotización de sus obras, en el patio y extramuros, que empezaron a ser celebradas y a viajar, bien tapados aquellos desnudos, con resguardo metálico y centinelas de postín. Hombre de piel, exuberante, jovial y divertido, de lo que no cabe duda es de su vigencia. Luego de que Juan Calzadilla acotara la cuarta etapa en su obra, definida por el expresionismo, queda todo el tiempo del mundo para seguirlo.

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