Cine

Arpón: lecciones del exilio venezolano

La programación del Festival de Cine Argentino organizado por Gran Cine incluye a la cinta de producción argentina, venezolana y española, impulsada por dos talentos nacionales emigrados a Buenos Aires

TEXTO: Sergio Monsalve
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Al cine venezolano le sienta bien el lejos de la diáspora. El factor de la cercanía, de la proximidad puede jugarle una mala pasada a la llamada “industria nacional”, cuando insiste en ser un remedo de una grilla del MicroTeatro. Por el contrario, salir de la burbuja logra incentivar un cambio de lugar, de perspectiva, de creación y de consumo. Así disfrutamos del visionado de Arpón, un melodrama de tinte festivalero con actores argentinos, pero completamente gestado por compatriotas radicados en el extranjero.

Juan Fermín y Daniel Ruiz Hueck, ambos unidos por el emprendimiento de Bajo La Manga, fueron los encargados de motorizar el proyecto ante las comisiones de financiamiento de los países asociados en la coproducción. Argentina puso mayor cantidad de dinero, por razones obvias, en el contexto del actual deslave de la economía audiovisual de Venezuela.

El diezmado CNAC participó en condición de actor secundario y minoritario. Por tal motivo, si la película gana un premio o asiste a un certamen lo hará primero en representación de la nación sureña, tal como ocurrió con el caso de El abrazo de la serpiente, nominada al Oscar por Colombia, aun cuando contaba con aporte y contribución artística de Venezuela.

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En consecuencia, el lanzamiento del largometraje Arpón debe leerse como una respuesta proactiva del gremio y del medio para encarar diversas crisis locales y regionales.

A primera vista, la selección del casting busca enfrentar el tono declamado y sobreactuado de innumerables interpretaciones vernáculas de una pantalla grande empeñada en imitar a la chica. Caso de la discutible Tercer deseo, una comedia de gritos, cosificaciones chabacanas y presuntas revisiones transgenéricas.

En el elenco, las figuras refrendan el mutismo de la metodología de Robert Bresson, la de los modelos casi inexpresivos, en fase de combinar ceños fruncidos con diálogos fuertes de tono didáctico y explicativo. La protagonista, una joven problemática de un instituto educativo, apenas habla y mantiene un perfil de enojo durante la extensión del metraje. Por facciones y semblantes, la chica semeja el retrato generacional de los millenials reprimidos de Canino y Alps, dos filmes próximos a la construcción atmosférica de Arpón.

La adolescente sufre los escarnios del acoso y las coerciones de un sistema decadente. Un maestro la reprende, la hostiga e invade su privacidad, queriendo instruirla a base de regaños y escarmientos. Él es el director del instituto y símbolo de una educación desfasada. Ella desea alcanzar el reconocimiento de sus pares a través de la explotación de su belleza.

La fotografía, generalmente en la nuca y cámara al hombro, declara una afinidad por los retratos hiperrealistas de los hermanos Dardenne. Por ende, volvemos al espacio del naturalismo espectral de América Latina, compartiendo gustos estéticos con los hermanos Rodríguez de Hijos de la sal y los radicales mexicanos consagrados en Cannes (Amat Escalante y Michel Franco).

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Replicando a Marta Traba, preguntamos si el cine de la diáspora de Venezuela resulta de adaptar un estilo internacional o de encontrar un acento propio en el cruce de fronteras. Como sea, Arpón se adscribe a una corriente de ambigüedad y abstracción, en abierta oposición a un cine de estrellas de la farándula, rutas convencionales, ideas condescendientes y argumentos remanidos.

No en balde, Francisco Toro, estudioso de los sonidos y las texturas de la acústica, ejecuta un trabajo experimental en el predio de la mezcla de audio, al sugerir conceptos en la audiencia mediante el tratamiento de reverberaciones fuera de campo. En sus palabras, el cine involucra un alto grado de dificultad y complejidad, no siempre valorado.

La dirección de Tom Espinoza revela a un inquieto realizador en ciernes, capaz de mantener el foco de atención en su armado formal, gracias al temple de una trama donde el misterio y el suspenso van acompañando el devenir de una tragedia social.

El experimentado Nascuy Linares compone la partitura original, versionando las vibraciones de la escuela de Gustavo Santaolalla. La música incidental adapta el formato del tema “Iguazú” de Babel.

El acto de inicio sorprende por su tensa sequedad narrativa, cuyas imágenes recuperan la intensidad de La niña santa y La ciénaga de Lucrecia Martel. El ritmo silente se interrumpe con algunas frases hechas, proferidas por los personajes, en los únicos momentos de ruptura con el pacto de credibilidad. Los textos sentenciosos me sacaron de la cinta, en cuanto manifiestan un discurso forzado para con el desarrollo de los caracteres.

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El segundo y el tercer acto sostienen los cimentos de una propuesta de tesis, dedicada al dilema de la enseñanza en un ambiente de hostilidad y depresión. Claramente, el mensaje de fondo traspasa los límites geográficos de la cinta, para interpelarnos en la contemporaneidad del fascismo popular y costumbrista (el de la final postergada de la Copa Libertadores o el de las tensiones bipolares de la ex patria).

En síntesis, una película sobre el declive del poder del macho y de la emergencia de una sensibilidad femenina, golpeada por el exceso de la violencia doméstica.

Mis amigos críticos caraqueños vieron un subtexto progre en una de las arengas del desenlace, canalizando los instintos de rebeldía por el filtro de un mensaje moralista. El patriarcado del hombre dominante da pie al ascenso de mujeres empoderadas.

Al margen de cualquier cuestión discutible, Arpón recibe una calificación destacada en la clase del exilio, 2018.

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